Habían
decidido reunirse aquella tarde. Sería la primera vez que compartieran un rato para
sí mismos en intimidad, robarle un pedazo al tiempo de sus ocupadas vidas. Eso implicaba
cierta clandestinidad. Esta tensión la excitaba, y llegó unos minutos antes de
lo previsto.
Entró en el
local, agradeciendo el fresco aire del climatizador, transpiraba, no lo veía
pero intuía unas leves marcas de humedad en sus axilas; la fina blusa de seda
verde se secaría pronto. Fue directa al baño y delante de un coqueto espejo
ovalado retocó su natural maquillaje, mientras pensaba en este encuentro y los
anteriores, fugaces y cómplices, que durante los últimos meses habían realizado
en congresos y viajes laborales.
Cepilló su
larga y lacia melena, y salió para sentarse en la mesa del fondo.
Lo vio
entrar instantes después, con su mirada segura y su porte elegante, la barba
incipiente, lo sentía tan hermoso.
Se sentó
enfrente de ella, y sus miradas se encontraron en un corto e intenso saludo. Silvia
desvió la mirada, no podía sostener esa luz que desprendían sus dispares ojos,
uno azul y otro verde.
Él se dio
cuenta.
La tarde fue
cayendo plácida sobre los martinis, mientras las bocas pronunciaban palabras
que nada decían de lo que ambos sentían. Pero los labios se anhelaban en gestos
provocadores que dejaban poco espacio para la imaginación.
Pablo retiró,
con gesto suave, un mechón travieso de cabello de la linda cara de Silvia, y ella
sintió como una corriente eléctrica la recorría entera, el contacto la embriagó
de un frenesí que desconocía. Y entreabrió sus labios a modo de invitación. Él
se aproximó y la besó. No cabían dudas.
Se
levantaron y, cogidos de la cintura, se alejaron hacia la solitaria cala
mientras el crepúsculo los ocultaba de miradas indiscretas.
Al abrigo de
la oscuridad, él desabrochó pausadamente, botón a botón, la blusa verde,
mientras dibujaba una fina línea de suaves y dulces besos sobre su largo y
blanco cuello, dejando al descubierto unos senos plenos y turgentes que Pablo
moldeaba con sus grandes manos. Fue deslizándolas suaves hasta su ombligo y, de
allí, a su humedad. Ella, al notar el contacto, emitió un breve gemido, levantó
la mirada y él observó por un instante
la mueca de placer que revelaban los labios de ella. Enloqueció.
Y sobre la
arena la tomó, mientras ella hundía las cuidadas uñas en sus amplias espaldas,
dejando sobre la costa una gota de sudor de dos cuerpos distintos.
Y como único testigo de ese encuentro, el
firmamento estrellado.
Laura y Eduardo
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