sábado, 5 de abril de 2014

Dos cuerpos distintos

Habían decidido reunirse aquella tarde. Sería la primera vez que compartieran un rato para sí mismos en intimidad, robarle un pedazo al tiempo de sus ocupadas vidas. Eso implicaba cierta clandestinidad. Esta tensión la excitaba, y llegó unos minutos antes de lo previsto.

Entró en el local, agradeciendo el fresco aire del climatizador, transpiraba, no lo veía pero intuía unas leves marcas de humedad en sus axilas; la fina blusa de seda verde se secaría pronto. Fue directa al baño y delante de un coqueto espejo ovalado retocó su natural maquillaje, mientras pensaba en este encuentro y los anteriores, fugaces y cómplices, que durante los últimos meses habían realizado en congresos y viajes laborales.

Cepilló su larga y lacia melena, y salió para sentarse en la mesa del fondo.

Lo vio entrar instantes después, con su mirada segura y su porte elegante, la barba incipiente, lo sentía tan hermoso.

Se sentó enfrente de ella, y sus miradas se encontraron en un corto e intenso saludo. Silvia desvió la mirada, no podía sostener esa luz que desprendían sus dispares ojos, uno azul y otro verde.

Él se dio cuenta.

La tarde fue cayendo plácida sobre los martinis, mientras las bocas pronunciaban palabras que nada decían de lo que ambos sentían. Pero los labios se anhelaban en gestos provocadores que dejaban poco espacio para la imaginación.

Pablo retiró, con gesto suave, un mechón travieso de cabello de la linda cara de Silvia, y ella sintió como una corriente eléctrica la recorría entera, el contacto la embriagó de un frenesí que desconocía. Y entreabrió sus labios a modo de invitación. Él se aproximó y la besó. No cabían dudas.

Se levantaron y, cogidos de la cintura, se alejaron hacia la solitaria cala mientras el crepúsculo los ocultaba de miradas indiscretas.

Al abrigo de la oscuridad, él desabrochó pausadamente, botón a botón, la blusa verde, mientras dibujaba una fina línea de suaves y dulces besos sobre su largo y blanco cuello, dejando al descubierto unos senos plenos y turgentes que Pablo moldeaba con sus grandes manos. Fue deslizándolas suaves hasta su ombligo y, de allí, a su humedad. Ella, al notar el contacto, emitió un breve gemido, levantó la mirada  y él observó por un instante la mueca de placer que revelaban los labios de ella. Enloqueció.

Y sobre la arena la tomó, mientras ella hundía las cuidadas uñas en sus amplias espaldas, dejando sobre la costa una gota de sudor de dos cuerpos distintos.

 Y como único testigo de ese encuentro, el firmamento estrellado.




Laura y Eduardo

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