Es
temprano, demasiado temprano para mí. Pero hoy, tengo que hacerlo.
Acabo
de llegar de una noche de juerga con los amigos. Mi padre no se encuentra demasiado
bien y me ha dicho que tenía que sacar a
la perra a pasear. Tiene razón, pero maldito bicho, vaya unas ganas que tengo
de hacerlo. Así que la saco ahora, porque si me acuesto no me levanto.
Trato
de poner mi mejor cara. Sé que los animales captan nuestro estado de ánimo,
pero no puedo disimularlo. Se me nota el malhumor y el animal lo siente, pero
parece tan tranquila como siempre.
Decido
dar una vuelta rápida, que haga lo que tiene que hacer, y para casa.
Pasamos
por delante de un bar camino del parque. Veo gente tomándose el café mientras
esperan el autocar o lo que sea para ir
a trabajar, y me doy cuenta de que me miran. No me extraña, con la pinta que
llevo y con la perra tengo que resultar de lo más chocante.
Oigo
una voz dando el alto. Tardo un momento en darme cuenta de que es a mí, me giro
y veo a dos policías que se me acercan, con cara de que tampoco les gusta mucho
tener que madrugar. Supongo que son otros a los que les ha chocado mi pinta…
¿Qué
hace?
Pasear a la perra -qué pregunta más tonta, ¿es qué no la ven?-.
Documentación. La liamos, ¿dónde la llevo?, no me acuerdo. Siempre la saco
de la cartera cuando voy de copas, por si acaso. Empiezo a buscarla y uno me
empieza a mirar mal, el otro cada vez tiene más cara de sueño. Me acuerdo de dónde
la puse, en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta. Digo un “aquí”
triunfal y con rápido gesto me dispongo a sacarla. Error. No sé que piensa que
voy a sacar, pero el de cara de mala uva es más rápido que yo, me coge el brazo
y empieza a retorcérmelo. Segundo error. La perra también es muy rápida, y
además tiene dientes. Ya no me retuercen el brazo, un policía grita de dolor, el otro de susto,
y la gente que nos miraba desde el bar sale para ver mejor. Reacciono rápido,
calmo a la perra, que suelta el bocado sin dejar de gruñir, pido perdón al
policía -no sé por qué, es culpa suya-,
está cabreado, quiere matar a la perra, pero -Dios, gracias-, de entre los
mirones sale mi vecino -estudiante de derecho que trabaja de estibador para
pagarse los estudios-, y le comenta que no se olvide de poner en el informe que
él empezó el altercado al ponerme la mano encima. El herido le mira como si
también quisiera matarlo, pero el asustado, da un vistazo, ve la gente que hay
expectante, decide que es verdad y se lleva al compañero para que lo curen.
Le doy
las gracias al vecino, me dice que no es nada. Le comentó que con todo el jaleo
no les he enseñado la documentación. Se echa a reír. Me dice que he tenido
suerte, y se va a comentar la movida con sus amigos de café.
Estoy
solo, solo con la perra. Le digo: “En vaya follón me has metido”, y ella
me mira. Me mira con esa mirada mezcla de amor y deseo de saber si ha hecho
bien, que no puedo soportarlo. Se me anegan los ojos de lágrimas y le digo: “Sí,
has hecho muy bien, guapa”, le doy un beso en la cabezota, y me la llevo a
dar un largo, largo paseo por el bosque que hay en las afueras del pueblo.
Basado en hechos reales
Albert Gran
Me gusta como haces ir esta aventura con la perra, son tan nobles... Gracias por compartirlo con nosotros. Un besito.
ResponderEliminar¡Menudo enredo más divertido!
ResponderEliminarMe ha encantado. Y también me encanta que los perros no reconozcan a la autoridad, y más cuando abusan de ella.
ResponderEliminarFelicidades.
Genial.
ResponderEliminarGracias por los comentarios, me dan ánimos para seguir escribiendo, aunque reconozco que me cuesta bastante tener la inspiración necesaria.
ResponderEliminarSaludos
Albert Gran
Un relato muy divertido y bien contado, lo he pasado genial leyéndolo. ¡Gracias por compartirlo!
ResponderEliminarSaludos
Muchas gracias Fernando por tu comentario, me alegro que te haya gustado.
ResponderEliminarSaludos.
Albert