jueves, 1 de mayo de 2014

La pelota roja




La pelota roja caía rebotando en cada uno de los peldaños de la escalera comunal. Cada bote acompasaba el latido de mi corazón. Aquella era una de esas ocasiones, escasas, en que podía sentir cada pulsación, cada una, golpeando en mi pecho.  No importaban las marcas que la pelota tatuaba en las paredes, ellas creían estar decoradas por lápices de múltiples escolares. Antaño fueron de algún color pero hasta hoy no me había parado a pensarlo.

Pasó la pelota. No intenté cogerla. Me levanté porque el hijo del vecino saltaba,  peldaños más atrás que su juguete, y ya llegaba a mi posición. Le miré con envidia. Él no. Envidia por no tener que olvidar el futuro, envidia por no tener que inventar el pasado, envidia por poder reinventar el presente. A cada momento, sin consecuencias. Envidia pura y rencorosa. Envidia por pensar en palabras que él ni tan sólo tiene conciencia de que existen.

Arriba una puerta que se cierra, despacio, casi sin levantar aire. Un pequeño golpe narra el encuentro de metal contra metal; seguidamente escucho perfectamente de qué forma, madera y marco han quedado perfectamente encajados. Unas llaves ocultan el silencio con la última vuelta, haciendo notar el giro de la cerradura. Una mano parece acariciar una puerta de madera. Unos zapatos emiten eco mientras se dirigen a la escalera. Un paso deja de estar en el aire para tocar el suelo. Toc. Una mano recoge para sí todo el peso de un cuerpo. Débil y castigado, se arrastra por la barandilla cambiando fricción por calor. Ñiiiic. El otro pie es el que ahora se agita lentamente en el aire. El eco, extinguido, vuelve a generarse. Mi corazón latía al ritmo de haber subido la cuesta más empinada.      

Yo la esperaba abajo, con la maleta haciéndome compañía en el tiempo y ocupando un espacio que la fortuna tuvo a mal que ocupara. El niño aplastaba las palmas de su mano contra el vidrio de la puerta. Encogiendo y estirando los dedos, parecía intentar coger ese cristal, quizá para que le dejase paso, para buscar otro mundo allí fuera. La pelota, ahora pisada, agonizaba en un rincón, abierta en dos mitades y con el olvido por destino.

Al llegar me levanté y le extendí mi brazo, para que se cogiera. Un pañuelo negro anudado a su cabeza era el constante recuerdo de lo vivido en los últimos meses. Intentaba buscarla, a ella, pero la cara demacrada de pómulos hundidos, tez desteñida y ojos opacos, me situaban una y otra vez en una habitación de paredes blancas, que mortecinamente, iba perdiendo la luz, una tarde tras otra. No hablamos una sola palabra camino al coche. Al encontrarnos en la calle pude ver los ojos curiosos del vecino, ávidos y convirtiéndome en tan transparente que se pudiera decir que únicamente fui parte de un sueño.

El sol brillaba, mostrándonos el mundo hasta donde los ojos y los edificios nos permitían ver. Las luces de emergencia golpeaban su luz intermitente contra nuestros cuerpos y contra la maleta. Tuve que ayudarla a sentarse, atarle el cinturón de seguridad, acariciarla, sólo con las yemas de los dedos, y besarle la piel de la frente que tímidamente escapaba del pañuelo.

Quiso llevar la ventanilla abierta, dejando entrar el aire corrompido del exterior. Agitaba suavemente la mano delante de la ranura, sintiendo que estaba viva. Curioseaba, se despedía, de cada cruce, de cada cara anónima que entraba o salía de los múltiples locales que se adentraban en los edificios. “Mira, allí fue donde compraste el bolso” pensaba yo, “adiós”, creí que lloraba ella, “el cine, el nuestro”, “adiós”, “el restaurante de nuestra cena de auto-bienvenida al barrio”, “adiós”…

La luz que nunca debió cambiar a verde indicó que podíamos seguir avanzando, en silencio, siempre en silencio, por el asfalto. Decidí no mirarla. Construí un asiento vacío a mi lado. Abría, mentalmente, el álbum tantas veces manoseado por la esquina. Se esbozaba mi mano sobre la primera foto. Me volvía a imaginar, qué vestido llevaba puesto, qué color tenía su cara, de qué color murió su pelo…

No necesito ese futuro, de verdad, te lo puedo prometer a ti, y a cualquiera que quiera escucharlo, no necesito un futuro brotado entre fotos miradas con la lente que da una lágrima.       

Hacía sol, pero mi alma se resguardaba en una tarde húmeda, plomiza, regada de despedida. Me sorprendí cogiéndole de la mano, como queriendo empujar cada gramo de oxígeno que me quedase dentro; para deshacer el nudo apretado con unos dientes demasiado fuertes para poder hacerle frente. Intenté dar un repaso, a palabras, periódicos, películas, momentos, comidas, amigos, dudas… Cualquier cosa que acompañase una conversación, aunque naciese inútil, acomplejada, pero dio igual, mi garganta solamente pudo emitir un suspiro.

Ya sólo unos escasos metros nos separaban de la mole de hormigón que teníamos fijada como destino. Paré a un lado. Ahogué el sonido del motor. Había olvidado las gafas de sol, o puede ser que pensase que no le volverían a hacer falta, o tal vez, simplemente, necesitara una realidad de color puro. No pude soltar el volante, no hubo necesidad, ni hicieron falta caricias, ni un abrazo, ni una mirada a los ojos. Mirábamos un perro unido con su cadena al dueño, un niño corriendo tras su madre, un conductor descargando su prisa contra el claxon, un árbol, batas blancas moviéndose caóticamente bajo las ventanas de las habitaciones blancas que, a estas horas, van esperando que se empiece a colar la luz mortecina.

Su mano sobre la mía, una sonrisa medio torcida indicó que podíamos seguir adelante, sin acelerar, sin recortar ni un solo segundo, no hacía falta.

Aparqué justo en la puerta, la ayudé a salir lo más tiernamente que pude: un beso y un susurro casi como si fuese un secreto, “ahora subo.”  Un beso y la piedad de una mentira, “mejor ahora bajo yo.”

Quedan esperanzas y me aferro a ellas con uñas y dientes, porque sé que nunca hay que compartir el destino de una pelota roja.


Jaime Ernesto

4 comentarios:

  1. Es un relato ameno y cargado de esperanza. Me ha gustado mucho. Mil gracias por compartirlo con nosotros.

    Un beso

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  2. Me ha parecido un relato desgarrador e intenso que transmite sentimientos duros pero con un cáliz de ternura muy acertada. Muy bien contado, gracias por compartirlo.

    Saludos

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  3. Muy bonito y muy triste. La esperanza es lo último que se pierde.

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  4. Muy emotivo desde el inicio hasta el final. Realmente bonito.

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