Gatico es el más pequeño de todos, corre, vuela, salta
muros, desaparece por un hueco estrecho y reaparece donde menos te lo esperas.
Ella se gira al nombre de María, y desde bien chicos,
ambos deambulan por las calles de tierra prensada acosando a los turistas por
unas monedas, turistas que sonríen porque les hace gracia, totalmente ajenos a
sus miserias personales.
Se mueven entre las mesas de los restaurantes y
cafeterías, suplicando a los comensales que les compartan algo del plato que
consumen, mostrando las palmas sucias de sus manitas infantiles, para que no
les quepan las dudas de que solicitan. Los miro a todos, han formado grupos,
hay muchos, grandes y chiquitines, todos bajitos, delgados, desnutridos,
harapientos… Me pregunto si tendrán padres o tutores.
Me pasan de largo, me levanto, los sigo en la distancia. Continúan
pidiendo comida y dinero, lo que sea. Arrancan ropa de los tendederos a los que
alcanzan, cualquier cosa les puede ayudar para subsistir.
Uno del pueblo me dice:
—Ya hemos avisado y el Estado no hace nada. Llevan muchos
años, esa de ahí, — me indica a María, —lleva
desde los cinco, antes iba con una adulta. Ya va sola.
Me pregunto si tendrá diez u once años, es difícil de
adivinar en su extremada escualidez.
Otra mujer que pasa, se para, deja la bolsa de la compra en
el suelo, me mira y me comenta:
—Ese pequeñín de ahí, —me señala al Gatico—, duerme en
aquel portal con otros. Han formado bandas.
—¿No van a la escuela? —pregunto en mi ingenuidad
capitalina de clase media.
—Algunos días a la escuela primaria, pero por la tarde y
por la noche se dedican a la mendicidad, al hurto, escalan hasta los balcones, cualquier
cosa y ninguna buena.
—Muchos no tienen zapatos —observo en mi incomprensión de
ese mundo al que desconozco y al que clasifican como tercer mundo. Siempre había pensado que el
mundo era solo uno.
—El mes pasado, con el frío que hacía, ni abrigos tenían
—dice el hombre con un velo de pesar en el rostro.
—A la madre de María le pusieron una multa una vez, pero
ella es tan víctima como su hija, es jinetera, sabe usted. No es lo que hay que
hacer, no señora, con las multas no se consigue nada. Hay que ayudar a las
familias, sacar a esos niños de la calle, cualquier día ocurrirá una desgracia
que lamentaremos todos —se quejó la mujer.
Me pregunto en voz alta como para mí:
—¿Jinetera, qué profesión es esa?
El hombre y la mujer se miran, mueven la cabeza de un
lado a otro, quizá rumiando de qué tamarindo me había caído.
—Demasiado paño tibio por parte del Estado y ninguna
acción… Señora, poca cosa puede hacer usted, no le dé más vueltas. Siga el
consejo, coja el avión, vuelva a su casa y olvídese de la miseria que ha visto
aquí. —El hombre me sugiere con su mejor intención.
—Y cuando el turismo baja, ¿qué hacen? —pregunto sospechando la respuesta.
—Rebuscan por los vertederos junto con los perros
callejeros.
Sin dar más vueltas, decido quedarme conmovida en lo más
profundo, sabiendo que para cambiar de rumbo siempre cuentas con sesenta
ocasiones por cada segundo.
Laura Mir