martes, 25 de febrero de 2014

Caballero del Este

Despunta tímidamente la luna plena entre las dunas, con ese olor tan característico nocturno y depredador de la caza, se despereza mientras echa una de sus preciosas sonrisas al horizonte, con un gesto grácil se alza sobre sus piernas, igual que ayer, noche  tras noche por los siglos, y durante milenios. 

Entre el sol y la luna transcurre un tiempo de grandes victorias y desastrosas derrotas, alegrías, tristezas y algunos duelos, en definitiva tiempos de azúcar y desdicha.

Hay en este árido desierto de arenas blancas, viento del este, cálido y seco, que porta algo más que palabras ahogadas en una garganta, más que oraciones oradas con fervor a la diosa imaginaria de fe tardía, trae hasta nuestros  oídos susurros de gritos lastimeros y ecos melódicos, restos residuales de antiguas súplicas.

Amanece un nuevo día,  y bajo este sol abrasador nuestras miradas se cruzan, la suya casi felina, segura y altanera; la mía como la de quien está perdida en el laberinto de sus propias dudas; sus ojos no dicen nada pero trasmiten esa paz que ansío. Me agrada sentirlo cerca, aunque muchas veces sea igual a un espejismo.

Eso es hoy pero mañana sin ninguna duda nuestros papeles se invierten.

Entre auroras transcurre un tiempo de grandes victorias y desastrosas derrotas, alegrías y tristezas que compartimos juntos, en definitiva tiempos de azúcar y sal; mientras mi “caballero del este”, alrededor de nosotros, apreciado amigo, brilla el acero, brota la sangre y el viento imparable… sopla.


Laura Mir

miércoles, 19 de febrero de 2014

Los momentos de la bailarina



Al igual que cada día, en el centro de la gran ciudad, sobre una calle adoquinada en gris y poco transitada del casco antiguo, en la cuarta planta de lo que un día fue un importante hotel de lujo, se halla sentada delante de un espejo, arreglándose, una vieja bailarina; se aproxima la hora de apertura de los teatros, la hora de su representación que siempre le reporta de forma previa cierto nerviosismo.

Aunque sabe que lo vertiginoso de este siglo tan moderno y tan técnico, hace a las personas sordas, ciegas e insensibles; ella posee la certeza de que la gracia y gala de la danza no morirá jamás.

Al caer la tarde, sentada ante su tocador, ya vestida de blanco, con su maillot, medias y tutú de tul hasta debajo de las rodillas, sublime elegancia; se peina y maquilla con gran esmero para su mejor actuación, porque la siguiente siempre es superable. Se gira sobre el pequeño taburete, y se calza sus zapatillas de raso rosa de media punta, lía y ata las cintas a sus piernas con el celo y la solemnidad que merecen las importantes ceremonias.

Se levanta, toma aire, exhala, alza su mirada al cielo como en una plegaria, y bajo los rosetones de yeso, bronces y falsos vidrios venecianos que decoran el techo del salón de estar de su suite de hotel, como si de un escenario se tratara, se alza sobre la punta de sus pies y comienza la danza al son imaginario de la música que sólo suena en el interior de su cabeza.

Pasos, saltos, giros y piruetas al compás de la sinfonía, movimientos realizados con delicada elegancia y automática ejecución, llenan la estancia; mientras piensa abstraída en su gran fama y en la enorme soledad que conlleva, la del artista, la que lo ha dado todo encima de un escenario, hasta su vida por su vocación.

Incluso su mimosa y amada gatita de otros tiempos, llamada Misha, la abandonó. Se escapó una noche de febrero por la ventana tras un vulgar y astuto gato pardo de tejado; ahora no tenía con quien dialogar, únicamente se tenía a sí misma.

Aún recuerda cuando era musa y posaba para un gran pintor, el champán y las flores en el camerino, los regalos impresionantes en cajas de terciopelo, y los recados ardientes con promesas eternas de sus admiradores más pudientes.

Son los recuerdos de otras glorias, de otros momentos de laureles y victorias, estos que forman los hilos del tapiz que se teje durante toda una vida, ese que se expone de vez en cuando con añoranza para uno mismo.

Se aproxima el acto final, salta, voltea, y gira sobre sí misma hasta la última nota. Se alza sobre sus piernas, se adelanta hacia su público imaginario que la aclama, y les saluda con una grácil y humilde reverencia inclinándose. Llueven sobre ella, lanzadas por la multitud, las rosas del éxito, entre aplausos y alabanzas, el aforo en pleno está en pie emocionado tras su actuación, la estremece como siempre el contacto de tanta efusión, y dejándose llevar, las lagrimas brotan de sus ojos de forma incontrolable; mientras en el salón de la habitación de hotel y en la realidad más allá de ella misma, sólo se oye el suave frufrú de su falda de tul.   


Laura Mir

sábado, 15 de febrero de 2014

Sin rencores, sin recelos

La transparencia en el cristal era inexistente, no se divisaba el exterior, las brumas lo cubrían de una película opaca y gris. Esa mañana helada se toras, yace el instante siguiente a una maldita confidencia, a un susurro íntimo y profundo, pronunciado casi quedo por el miedo, murmurado como sin querer en bocas de terceros. Sus labios enmudecen y los míos exclaman, pero ahí queda, como si en realidad nada pasara, y nada pasa, es cierto, aunque nos pese, para el mundo que rota sobre sí mismo de forma inexorable, para él, somos insignificantes, somos casi el olvido.

Son muchas nuestras vivencias, añejas y lejanas que si agudizo el oído, ni hacen eco, entre medio de todos estos años queda el orgullo enaltecido y los principios enacerados, como únicos testigos de nuestras analogías y nuestras diferencias. 

Y así han seguido nuestras vidas, distintas ciudades, distanciadas en perpendicular, trazadas sobre este extraño mapa que forma la incomprensible orografía humana, relieves incompletos por inconexos, se estrellan una y otra vez, en este alto muro de escarcha y nieve que nos aísla.

Ahora,  sabiendo lo que te aflige, siento tu dolor como si fuese propio, mí grito surge desde esta garganta insondable, fuerte y firme; para decirte que ya no hay rencores, ni recelos… sólo quiero correr hacia ti en estos duros momentos, para sostenerte de pie, y abrazarte de nuevo.


Laura Mir

viernes, 7 de febrero de 2014

Cristal Quebrado

La transparencia en el cristal era inexistente, no se divisaba el exterior, las brumas lo cubrían de una película opaca y gris. Esa mañana helada se tornaba tibia a medida que transcurrían las horas, el reloj ralentizado parecía que estaba casi parado; las agujas inertes hacían de sus segundos un transcurrir lento, muy lento, suspendidos en una cierta apatía latente, pero muy profunda.

Un sueño, a medias recordado, quedó escondido tras el tono rosa pastel de las sabanas bordadas con corazones y tejidas en satén. Quizás llegaba a su memoria algún resquicio lejano de lo soñado, como una visión algo placentera de un paraíso utópico, pero bien distante a la realidad cotidiana.

El nenúfar marchito en el que se había convertido con el tiempo, quedó flotando sobre un lecho de aguas estancadas, así se sentía, no las vio tornarse del verde al negro, ni se dio cuenta, simplemente un día la oscuridad acabó envolviéndola por completo, dejándola asida a una raíz fuerte y profunda, bien arraigada.

De poco sirven las lágrimas cuando el temor la inmoviliza, pero llora, llora su mutismo con regusto a impotencia, con lagrimal seco y el corazón árido en ausencia de emociones. Una existencia por completo ahogada en fibras de estopa, desoladoras y carentes de sentido. Sin ilusiones es imposible, no se pueden vislumbrar nuevos horizontes a golpe de vista.

Poco o nada importa el tiempo malgastado cuando se ha perdido la integridad en un único camino, en una sola dirección; se ocultó su Estrella del Norte una noche fría, ya no existe un universo imaginado posible, para ella, todo esta sumido en oscuras tinieblas depresivas.

Tras el cristal opaco el mundo ajeno continua su marcha, imparable a ninguna parte, ella está sorda y tumbada en la cama, sin perspectivas, va perdiendo poco a poco la conciencia, imágenes pasadas de dolor y violencia la golpean sin que la inmuten en el ahora, mientras un último hilillo viscoso de sangre resbala lentamente por sus dedos, goteando desde sus uñas en dirección al suelo. Se le va la vida muy despacio, como el ritmo letárgico de las notas de una caja de música a la que sin ninguna duda se le acaba la cuerda, desdibujando su identidad irremediablemente hacia un simple número negro más de esta estadística asoladora, otro cristal quebrado por culpa de una asignatura educacional pendiente que nos avergüenza y desacredita totalmente ante la calidad de “humanos”.

Laura Mir