viernes, 30 de mayo de 2014

Un día de lo más normal



Otro año más y con él, una nueva temporada de carreras por delante, en la que visitar circuitos y reencontrarse con viejos amigos. Cogimos el coche y pusimos rumbo a Madrid.

Cómo no podía ser de otra forma, dejamos todo el papeleo y los planes de viaje para última hora y fue por ello que, sin quererlo, vivimos “un día de lo más normal”.

Ya en el circuito y habiendo dejado a los maridos con los pilotos decidimos salir a comernos el día. Lo primero sería quitarnos la fastidiosa tarea de recoger la licencia de Sergio en la RFEA (Real Federación Española de Automovilismo), por aquello de no hacer los deberes hasta el último día y, una vez resuelto, pasarlo en grande por la ciudad.

Beatriz se puso al volante de mi coche y emprendimos la marcha. Tras vueltas y más vueltas por el centro de Madrid en busca del edificio de la RFEA, nos dimos cuenta de que se lo había tragado Cibeles o algún que otro dios mitológico que se había propuesto amargarnos el día.

Ante tal desesperación y en un ataque brillante de racionalidad, saqué el plano de Madrid y comencé a darle instrucciones a mi piloto.

— A la izquierda, a la derecha.- ¡Horror, no giraba en la dirección que yo le indicaba si no en la contraria y cada vez estábamos más perdidas por los madriles! – ¿Pero Beatriz, por qué no me haces caso? - Le dije al fin, perpleja.
— Es que soy dislexicaaaaa- Contestó, fuera de sí.
— ¡Pues ya podías haberlo dicho antes, te habría indicado con señas y nos habríamos evitado esta visita turística por calles sin interés!

Paramos ante un semáforo, más que nada por aquello de que estaba en rojo. Cuando, de repente, nos encontramos a una gitana al lado del parabrisas que no dudó ni un segundo en embadurnarnos el cristal con espuma del más reluciente marrón tierra. Beatriz, con los nervios ya prácticamente hechos trenzas, le dio rauda y veloz al limpia en su posición más rápida al tiempo que el semáforo pasaba a verde, aceleró y me dijo:

 — ¡La gitana corre tras nosotras!
 — ¿Cómoooo? ¡Ni se te ocurra parar! -Exclamé aterrorizada, imaginando no sé cuantas cosas que podría hacernos si nos alcanzaba.

Beatriz comenzó a reírse, con esa risa tan divertida que siempre me contagiaba y, mientras tanto, yo blanca de miedo.

— ¿Se puede saber de qué te ríes?
   De, de, de. ¡Que llevamos el aparato de limpiar cristales de la gitana en el techo!
   ¿Eh?
   Sí, cuando le di al limpia tomó vida propia y se lo arrebató de la mano, saliendo
disparado y terminó en el techo del coche.

Yo no me había enterado de nada. Pensaba que corría furiosa por no haberle permitido limpiar el cristal y… ¡Resultaba que, la pobre mujer, sólo quería recuperar su herramienta de trabajo!

Entre risas y más risas conseguimos dar con el edificio y recoger la dichosa licencia.

El tráfico estaba imposible en la ciudad pero, al cabo de un rato, conseguimos llegar al aparcamiento donde solíamos dejar el coche en nuestras visitas. Al llegar a la entrada un policía nos da el alto y nos pide que abramos el maletero.

— No llevamos nada —Le dije, pensando en el problema que nos iba a ocasionar.
— ¡Que abran el maletero!— Repitió, como si diera órdenes a todo un escuadrón del ejército.
— Muy bien pero…que sepa que después no lo podremos cerrar.

Ante su mirada decidí que lo mejor sería obedecer y le dí instrucciones a Beatriz que dio al botón rojo de disparar. Después del gran crec del disparo, fruto de la presión ejercida sobre aquella cerradura rota, el capó quedó de par en par descubriendo nuestros secretos: moqueta gris oscura adornada con alguna que otra mancha, sin más peligro que los posibles microorganismos invisibles que pudieran existir.

— Ciérrelo – Me ordenó otra vez el policía, me confundía con uno de sus hombres. O…con algún tipo de terrorista decidido a autoinmolarse en un bonito coche que todavía estaba acabando de pagar con gran esfuerzo.

Parecía que para el policía era del todo lógico ese razonamiento.

Ante tal situación de principio de irritación justificada, decidí, claro que sin pensarlo, que ahora la orden la daba yo.

— ¡Ciérrelo usted, ya le avisé de que no se podía!

Sin decirme nada se puso a la tarea. Una, otra y otra, veinte veces más y nada. Menos mal, pues si el dichoso maletero se hubiese comportado bien, cosa que únicamente hacía ante las manos de Sergio, quizás habríamos pasado la tarde en comisaría. Con su orgullo herido nos hizo apartarnos a un lado para dar paso a la larga lista de coches que teníamos detrás. Llamó a un empleado del local quien no tuvo mejor suerte, ante ello decidió que aparcásemos a un lado y allí intentaría solucionar el problema. Después de varios intentos fallidos más, decidió ir a por una brida y, cogiendo el artilugio superior e inferior que formaban el cierre del vehículo, los unió y apretó la brida hasta que quedó lo más cerrado posible.

Respiramos aliviadas y nos fuimos a comer a “Casa Paco”. Ya tenía yo ganas de ir a este sitio, que en visitas anteriores no había podido visitar. Nos pusimos las botas. ¡Qué forma de comer! Pero…quizá fue debido a tanta tensión acumulada. Disfrutamos al máximo de la compañía mutua, hablamos por los codos sin tregua y llegó la hora del café. ¡Oh no, en este restaurante no servían café! ¿Cómo demonios seguir de palique sin el esperado y tan deseado café? La primera vez en mi vida que me encontraba en semejante situación. No cabía duda de que, ese día, todos los astros se habían confabulado en nuestra contra. Pedimos la cuenta y tras desembolsar una cantidad bastante elevada para un establecimiento que no servía mi bebida favorita, nos fuimos.

Encontramos una terracita que no estaba nada mal y tomamos el preciado cafecito, con cremita y calentito. ¡Qué rico!  Después del cigarrito nos levantamos y, a pasear para bajar la comida. Entramos en varias tiendas de objetos de recuerdos con la falsa excusa de alargar aquel agradable rato en el centro de la ciudad

Pagamos el aparcamiento y fuimos hasta el coche. ¡Otra vez la pesadilla! No era Chicote ni en la cocina, pero era digno de un reality show. La brida había cedido y el maletero estaba abierto como un palmo! Nos fuimos turnando las dos con los señores que habían formado corrillo. Tras observar a las dos damas en apuros, decidieron que sólo un macho machote conseguiría realizar la hazaña.

Finalmente desistimos, decidimos que era preferible llevar el maletero un palmo abierto a pasar el resto del día en un aparcamiento.

 Llegamos a la salida, Beatriz introduce el tíquet por la ranura y ¿Adivina? Ni hacia delante ni hacia detrás, el tiempo para salir había sido sobrepasado. Ahí estábamos, las dos pobres victimas de no se sabe qué confabulación directa contra nosotras, envueltas en el más absoluto bochorno. Y fue en ese preciso momento en el que la barrera se abrió, movimos nuestras miradas perplejas intentando averiguar de qué forma se había producido el milagro y, los cuatro ojos, recayeron sobre nuestro salvador, el chico de la brida. Con un guiño nos hizo señas de pasar y con tono gracioso exclamó:

— ¡Por fin sois libres! 

No lo pensamos dos veces, le dirigimos sendas sonrisas, Beatriz puso la directa y cogimos la de Villadiego. Estábamos hasta las narices de tanta aventura. Al llegar al exterior, de nuevo, al inframundo de los atascos.

—No pasa nada, tampoco tenemos ninguna prisa.- Comentamos.

Y allí, entre tanto coche esperando conseguir avanzar aunque fuera un centímetro, veo acercarse a un señor hacia mi ventanilla. ¿Ahora qué querrá este? Al tiempo me giré hacia Beatriz para ignorarlo, pero él, insiste, dio la vuelta y tocó con los nudillos la ventanilla. Mi amiga ante el desconcierto, no abre. Es entonces cuando él saca de un bolsillo interior de su chaqueta una cartera, dejando al descubierto, en el breve espacio de tiempo que transcurre desde que la coge hasta la empotra en el cristal, su bonita placa de Policía Nacional. Beatriz le abre, él se presenta, al parecer es de la secreta. Nos mira a esa cara que se te queda cuando estás pensando: ¿Y, ahora qué he hecho?...y tras una inquietante pausa, simplemente dice:

—Desde mi coche he observado que llevan el maletero abierto.

 ¡Uff! Le decimos que se nos ha estropeado y le damos las gracias. Cuatro coches más allá, un grupo de personas nos llaman para decirnos lo mismo. Al fin, conseguimos salir del dichoso atasco y entrar en la autopista, claxon por aquí, claxon por allá, con la dichosa frase. ¡Lleváis el maletero abierto!

Llegamos a la barrera del circuito y los vigilantes como no podía ser de otro modo, exclaman ¡Lleváis el maletero abierto!

— ¡Ya lo sabemos!- Contestamos las dos a la vez con un tono de irritación que deja al hombre desconcertado. Miramos hacia atrás y…estaba abierto pero no un palmo ¡Estaba abierto de par en par!

Los chicos ya habían terminado los entrenos y los padres estaban con ellos haciendo planes para ir a cenar.

 — ¿Qué tal vuestra escapada? - Preguntaron con interés.

Cruzamos nuestra cómplice mirada, esa mirada que solíamos tener en aquella época y contestamos.

—Pues muy bien, nada especial, un día de los más normal.

Hoy en día, seguimos sin planificar las cosas, las dos entendemos que, la mayoría de las veces, con tanto planificar te pierdes esos pequeños y divertidos momentos que te ofrece la vida.

           
       
Nora Biel

jueves, 29 de mayo de 2014

Con las tetas por bandera



Ahí estaba yo, con las tetas al aire delante de esos tontos vestidos de camuflaje, que boquiabiertos miraban su balanceo…

Por aquel entonces yo contaba dieciséis años, las hormonas las tenía bastante revolucionadas. Nada me estaba bien, era una inconformista recalcitrante, pensaba que podría cambiar el mundo. Siempre tenía razón y protestaba por todo.

Una mañana discutí con mi padre acaloradamente. Hablando en plata, le monté al pobre hombre un santo pollo. Harto de escucharme, me dijo:

—   A ti te llamará un coronel para comandar al ejército con el carácter que tienes, los pondrás firmes a todos.
—  ¡Anda ya! – le contesté con desdén.

Sobre las dos de la tarde, el cartero trajo una carta certificada donde indicaba que debía presentarme en quintos del ayuntamiento para tallarme.

—  Ya te lo decía yo. El coronel, con lo que gritas, te escuchó esta mañana; y desde luego no va a desaprovechar tanto potencial, máxima eficiencia con mínimo esfuerzo – decía mi padre, mientras sin podérmelo creer lloraba sin consuelo. No podía imaginarme con mis tacones, mis curvas, un rifle colgado y mi cabeza rapada.

Tuve que ir, el día señalado en la cita, para indicar que era mujer y no estaba obligada a realizar el servicio militar. Allí que me presento, con blusa y minifalda, pelo suelto y nada de maquillaje, no vayan a creer que oculto barba. Me hacen pasar por estrechos pasillos, hasta una habitación, donde un hombrecito de mostacho y vestido de camuflaje me espera detrás de una mesa. Para qué llevará este hombre un traje de verdes si la habitación es blanca, ¡no tiene donde esconderse! Me siento delante, en una silla que para eso está. El sargento, que digo yo que será sargento, porque las medallas que luce en el pecho tienen más pinta de ser potaje que de ser de general, me mira, y resulta que es bizco. No hay nada malo, claro, pero esperemos que el enemigo sea tranquilo, porque como sea nervioso, éste no les acierta. El sargento bizco me mira. Me remira. Mira la hoja. Me vuelve a mirar. Se levanta, se coloca el arma que tiene entre las piernas, y no habrá tenido momentos en el día para colocar el fusil que ha de esperar a que venga yo. Sale del cuarto, y se pone a hablar con uno que está en el escritorio de la puerta. Se asoma, se ríe, y coge el teléfono. A todo esto, el sargento que no me ha dicho ni buenos días. Mejor era así, porque es ponerse a hablar y salen perdigones por doquier. Ahora sé que está armado y tiene munición. Y la babilla blanca, que se acumula en la comisura. Para no ver la baba que se va acumulando en el bigote, miro hacia la puerta, y ya son tres los que van riendo. El buen hombre está delante de mí, con las manos metidas en el cinturón ese que no sujeta los pantalones, pero que todos llevan. Después de un rato de hablar, sin yo tener ánimos de escucharle por no mirarle, siento que me pide perdón, que han sido cosas de la burocracia, y yo pienso, te perdono lo que tú quieras, pero ¡límpiate por favor! No volverá a suceder. No hablo de la baba, hablo de servir, de vestirme con cinturón que no sujeta los pantalones.

Cuál no sería mi sorpresa al mes siguiente cuando el cartero trae otro certificado. Pensé, por ser bien pensada, que el señor sargento se quería disculpar. Al abrir la carta y ver que no estaba llena de tropezones, empecé a sospechar. Pues no fue el señor sargento, no, que insistían que este cuerpo está hecho para pegar barrigazos.  Y no digo que no, pero al menos podían esperar a que me pusiera tetas de silicona, que menos dolerá. Que voy para allá, sin esperar ni fecha ni fecho. En la habitación el militar que me espera en un rincón, que más parecía un helecho que un militar. Anda que si Rambo tuviese ese cuerpo iban a hacer tantas películas. Me vuelve a mirar, y yo que me he olvidado de ponerme la minifalda. Ahora sí que me veo como Johnny con su fusil. En la puerta ya cuento cinco, será que el ejército está escaso de personal que se tienen que acordar de mí. El hombrecillo, que tose, que se coloca el armamento y que me dice que ahora sí que sí, que la patria necesita de hombres, y que conmigo, no cuentan. Pienso para mí, espera, que a la próxima, seré yo la que me coloque los cojones.

Al mes siguiente el señor cartero trae una tercera carta certificada donde indicaba que según el código no sé cuál, me veía obligada a presentarme, de no ser así se procedería a dar las correspondientes órdenes para mi detención.

Ya no pude más, salí corriendo hacia el ayuntamiento y desde la puerta del departamento de  quintos, llorando, me desabroché la blusa y saqué mis senos del sujetador. Y cogiéndolos con las dos manos, les chillé:

— ¿Con este par de tetas tengo pinta de tener que hacer el servicio militar?

No volví a recibir ningún requerimiento más.


       * Basado en hechos reales.



        Laura y Jaime

El latas / El llaunes



Corrían los años treinta, no puedo fijarlo exactamente. Tendrás que disculparme, mi memoria no da para más y cuando se ha vivido tanto, el tiempo pasado y los recuerdos se entremezclan de tal modo que temo no ser  fiel a la verdad. Es como una maraña de cabos retorcidos, que perplejo los miras y no sabes de cual estirar.

 Entre puestos de flores, prostitutas y trileros, sobrevivía un personaje muy singular al final de las Ramblas, ahora no me sale el nombre, puede que fuera Manuel o Joaquín. Yo por aquel entonces era un chaval y mis amigos y yo le rodeábamos para mofarnos de él. Enfadado, nos echaba de allí: despotricando decía que le espantábamos a la clientela. Entremedio de su griterío y entre nuestras risas, echábamos a correr. Nuestra gracia infantil la he comprendido años después, cuando la vida me ha enseñado toda su crudeza. Esas pocas monedas que le dejaban los transeúntes le ayudaban a vivir ese día.

Siempre andaba con su guitarra cantando versos de elaboración propia. Muchas veces eran palabras obscenas, poemas vulgares de un poeta de lengua libre y escasas pertenencias. Otras tantas, con soltura y desvergüenza, recitaba al son de su instrumento, lo que el pueblo pensaba pero que bajo la dictadura tan severa que nos gobernaba nadie se atrevía a decir. Más de una vez se lo llevaron al cuartelillo; los de la montada con sable al ristre le rompían la guitarra, lo tenían retenido unas horas y, como multarlo era absurdo, bastante magullado lo soltaban. A los pocos días, lo volvíamos a ver recuperado en sus puestos de siempre.

Era muy pintoresco, vestía de militar, pero dudo que lo fuera. En el barrio chino había una tienda que vendía excedentes del ejército de todo tipo, y cuando digo de todo, es de todo, menos tanques. Imagínate que no los vendían porque no cabían en el establecimiento, si no también, Decían los dependientes que el género era de segunda mano, pero puedo asegurarte que era nuevo, o al menos de muy poco uso. Imagino que allí compró su disfraz.

Puede que tuviera unos sesenta años, a mi me parecía muy mayor por aquel entonces. Ahora en comparación con los que tengo, sería bastante joven.

Vestido como un mandamás del ejército, y siguiendo en su papel de chanza, sobre la pechera de la casaca colgadas llevaba medallas. Pero no creas que eran condecoraciones de honor, no. Eran medallitas religiosas, ya sabes, la Virgen de los Desamparados, San Cristóbal, San Martín de Porres, nuestra Moreneta… casi todo el santoral exhibido en poco trozo, Era bastante escuálido. Le apodamos “El Latas”. Qué tiempos.

Muchas mañanas me levanto recitando sus poemas, pero sólo es un momento, luego vuelven a esconderse en algún lugar de los recuerdos olvidados y soy incapaz de volverlos a recitar. Lo siento chica, esta cabeza, por mucho que lo intente, no da para más.

* No importa, está perfecto y aunque no me dé tiempo anotar todos esos versos matutinos que afloran de tus labios, de todos modos, te estoy muy agradecida.*


Al campo me fui a cagar
Y cagué una torre de mierda
A eso se llama cagar
Y no hago como estos cagones de mierda
Que dicen que van a cagar
Y se ponen a cagar
Y no cagan una mierda



Albert y Laura

martes, 27 de mayo de 2014

La cidra, Lisy, Torcuato y yo



Ayer fue un día de cidrales apoteósicos, no quiero decir sidrales, quiero decir cidrales, campos plantados de cidros, árboles cuyo fruto es la cidra, un poco mayor que una naranja y parecido al limón, muy utilizada para hacer confituras y medicinas. No, no es que me esté yendo del tema, es que tiene mucho que ver con el día de hoy. Por la calidad de digestión en su estado natural.
La palabra del día es: NO, algo que no sabía decir y que por cuestiones de agenda y alguna cosa más que no entro en detallar, me veo obligada a repetir hasta la saciedad, la cidra empezó a soltar su acidez sobre mí.
Ayer me sentí acosada, en el amplio sentido de la palabra, el móvil no paraba de sonar, el fijo tampoco… hasta últimas horas de la noche fue una constante sin variación. Incluso hablé con personas que hace meses que pensaban que habían muerto por voluntad propia, pero sin duda, me equivoqué. Todos querían algo de mí, que en estos momentos no estoy dispuesta a dar, porque aunque parezca mentira, y después de muchos derroteros, tengo las cosas mucho más claras.
El último trimestre del año pasado, como sabes, estuve ingresada en una habitación, encerrada con llave y sin nada, sin sillas, mesas, bolso, cinturón… nada. Ni siquiera un simple pañuelo de papel que pudiera obturar mi garganta.
A nadie de toda esta gente, sabiéndolo, se le ocurrió llamar a mi casa para preguntar cómo iba. La sensación de soledad era inmensa, el vacío cuando miraba a las cámaras que me observaban, era estremecedor, pero lo bueno es que sobreviví. Tomé una pastilla azul, que no consta en el informe, a los pocos minutos todo empezó a girar y lo vivido comenzó a transcurrir como en una película. Una sensación extraña, pero que me ayudó a entender y encajar muchas de las situaciones que deambulaban por mi memoria, por lo que pudo haber sido y no fue, o porque no actúe de la mejor manera posible, o por... qué se yo; lo muerto, muerto está.
El lunes y el martes pasado, tuve sendos ataques de ansiedad, y aún así, decidí que llevaba más de un mes enganchada a las pastillas para tranquilizar a caballos y me comí el “mono” y el dedo pulgar derecho, que me quedó destrozado, pero lo conseguí.
El caso es que hoy estoy mucho mejor, y ha llegado el momento de decir NO, de cerrar puertas y de dejar que el universo siga girando y expandiéndose a su ritmo, él al suyo y yo al mío, eso sí, con un poquito más de conciencia por experiencia y con la pérdida total de confianza en el ser humano. Todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario, o era al revés, NO, es así, somos muy, pero que muy… egoístas.
Ayer con la última persona que hablé, un bálsamo para mí, hablamos de que el universo le ha dado por conspirar contra mí, y que era el momento, de ir dejando atrás todas aquellas cosas que me hacían sentir mal. La garganta me dolía, la tenía inflamada porque tenía atravesados unos cuantos “NOES”.
Cuando me he levantado esta mañana, como hago siempre, le doy al ON del ordenador y me voy a por mí café con mermelada de cidra. Lisy III, una de mis gatas, tiene la manía de pisar el teclado, mover el ratón y lamer el teléfono, quiero creer que ha sido ella. Me he encontrado que esta representación que te adjunto, estaba pasando por mi pantalla, no la recuerdo, ni sé cómo ha llegado al escritorio; como una señal inequívoca de que estoy en lo correcto, y de que es el momento de decir algún que otro, NO. Y con la seguridad de que esa fuerza superior que todo lo une, llámala como gustes, me estaba indicando lo correcto de mi decisión.
He perdido en poco tiempo a dos buenos amigos, se me fueron de las manos al amanecer, decidieron que sus vidas no tenían sentido y marcharon. Mi cerebro no lo aceptó, no capté sus señales… me he sentido tan desgraciadamente responsable, qué es NO, SE ACABÓ… cada uno es dueño y señor de su destino. Y si no quieres cambiar el invierno en primavera, es tu problema, para nada, lo hagas mío.
Lisy III, como yo, es muy curioso, ella también sobrevivió al abandono.
Estoy convencida de que la vida o el azar, no va a darme una cuarta oportunidad, por tanto te envío este mensaje por si te puede ayudar a cerrar puertas de estancias vacías y abrir otras, de salones llenos de oportunidades que merezcan ser vividas plenamente, tomando las decisiones correctas para crear nuestros destinos por una sola causa, la nuestra, la propia, la de cada uno.
Torcuato Luca de Tena escribió que Dios escribe recto en renglones torcidos, yo fui uno de esos renglones retorcidos, donde estoy intentado escribir una trayectoria de vida, la que me queda, con cierta rectitud y dignidad, que mi trabajo me cuesta.

Anónimo



domingo, 25 de mayo de 2014

Como un músico joven tocando un piano



Se elevan sobre la recién impuesta oscuridad, los suaves acordes del músico joven. Los ágiles dedos recorren las teclas del piano de media cola, deslizándose y distinguiendo, a ojos cerrados del artista, entre sostenidos y bemoles, las teclas blancas y negras, las que sí y las que no.

Estoy entre mesas redondas de irremediable estrechez, como veladores antiguos, con sobre de mármol y pies de forja. Distanciadas entre ellas, preservando la intimidad de la clientela, con dos sillas de madera, cada una, mirando obedientemente al escenario. Un pequeño portavelas emite  la débil luz de una vela trenzada de media altura, para que encuentren refugio las manos que se entrelazan, entre ojos que se examinan, entre corazones que creen encontrarse.

Cómo puede hablarme una silla vacía del desliz que tiene el tiempo conmigo, mientras una morena de pelo largo y rizado, en mesa vecina, se concentra en las notas que llegan hasta sus oídos.  Se acompaña mi vista entre respiraciones de bocas próximas, sólo consigo escuchar la ausente, y miro la hilera de cabezas que se dirigen hacia la misma dirección. Todas engullendo la música de un piano viejo. Los cerebros son así. Poco necesitan,  sólo que se dirijan a ellos, que a ellos les hablen, que a ellos les digan. Prestan su atención cuando tienen una atención prestada. Son egoístas, se dedican a su único aprendizaje y regocijo. Ellos se crecen, ellos se mienten… ellos mienten.

Dentro del pecho es donde viven las preocupaciones de las rupturas, de los daños que se transportan.  Nacen los nudos entre mentiras de bajo estilo. Los corazones, hábiles para repartir vida dentro del cuerpo, se muestran torpes a la hora de enfrentarse a los sentimientos. Deberían de desdibujar los ritmos, protegiéndose de rupturas y engaños, borrando las melodías patrañosas, creando pentagramas, a tinta roja, de nuevas esperanzas. Las costillas no deberían ser una pared de ladrillo rojo, escondiendo entre arcilla y cemento el contacto que el mundo ofrece. Deberían hablarse, unos con otros,  uniéndose con el aire que ha circulado dentro suyo, como se unen las teclas unas con otras para crear la armonía con las notas, interpretando las palabras que vibraron de uno a otro y evitando la saliva que se precipitará, protegiéndose unos a otros, deberían salvar la pared, protegiéndose unos a otros, que te miraran unos ojos y te derritieses, es bonito que unos ojos te derritan, te hablaría una boca, quién no se rinde a lo que una boca dice…

Te quiero.

Siendo libre de creer, porque mi cabeza, siempre se siente libre de creer…

El corazón que vive en su dueño para que la sangre fluya, cubriría el tuyo, para que el calor lo inunde, para que el  frío no lo agarrote. Se salta un latido, y le dice al tuyo…

VERDAD

o dos, y esas vibraciones que se formaron con palabras ocultas, le dice…

MENTIRA.

La cabeza seguiría libre, de buscar entre aprendizaje y regocijo, creería que de esas lecciones viviría una vida plena, amaría porque la necesidad le dice que tiene que ser amada. Buscaría entre semejantes los momentos de lucidez, desviviendo en la penumbra como la de este local, buscando razones entre pensamientos, risas y carne, a ojos ciegos, como un músico joven tocando un piano. Pero el corazón sabe, el corazón vibró MENTIRA. Protegido.

El corazón haría como este mismo camarero, que se ilumina cuando no hay una copa dando vueltas dentro de un pañuelo, quedaría haciendo que hace, protegido tras su larga barra de caoba, protegido detrás de una pared que no es de arcilla y cemento, esperando que viniesen las bocas sedientas, buscando el momento que la cabeza se desilusione. Volvería a latir, con la fuerza que rompe las desilusiones, y volvería a esperar, a creer, en espera de un corazón, que vibre…

VERDAD


Jaime Ernesto


* Música: Piano man - Billy Joel

lunes, 19 de mayo de 2014

Piccola y el escritor




Conocerte fue como cuando descorchas una botella de buen vino, aromático, aterciopelado, brillante y sedoso, de graduación baja y al paladar muy fino. No pregunté tu edad porque no me importa, ni como eras físicamente porque me importa menos. Sólo quería compartir contigo, amistad, palabras y si era posible con el tiempo, alguna copa.

Así comenzó todo, simplemente perfecto, mismas inquietudes, mismas actitudes y entre ambos, demasiadas coincidencias, tantas que algunas me eran difícil creerlas, pero ahí estaban, y fuimos haciendo a base de persistencia y escritos eternos, los surcos regulares de nuestros viñedos.

Piccola, te me vas a lo histórico yo soy más social, ya sabes, los desahucios, los suicidios, la economía y el desorden de estos políticos de mierda, la crisis ya es descomunal.

Piccola, preciosa, no estés triste, no llores, si cierran tu programa por falta de fondos, desde París me escribirás, ¿verdad?

Que hace unos días llegaste cansado y con algunas copas, resaca de mañana y prisas, muchas prisas  porque no llegas. Pero tranquilo, lo entiendo, no pasa nada. Pero me debes uno largo, con palabras sacadas de lo profundo, de aquellos que dejas sobre el papel el alma, expresiones para que el lector sienta. Tranquilo que tus libros están sobre mi mesita. Los cojo, los leo, los pienso, los analizo, te escribo y escribo, espero y espero, y no, no, nunca contestas.

Todo escritor ha de escribir cada día porque enriquece, Piccola, tienes que ajustarte a los sentimientos, a lo que tú sientes, plasma sobre el papel aunque sean nimiedades, todo madura con el tiempo, a igual que la uva bajo el sol; ya sabes, al principio pronúncialos suaves e intensifica en los momentos críticos, dale, dale fuerte para modelar y vas dando color, textura y forma.

¡Aunque sea un diario, pero todos los días, tonta!

Anteayer, que ni blanco ni tinto, ni copa de boca ancha ni vaso bajo de vino fino, que no. La resaca no te deja pensar, ocho palabras en un plis plas: Hola guapa que estoy fatal mañana te escribo. Así me quedé, sin más.

Piccola, el problema sabes tú dónde está… No esperas mi respuesta y me contestas, que achispado es cuando mejor te conciertas.

Te lo dije, fui muy breve, los problemas no se solucionan en la barra de un bar, ni buscando las respuestas por los fondos de botellas. Ni siquiera en las que aún quedan por tomar.

Vaya, no sabía que fueses tan transparente, no tienes que decir siempre la verdad, está bien que lo escribas porque lo sientes, pero no se lo mandes al tipo, sienta fatal, Piccola, ¡qué poco has aprendido!

Ayer eran cuatro de las seis previstas, otra vez el Barça y te pido disculpas, Piccola del sábado, antes de coger el vuelo no pasa, te lo envío, estate tranquila, hoy estoy con la mar picada, me duele la cabeza y no puedo pensar.

Hoy domingo ya harta de esperar, descorcho un Vega Sicilia que guardaba para una ocasión especial, y la pintan calva, porque en el periódico no constas ni en el dominical; la desesperanza es buena,  porque no vas a cambiar, cojo tus novelas de mi mesita, son malas a reventar, tomo el primer sorbo a 18º, un placer al paladar; me las miro, dedicatoria incluida, segundo sorbo, y coloco tus libros en la estantería junto a los libros desterrados, aquellos que desencantada por la actitud de sus escritores, tienes la certeza de que pronto olvidaras.

Piccola, ¿Cerraron tus estudios? ¿Estás en París?.

Piccola, ya no me cuentas nada ¿Estás bien?.

Piccola, ¿Qué te ha pasado?... sigue sonando el tono a cada mensaje tuyo del Whatsapp.

Tomo el móvil, pulso a modo silencio por si se te ocurre llamar, y bebo el tercer sorbo apurando la copa hasta el final.



Laura Mir

viernes, 16 de mayo de 2014

Rocambolescos Reencuentros




Hay días en los que maldices haberte levantado, días en lo que todo resulta lioso e incluso embarazoso, todo se complica y parece que vas dando pasos del revés. Tanto que te sale un cuerno horroroso y vistoso desde Júpiter en el pelo, pierdes uno de tus maravillosos zapatos en el metro, y casi llorando en la cafetería el individuo gordo de al lado, no te ha visto y te ha dado un empujón sin querer, te ha bañado tu inmaculada camisa blanco nuclear de café negro intenso de Colombia.

Coges una servilleta de papel con la mala fortuna de que con el temblor de las manos se te cae al suelo. Te agachas, la recoges y al levantarte, te das un cabezazo con el compañero de la mesa de al lado, del que ni te habías fijado. Este chico también se había agachado a recoger el estuche de joyería con el anillo de pedida que enseñaba ilusionado a su amigo, y le había caído con el mismo nivel de torpeza que imperaba ese día.

-              ¡Dios, qué coscorrón!
-              ¿Te has hecho daño? Lo siento, no te había visto -le dijo él desde sus profundos y grandes ojos marrones.
-              Ahora resulta que soy invisible, mejor porque voy hecha unos zorros.
-              No será para tanto -dijo él con una mueca expresiva de todo lo contrario y mirando esa cara toda churreteada de máscara de pestañas, la muchacha había llorado, y mucho.
-              ¿Intentas justificar tu torpeza con galantería burda?
-              Pues sí, no tengo otra. Llevo una mañana redonda, redonda.
-              Me duele la cabeza del golpe que me has dado, mi mañana no es mejor que la tuya… mejor lo dejamos aquí.

Y sin decir más, se levantó con toda la dignidad que le fue posible recoger en ese momento y anduvo hacia la salida a la pata coja a falta del zapato.


Dos meses más tarde,  un domingo al mediodía en una pastelería del mismo barrio, se volvieron a encontrar. Y los dos al unísono y después de más de veinte minutos de cola, pidieron a diferentes dependientas la única coca de LLavaneres que quedaba en toda el establecimiento. María y Marta cruzaron sus manos sobre la misma bandeja, se miraron e intentaron salvar la situación entre ambos clientes, proponiendo otros dulces con sus mejores sonrisas.

-              ¿Otra vez tú? -Marcos se giró y le preguntó a Silvia.
-              ¿Otra vez tú? – Cuestionó ella al mismo tiempo.
-              Parece que estamos condenados por un destino cruel a encontrarnos en los momentos más inoportunos y con los motivos más oportunos.
Ella, sabiéndose descortés en el anterior encuentro, muy amablemente se decidió por un tortel de nata y le dejó la coca; puestos a celebrar con dulces, daba igual el objeto porque el destinatario era diabético. Y diciendo:
-              Por esta vez pasa, pero la próxima me toca a mí.
-              No creo que haya una próxima vez, saldríamos de las estadísticas. De todos modos, te lo agradezco y deseo que disfrutes de tu tortel. Feliz domingo.

Y, cogiendo su coca bien envuelta, salió del local dedicándole una de sus mejores sonrisas. Por esta vez había ganado, estaban en tablas hasta la siguiente que deseaba que no sucediera nunca.

                                                      
Marcos llevaba unos meses deprimido. Susana, su prometida, valorando todas las posibilidades había decidido que su gran amigo era mejor partido que él. Y allí lo dejó remendando sus heridas. Siempre la había visto un poco egoísta, pero nunca pensó que ambos pudieran hacerle algo así. Llevaba meses alicaído y era el momento de cerrar ese capítulo doloroso de su vida; y decidió tomarse unas vacaciones por el norte. Algo rural le vendría bien.


Silvia, aprovechando unos días de vacaciones pendientes aún de estío, decidió tomarlos y desconectar en plena naturaleza. Mirando escapadas para la montaña, odia la playa, aprovechó una oferta de internet, un todo incluido a los Picos de Europa.

El día señalado para la llegada aparcó su diminuto y cochambroso coche de incontables manos sobre la una del mediodía en el aparcamiento del hotelito rural La Carambola. Estaba lleno, no cabía un alfiler.
Subió su pesado equipaje hasta recepción, no entendía cómo pesaba tanto si sólo iba al campo.
La atendió una mujer de mediana edad, muy amable que, con sonrisa agradable, le extendió la llave de la habitación número 205 de la segunda planta, deseándole una feliz estancia.
                                             
Marcos no confiaba mucho en las ofertas chollo ofrecidas por la red, pero ante el precio de la estancia recibido por email de la web chollobarato.com, no pudo resistirse y sin demasiadas cavilaciones, sacó su tarjeta oro y, dando hasta el número indescifrable de la parte de atrás, compró el paquete vacacional.
Después de viajar unas cuantas horas con tranquilidad, llegó a su destino y aparcó donde meramente pudo. Eran cerca de las tres de la tarde y traía hambre de lobo: las últimas  tres horas no había parado ni para tomar un café, estaba realmente cansado.

Pasó por recepción, lo atendió un chico joven hijo de la propietaria y le dio la llave de la habitación, advirtiéndole de que en la oferta adquirida era habitación compartida. Marcos intentó, aun pagando el suplemento,  adquirir una individual. El inexperto muchacho le dijo que era imposible, estaban al completo, eran las fiestas de la patrona del pueblo, la Santa Virgen de los Rocambolescos Reencuentros y no cabía un suspiro. Se deshizo en excusas, pero no hubo manera de hacer cambio alguno.

Marcos, resignado, cogió la llave de su habitación y su equipaje dirigiéndose a la segunda planta del hotel.

                Al entrar en la habitación se fijó en las maletas del que sería su  compañero de habitación. Por sus tonos rosas y blancos, dedujo que era chica. Sin darle más vueltas, bajó al comedor y degustó el plato del día: unas buenas lentejas, guisadas con todo el acompañamiento posible, morcilla, chorizo, oreja y tocino. Después de repetir del maravilloso guiso volvió a su habitación. Con la comida, vino y digestivo final, tenía un sueño delicioso y, tirándose en la cama, se dispuso a hacer la siesta, o seguir durmiendo ya que últimamente iba con el horario cambiado y esa mañana no había podido descansar las horas necesarias.

                A media tarde, Silvia vuelve de su primera excursión de reconocimiento por la zona. Ha disfrutado de paisajes idílicos, verdes prados, aire puro y se siente despejada. Abre la puerta de su habitación, y madre mía, qué olor. La cama vecina está ocupada por un individuo que duerme con ropa de calle, apesta a pies y algo más. El tipo habrá comido gloria pero no me veas. Silvia sale de la habitación sin encender la luz y baja al bar del hotel para hacer un poco de tiempo.

                Marcos se despierta descansado pero con la cabeza embotada, efecto común de una larga siesta. Quiere cenar tranquilo y salir un rato, así que decide darse una ducha. El lavabo está bien reformado, hay champú y gel preparado, y se mete en el agua rápidamente. Se relaja durante un buen rato. Antes de cerrar el grifo, mira que no le quede jabón, y ve que está medio empalmado. Eso es buena señal. Cierra el agua y se pone a secarse. Entre el roce de la toalla, la canción del hilo musical, bueno que está caliente.

                Silvia entra en la habitación, el compañero no está, y con el té que se acaba de tomar, uff… a la taza corriendo. Empuja rápido la puerta y se baja sus shorts. Cuando mira al lavabo ve al compañero pájaro en mano. Dios que situación, ella con los shorts a media pantorrilla, y el chico todo duro. Rápidamente se sube los pantalones y sale corriendo.

Qué vergüenza y qué fantástico a la vez, su compañero , es joven apuesto, con un cuerpazo y una buena herramienta. El fin de semana promete, necesita tomar una copa. Y baja al bar del hotel. Se pidió un Manhattan e intentó relajarse. Cómo iba a comportarse con su compañero de habitación durante el resto de la semana, sin poderse quitar esa imagen de la cabeza.

Marcos se vistió y se dirigió al bar, intuyendo que la encontraría allí, y en efecto estaba en una mesa del fondo, como queriéndose esconder. Se aproximó a ella y le dijo:

-              Mi nombre es Marcos y en vista de las circunstancias en las que nos encontramos, y temiendo que esto es una conspiración malvada del destino, ¿no sería mejor llevarlo bien?
Ella se quedó pensativa, como valorando todas las posibilidades.
-              Me llamo, bueno, mejor me llaman, aún no ando tan loca, Silvia.
-              Un placer conocerte oficialmente – le dijo Marcos sonriendo y extendiendo su mano para ser estrechada.

La chica le estrechó la mano y él sonrío a su vez, ambos sabían con ese contacto que era un nuevo principio, un nuevo encuentro y una nueva oportunidad. Y que era inútil luchar contra el destino.


Laura, Eduardo y Joan.



jueves, 15 de mayo de 2014

El ladrón silencioso




Mi abuela era una de esas mujeres que llamamos de carácter, de nacimiento y obligada por las situaciones: era la mayor de siete hermanos y se quedó viuda en la posguerra con tres niños que criar. Eran épocas de hambre.

 En aquellos tiempos la ciudad no era como es ahora, todo bloques de pisos, sino que en las afueras, tocando con los campos de cultivo al margen del río, mucha gente humilde vivía en casitas bajas. Eran algo más grandes que las chabolas, con cocinas económicas, y sin campanas extractoras, suplidas por una ventana encima de los fogones.

                Así pues, y forzada por las circunstancias, mi abuela consiguió trabajo por las mañanas, a donde acudía dejando a los niños a cargo de la mayor de poco más de siete años y supervisado por una vecina que les daba un vistazo de cuando en cuando.

                Cuando se iba solía dejar el caldo cociéndose, y así, al regresar se encontraba con la comida casi preparada.

                Todo fue bien durante un tiempo, hasta que un día, al volver, se encontró con que le faltaba la pelota de carne del caldo, cosa que empezó a repetirse bastante a menudo.

                No sabía qué pensar: confiaba plenamente en la vecina, los niños eran demasiado pequeños y aseguraban no saber nada, y aunque por allí pasaba  gente que iba a los campos a trabajar, dudaba de que ninguno de aquellos fuera el responsable, ya que los conocía y creía que, aunque alguno fuera capaz de hacerlo, ninguno se atrevería a hacer algo así delante de los demás.

                La situación se repitió durante un tiempo hasta que, harta, pidió un día de fiesta, que le concedieron tras explicar lo que pasaba.

                Así pues, sin decir nada simuló que se iba a trabajar, y se quedó escondida a ver qué pasaba con la pelota.

                Estuvo escondida durante unas horas, observando la casa desde lejos, contemplando el panorama y mirando a un gato que daba vueltas por ahí, hasta que se puso encima del alféizar de la ventana tumbándose cómodamente.

                Cuál sería su sorpresa cuando, al cabo de un rato, vio que el gato se desperezaba, se puso a observar la olla y aprovechando los movimientos producidos por el hervor del caldo, al borboteo la pelota de carne, subía y volvía a bajar, de un rápido movimiento, con la garra, “pescó” la pelota y se puso a comer  con la mayor tranquilidad.

                En fin, como ya he dicho, mi abuela era una mujer de mucho  carácter.

                Al día siguiente los niños se llevaron una gran alegría, porque en aquellos tiempos de tanta escasez, y sin ser fiesta señalada, tuvieron cazuela de conejo de tejado en salsa para comer.


Albert Gran

lunes, 12 de mayo de 2014

El peso de todas las palabras - Cascos en el albero




Sin fuerzas para levantarse en aquella cuadra esperaba, sin saberlo, que un pincho se le clavara entre los ojos. Existen historias que se cuentan entre nanas y decisiones. Otras se expresan como en una cuerda amarrada al cuello, la que rige tu destino. Ésta es una de esas historias.

No eligió cómo nacer, como nadie lo hace, pero nació libre. Nació en campos extensos, viviendo en el calor protector de una yegua, siguiendo la carrera de una manada. Aprendiendo las normas sociales de los equinos. No es casual desconocer una propiedad hasta que se pierde. Fue una fría mañana, antes que la luz velara la oscuridad, cuando su cuello sintió que nunca más volvería a ser libre. Simplemente llegaron, acorralaron a la manada y anudaron el lazo a su cuello. Sus esfuerzos eran inútiles, sólo era un potro y la suma de muchas manos consiguieron empujarle a un cubículo que fue cambiando los olores que llegaban del exterior. La hierba húmeda iba desapareciendo, se transformaba en tierra cada vez más yerma; en asfalto, cemento y humo. Finalmente, cuando su cuerpo se detuvo dentro del remolque, no pudo reconocer el rocío que llegaba a su hocico. Se abrió la puerta, el sudor de los captores le espantó y le animó a salir a un aire desconocido. Corrió, pero no existía dirección, siempre encontraba un madero que le paraba el paso. Creyó vivir allí olvidado, buscando una puerta que no encontraba, pero que fue el acceso del cercado que limitaba el camino a su pasado. Sin acabar de comprender las normas de su especie.

El sudor volvió a situarse delante de él. La cuerda, que desde aquella mañana le estuvo abrazada, se tensó. Sus patas no conseguían dar un paso atrás. Notaba cómo iban entrando los clavos, uno a uno, por sus cuatro cascos, poniéndole un hierro que le aislaba de ese suelo. Sintió como un chasquido transformaba el rumor lejano que venía de la autopista, en dolor para sus oídos, que se trasladaba a su lomo cada vez que la tira de cuero golpeaba su pelaje. Galopaba, trazando círculos del radio de la cuerda que ordenaba su domador. Se sobreponían huellas sobre huellas, hasta que no quedó nada de aquella tierra sin pisar, hasta que su color blanco moteado estaba totalmente empapado.  El cansancio se apoderaba de él. Cuando ya sentía desfallecer, los golpes cesaban, el galope dejaba de retumbar sobre sus herraduras, y liberado, sólo podía buscar un trozo con plantas para descansar.  No encontró un parapeto que le cortara el viento en invierno, ni una sombra que le ayudará a escapar del abrasador sol.  Tras dos años,  quedó tierra hendida por donde pasaron sus patas. A un lado de la soga, se encontraba el poder del látigo. A la otra un carácter que quedó indomable.

Siguió al domador, con movimientos nerviosos, alejándose del cercado, tan cerca de él, que notaba la intensidad de su olor como no lo había hecho antes.  Al fondo, acercándose a cada paso, la gran lona colorida, con su mástil central sobresaliendo  y recogida por un punto mostrando una oscuridad en el interior. Accedió, levantando con sus cascos una ligera capa de polvo, de arena del albero.


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Al camarero de amplia sonrisa le tienen barriendo un rincón del local. Levanta las motas que brillan en la columna de luz que hace florecer la penumbra. Se mueve de espaldas a mí, sobre el suelo ajedrezado, deslizándose entre cuadros blancos y negros, aferrado a la escoba y deslizándola suavemente para no despertar los ruidos que están aletargados hasta la hora que las tazas blancas vuelvan a chocar con los platos.

Siento todos los sonidos agazapados en mi cuello. Los sonidos que no he emitido y los que no he escuchado.  Arañan mi garganta en forma de sollozo. Me hiere cualquier  “te quiero” que no se pronunció y el sonido de un beso que no fue. Sangra en mis entrañas el torso de unos dedos acariciando mi cara, ese leve sonido que me habla de una respiración cercana. No puedo evitar resumir lo pasado en el llanto de lo no escuchado, en las palabras que quedan aquí guardadas, y no sé si quedarán. Siento el peso de todas esas palabras. Me arrastran al mismo fondo de mi propio ser, donde reina la oscuridad de la incerteza, donde es insignificante juntar dos letras, porque ahora no me explican nada y no hay forma de que pueda entenderlo. No quiero sentirme una ciudad visitada, no quiero que nadie venga a admirar lo que se construyó para mirar con pena lo que hay.

Pasa el paño sobre las mesas de frío mármol, alineadas en un perfecto orden, con su blancura mirando hacia el techo, no puedo evitar ver un camposanto.  Veo a corrillos de personas en constante cuchicheo, vestidas de colores respetuosos  y, aunque no tiene que ser ese mi futuro más cercano, las miradas esquivas y las voces bajas están ahora en mi presente.

Mírame camarero, hazme real, explícame con tu mirada el ruido que hace el tiempo que se me escapa. 


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Allí en la penumbra  vinieron cientos de olores,  a otros animales, a comida desconocida, a sudores, parecidos al del domador, pero sin ser el suyo. Vio por primera vez la gradería, vacía. Sólo la madera desnuda, trazando un círculo perfecto en varios escalones. No había mucha actividad, poco movimiento, y la pista, totalmente vacía.

Empezó a dar vueltas. Al principio despacio, hasta que el chasquido, que se volvía con el eco del sonido rebotado en la tela, le hizo acelerar el paso. Se iba adaptando a cada vuelta, a correr al lado del bloque de madera, a correr con menos luz y reconociendo esos olores.  Aquel primer día no estuvo mucho tiempo, el que consideraron suficiente para que se fuera acostumbrando a su lugar de trabajo, a empezar a respirar aire mezclado con albero y a conocer el poder que puede llegar a tener una fusta.

Los días empezaron a convertirse en una rutina, pero no en una costumbre para su carácter. El entrenamiento se iba haciendo más duro conforme pasaba el tiempo. Se iban acumulando los golpes en su pata delantera para que hiciera reverencias  a una muchacha fina de media melena morena.  Cada vez se hacían más dolorosos los pinchos clavados en su costado, y los tirones en su mandíbula para conseguir que frenara en seco.  Aprendió a sentarse a base de reconocer el dolor, y a mantener un ritmo de una música cansina, subido sobre una plancha que le transmitía calor. Aprendió a moverse con otros caballos, y con gente que transitaba sobre el polvoriento suelo. Sólo, de tanto en tanto, tenía la suerte a su lado y recibía una canasta con mandarinas, donde saciaba su hambre, y el olor de sus flores le devolvía al calor de una yegua.

Antes de salir el sol le metieron en el mismo cubículo. Volvió a sentir el movimiento bajo sus pies, y el incesante cambio de aromas. Permaneció allí, sin espacio, un tiempo que le pareció interminable, entre bamboleos y escasos momentos de quietud. Al bajar, ya  nada le pareció igual, ya no estaba el cercado que le permitía descansar de la cuerda atada al cuello. Le ataron a un carro, y el resto de aquel día fue para ayudar a montar el circo.

Pasó la noche en una cuadra con las paredes rozándole los costados, escuchando los relinchos que le venían de sus lados y la certeza de que, a partir de esa noche, los días no volverían a ser iguales.  Al amanecer, le sacaron y atado a un poste, tuvo una insuficiente ración de comida y de agua. Veía mucha gente que se iba moviendo a su alrededor, con miradas curiosas, con dedos que señalaban y con nuevas vueltas al recinto de las gradas, pero ahora, lo sentía diferente, y no tenían el mismo olor.

Empezó a sonar la música, y las luces de la carpa se encendieron. Estaba nervioso. Notaba una excitación en el resto de animales. Aquellos nervios le contagiaban. Llego la hora de su debut. Salió a la pista, con una manta blanca colgando por sus costados, con una línea dorada marcando el contorno, unas plumas del mismo color, cogidas grácilmente a su cabeza y con la muchacha de pie sobre su lomo, con el ritmo que le quemaba en la piel, y dando vueltas sobre la pista, con el recuerdo de los pinchazos, entre los aplausos  de los que estaban sentados en las gradas, y el recuerdo de los golpes facilitándole el trabajo.

¿Cuánto vale la sonrisa de un niño?


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El humo se aleja de la boca del camarero mientras los niños se esconden detrás de la falda de sus madres. La puerta del bar se cierra tras de mí, y el camarero, y la distendida compañía, se despiden con leve gesto de cabeza. Vuelvo a casa, pero no sé definir el camino. Puedo controlar la distancia entre las calles mal planeadas de esta ciudad. Recorrer más o menos espacio, pero no consigo ver la importancia de los pasos recorridos. La dureza del suelo está en cualquier dirección que coja. Me rodearán los mismos ruidos, los mismos coches, los mismos gritos, y la misma camiseta que se agita sobre mí para poder ser tendida en toda su amplitud. No hay diferencia entre el color del pavimento, ni de las fachadas, y en cada escaparate que me cruzaré sólo veré la importancia de mi reflejo en la cristalera.

Cuando no existe dirección que coger, cualquier camino deja el regusto amargo del café que me acabo de tomar. No quiero esconderme tras mis decisiones, quiero enfrentarme a ellas, a buscar un destino que está por decidir,  ahondarme entre amistades que se hacen distantes, ilusionarme en mis días laborales e irme a dormir cuando el cuerpo me dice Eva: que ya no puedo más.

No todas las decisiones que marcan mi vida pueden ser mías. No puedo marcar ni los días, ni las noches. Ni cuando es sábado o lunes.  Pero sí puedo centrarme en lo que me corresponde. La luz es sólo una respuesta a la oscuridad, y los esfuerzos puedo centrarlos en encontrar el interruptor.

Tampoco puedo engañarme y verlo fácil, ahora no sé definir el camino. Me conformaría que la sombra que provoca un arco, me aliviaría un instante de este sol abrasador.


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A las cuatro horas volvió a repetir el número. Otra vez volvió a sonar la música, volvió a quemarle las patas, y sintió la ligera muchacha clavando los pies en su lomo. No hay nada como el recuerdo para facilitar el trabajo.

Vivía en un carrusel sin fin. Subía al cubículo, arrastraba para montar el circo, dormía con el roce de las paredes y el látigo le mostraba la hora de despertar. Recorrió la pista miles de veces, aunque las patas le pesaran, aunque el sudor le camuflara el color, aunque los aplausos le retumbaran en los oídos.

El destino puede ser una ruleta con forma de pista. La fortuna quiso que una noche su historia tuviera que reescribirse. El dolor de una pata trasera le hacía cojear. Nadie se fijó, y aunque así hubiese sido, el espectáculo debe continuar. El número se iba haciendo con total normalidad, pero su cojera se iba pronunciando. Al ponerse sobre las patas traseras, el dolor no pudo soportar el peso. No siempre es suficiente el recuerdo para facilitar el trabajo.  Las carcajadas de un público poco entregado ridiculizaron a un domador que se pensaba que el éxito es reverenciarse ante una gente que aplaude.

Amaneció encerrado en la minúscula cuadra, la misma donde pasó el resto del día siguiente. Al caer la noche, la música volvió a sonar, y él se movió al ritmo de lo aprendido. Estaba encerrado en la cuadra, marcando los acordes sobre el estiércol, y allí quedó durante muchos días. Hasta que un sudor totalmente nuevo arrastró de él y le alejó del olor de la tierra de albero.


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La cera sobre el plato es lo único que queda de la vela perfumada. Aún puedo sentir su olor. ¿Cuánto tardará el tiempo en acabar de desvanecerla?  No creo en más juez que él, el tiempo. Fue el tiempo quien deshizo el remordimiento de los actos que no he aprobado. Y sólo él me ha traído a la confortable casa que forman estas cuatro paredes. Me gusta ver la cortina moverse en la corriente de la ventana entreabierta. Me gusta ahora, en este momento, en este segundo insignificante, porque es ahora cuando ocupa mi mente. Posiblemente, el tiempo, se encargará que la cortina quede quieta en la memoria. 

No consigo recordar cada instante que he vivido, ni tan sólo puedo estar segura de recordar todos los importantes. Quedan los significativos, pero no puedo jurar que todos los trascendentes estén presentes.  ¿Es eso el olvido? ¿Borrar momentos importantes? ¿Dejar momentos significativos? De mi boda, tengo los momentos que la formaron, pero me falta mucho tiempo de ese día. No estoy horas recordándola, y cada minuto fue importante. Sólo instantes, con un marco de felicidad. Mucho más importante fue el nacimiento de mi hijo, y todo su crecimiento. Instantes. Del divorcio, no hubo tal marco. Los momentos se me alejan en el tiempo, y todos están muy distanciados entre sí. De la hipotenusa que junta esos catetos, quedan instantes con marcos de diferentes tipos, momentos olvidados, importantes, significativos.

¿Qué tiempo soy? ¿Importante, significativo?  ¿Recordaré el sonido del teléfono que ahora me rescata del olvido?


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Quedó estribado y atado en un descampado que más parecía un vertedero que un prado. El nuevo dueño casi nunca estaba y, cuando estaba, era un cuerpo sin apenas movimiento. Se alimentaba de las hierbas que se escapaban de la suciedad, y de lo poco que tenía a bien darle. Aprendió a no acercarse, porque siempre acababa alejado a palos. Aprendió a temer al humo, porque el fuego quema. Apenas consiguió ser desahogo de golpes, y diana cuando no estaba lo suficientemente cerca. Y olor a chamusquina, cuando el día de su propietario no había sido bueno.

El carácter del caballo se vio imperturbable. Las heridas de las estriberas nunca acababan de curarse, y se movía a golpe de cuartos traseros, con el recuerdo de la pata dolorida. Hasta que una noche, una reunión de amigos, no encontraron mejor diversión que un caballo que mostraba las costillas de su contorno. Siempre hay quien encuentra valentía detrás del alcohol. Uno hubo que se subió, que golpeó en los costillares, que sonreía y saludaba, que provocó un ritmo compasado que despertó la memoria del equino. Ahora, no vivía en un circo. Se levantó sobre sus patas traseras, al igual que hacía antes cuando se lo ordenaban. El chico no supo guardar el equilibrio, y cayó hacia atrás. El caballo le propinó una coz cuando casi no le había dado tiempo a sentir el golpe sobre el suelo.

Fue la policía quien tomó la decisión de llevarlo a la cuadra. No tenía papeles, ni el propietario medios para mantenerlo. Los de la ambulancia se llevaron al muchacho, cuando ya había recobrado la conciencia.  Al caballo le volvió a cambiar el destino, estuvo metido en aquellos tres por cinco metros, sin apenas ejercicio, durante un año, esperando que el pincho acabara con su sufrimiento.


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Dime que te vas a quedar conmigo. El olor de la flor a mandarino de aquella mujer, le trajo la frescura del prado que se mantenía en su recuerdo. Sólo necesito un compañero. No tenía fuerzas para levantarse. Dime que mi amiga se acordó de mí, porque yo no me voy a olvidar de ti. Él la miraba, y respiraba, y olía. Me voy a quedar aquí contigo. No dejaba de mirarla. Ya no siento el peso de todas las palabras que no he dicho. No quitaba la mirada de ella. Ayúdame, quiero vencer esta enfermedad.

Mientras el sol descendía en el horizonte, tuvo un nuevo cambio de destino, tuvo una mirada y un tiempo de confianza. Tuvo, sin saberlo, una cuerda que se cayó al suelo, y fue mucho más que el tibio alivio de la sombra de un arco en un día caluroso de verano.

Eres la bifurcación que ha desaparecido, por eso, tú  a partir de ahora, serás Camino.


* Basada en hechos reales.


Jaime Ernesto