La pelota roja caía rebotando en cada uno de los peldaños de la
escalera comunal. Cada bote acompasaba el latido de mi corazón. Aquella era una
de esas ocasiones, escasas, en que podía sentir cada pulsación, cada una,
golpeando en mi pecho. No importaban las
marcas que la pelota tatuaba en las paredes, ellas creían estar decoradas por
lápices de múltiples escolares. Antaño fueron de algún color pero hasta hoy no
me había parado a pensarlo.
Pasó la pelota. No intenté cogerla. Me levanté porque el hijo del
vecino saltaba, peldaños más atrás que
su juguete, y ya llegaba a mi posición. Le miré con envidia. Él no. Envidia por
no tener que olvidar el futuro, envidia por no tener que inventar el pasado, envidia
por poder reinventar el presente. A cada momento, sin consecuencias. Envidia
pura y rencorosa. Envidia por pensar en palabras que él ni tan sólo tiene
conciencia de que existen.
Arriba una puerta que se cierra, despacio, casi sin levantar aire.
Un pequeño golpe narra el encuentro de metal contra metal; seguidamente escucho
perfectamente de qué forma, madera y marco han quedado perfectamente encajados.
Unas llaves ocultan el silencio con la última vuelta, haciendo notar el giro de
la cerradura. Una mano parece acariciar una puerta de madera. Unos zapatos
emiten eco mientras se dirigen a la escalera. Un paso deja de estar en el aire
para tocar el suelo. Toc. Una mano recoge para sí todo el peso de un cuerpo. Débil
y castigado, se arrastra por la barandilla cambiando fricción por calor.
Ñiiiic. El otro pie es el que ahora se agita lentamente en el aire. El eco,
extinguido, vuelve a generarse. Mi corazón latía al ritmo de haber subido la
cuesta más empinada.
Yo la esperaba abajo, con la maleta haciéndome compañía en el
tiempo y ocupando un espacio que la fortuna tuvo a mal que ocupara. El niño
aplastaba las palmas de su mano contra el vidrio de la puerta. Encogiendo y
estirando los dedos, parecía intentar coger ese cristal, quizá para que le
dejase paso, para buscar otro mundo allí fuera. La pelota, ahora pisada,
agonizaba en un rincón, abierta en dos mitades y con el olvido por destino.
Al llegar me levanté y le extendí mi brazo, para que se cogiera. Un
pañuelo negro anudado a su cabeza era el constante recuerdo de lo vivido en los
últimos meses. Intentaba buscarla, a ella, pero la cara demacrada de pómulos
hundidos, tez desteñida y ojos opacos, me situaban una y otra vez en una
habitación de paredes blancas, que mortecinamente, iba perdiendo la luz, una
tarde tras otra. No hablamos una sola palabra camino al coche. Al encontrarnos
en la calle pude ver los ojos curiosos del vecino, ávidos y convirtiéndome en
tan transparente que se pudiera decir que únicamente fui parte de un sueño.
El sol brillaba, mostrándonos el mundo hasta donde los ojos y los
edificios nos permitían ver. Las luces de emergencia golpeaban su luz
intermitente contra nuestros cuerpos y contra la maleta. Tuve que ayudarla a
sentarse, atarle el cinturón de seguridad, acariciarla, sólo con las yemas de
los dedos, y besarle la piel de la frente que tímidamente escapaba del pañuelo.
Quiso llevar la ventanilla abierta, dejando entrar el aire
corrompido del exterior. Agitaba suavemente la mano delante de la ranura,
sintiendo que estaba viva. Curioseaba, se despedía, de cada cruce, de cada cara
anónima que entraba o salía de los múltiples locales que se adentraban en los
edificios. “Mira, allí fue donde compraste el bolso” pensaba yo, “adiós”, creí
que lloraba ella, “el cine, el nuestro”, “adiós”, “el restaurante de nuestra
cena de auto-bienvenida al barrio”, “adiós”…
La luz que nunca debió cambiar a verde indicó que podíamos seguir
avanzando, en silencio, siempre en silencio, por el asfalto. Decidí no mirarla.
Construí un asiento vacío a mi lado. Abría, mentalmente, el álbum tantas veces
manoseado por la esquina. Se esbozaba mi mano sobre la primera foto. Me volvía
a imaginar, qué vestido llevaba puesto, qué color tenía su cara, de qué color
murió su pelo…
No necesito ese futuro, de verdad, te lo puedo prometer a ti, y a
cualquiera que quiera escucharlo, no necesito un futuro brotado entre fotos
miradas con la lente que da una lágrima.
Hacía sol, pero mi alma se resguardaba en una tarde húmeda,
plomiza, regada de despedida. Me sorprendí cogiéndole de la mano, como
queriendo empujar cada gramo de oxígeno que me quedase dentro; para deshacer el
nudo apretado con unos dientes demasiado fuertes para poder hacerle frente.
Intenté dar un repaso, a palabras, periódicos, películas, momentos, comidas,
amigos, dudas… Cualquier cosa que acompañase una conversación, aunque naciese
inútil, acomplejada, pero dio igual, mi garganta solamente pudo emitir un
suspiro.
Ya sólo unos escasos metros nos separaban de la mole de hormigón
que teníamos fijada como destino. Paré a un lado. Ahogué el sonido del motor.
Había olvidado las gafas de sol, o puede ser que pensase que no le volverían a
hacer falta, o tal vez, simplemente, necesitara una realidad de color puro. No
pude soltar el volante, no hubo necesidad, ni hicieron falta caricias, ni un
abrazo, ni una mirada a los ojos. Mirábamos un perro unido con su cadena al
dueño, un niño corriendo tras su madre, un conductor descargando su prisa
contra el claxon, un árbol, batas blancas moviéndose caóticamente bajo las
ventanas de las habitaciones blancas que, a estas horas, van esperando que se
empiece a colar la luz mortecina.
Su mano sobre la mía, una sonrisa medio torcida indicó que
podíamos seguir adelante, sin acelerar, sin recortar ni un solo segundo, no hacía
falta.
Aparqué justo en la puerta, la ayudé a salir
lo más tiernamente que pude: un beso y un susurro casi como si fuese un
secreto, “ahora subo.” Un beso y la
piedad de una mentira, “mejor ahora bajo yo.”
Quedan esperanzas y me aferro a ellas con uñas y dientes, porque
sé que nunca hay que compartir el destino de una pelota roja.
Jaime Ernesto
Es un relato ameno y cargado de esperanza. Me ha gustado mucho. Mil gracias por compartirlo con nosotros.
ResponderEliminarUn beso
Me ha parecido un relato desgarrador e intenso que transmite sentimientos duros pero con un cáliz de ternura muy acertada. Muy bien contado, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarSaludos
Muy bonito y muy triste. La esperanza es lo último que se pierde.
ResponderEliminarMuy emotivo desde el inicio hasta el final. Realmente bonito.
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