Pinda vivía en tonos grises. Siendo aun una niña caía en
ella la responsabilidad de cuidar de su abuela ya anciana. Sus padres se fueron
cuando ella apenas era capaz de pronunciar un nombre para referirse a ellos. Su
vida transcurría entre las clases, de paredes manchadas de cientos de marcas
infantiles, y su casa de tabiques desteñidos por el tiempo.
Cuando sus obligaciones se lo permitían le gustaba salir a
pasear. Siempre iba hacia el sur, hacia el gran prado, buscando aire fresco y
colores vivos que no encontraba entre los muros que le cobijaba. A pesar de que
el sol ya había iniciado hacía rato el arco descendente, decidió cambiar.
Marchó hacia el norte, hacia el parque en el cual sus compañeros le decían que
se reunían a correr, a jugar, donde iban a divertirse después del colegio,
dónde le contaron que hacía mucho tiempo, al menos diez años, alguien puso un
columpio que colgaba de la rama de un gran roble para que los niños casi pudieran sentir que volaban.
Había llovido a lo largo de toda la mañana. Andaba con pasos
tímidos, cortos, sus piernas apenas llegaban a rozar el uniforme azul marino
con cuadros granates del colegio. Sus pies se iban hundiendo en la tierra
húmeda, de color marrón oxidado, levantando
a su paso el olor a hierba mojada que tanto le reconfortaba. Cruzó la
verja de barrotes metálicos, oyó el canto de una abubilla posada en una morera
frente a ella. La hierba tenía el color intenso que le da la limpieza del agua
que ha caído, las finas gotas de lluvia brillaban sobre las briznas, notaba
como le recorría ese olor limpio por todo el cuerpo, escuchaba el dulce canto
que le transportaba.
Buscando al ave cantarina algo la estremeció. Vio unos
extraños objetos volando por el cielo. Múltiples colores surcando el azul
pálido. Eran muchos y todos diferentes. Los había triangulares, con forma de
rombo, de pájaro con plumaje dorado como el oro, de dragón… Tenían infinitos
dibujos, que a su vez tenían miles de colores. Intensos y vivos, veía rojos,
azules, verdes; colores que se fundían en otros, arcoiris en los cuales no
podía ver ni el principio ni el final, un amarillo que se iba desgastando y
cambiando, al igual que su brazo, que se iba transformando desde la piel bañada
por el sol y lentamente iba mutando al blanco donde la luz del día rara vez
conseguía tocar. Las cometas bailaban,
subían, bajaban, parecía que paseaban por un laberinto imaginario. En
uno de los bailes, una cometa de color lila intenso se puso justo delante del
sol. Los rayos se filtraban por su cuerpo, haciendo que tuviera un color tan
intenso como nunca Pinda había visto. Su piel era de seda, quizá de la misma
seda que hacían los gusanos de la morera que estaba enfrente de ella. Las ondas
creadas por el viento iban surcando su cuerpo, creando los mismos dibujos que
se creaban cuando introducía lentamente su dedo en la bañera llena de agua.
Su inocencia hizo que creyese que era un sueño que volaba
libre, entonces vio que eran miles los sueños que volaban. Se estremeció cuando
pensó que dos sueños podían chocar. Quizá, razonó, cuando dos sueños
colisionaban se creara una pesadilla, un mal sueño de aquellos que le venía a
visitar tantas noches y tanto la angustiaban.
Pinda quedó petrificada, con la boca abierta, los ojos
brillantes, sin ser capaz de mover un músculo. Cuando el sol comenzaba a
desaparecer por el horizonte, cuando la cúpula celeste había adquirido un color
naranja intenso los sueños empezaron a desaparecer poco a poco hasta que no
quedó ninguno. Supuso que era el momento en que se iban a visitar las casas de los
otros niños.
Quería tener un sueño para ella sola. Se propuso cazar uno.
No sabía de qué manera, pero quería, poseer uno. Meditaba la de forma hasta poder llegar hasta ellos. Si quizá una
escalera con tantos peldaños como colores se paseara ante sus ojos, y llevara
un cazamariposas con ella hasta que uno de esos sueños se introdujera en él, o
construyera una catapulta que la lanzara a velocidad de vértigo hasta justo un
poquito más abajo de las nubes, y una vez allí, abrazarse fuerte a uno y no
dejarlo escapar jamás. A lo mejor podría atraerlos con comida, pero no sabía de
qué se alimentan los sueños.
Al día siguiente llovía pero eso no le impidió escaparse al
parque. Quería conocerlos, aprender cómo se movían, dónde se escondían, dónde
paraban a beber agua. Quería tener toda la información que pudiese, para hacer
la mejor trampa posible y al fin tener uno sólo para ella. Pero al llegar no
había ninguno volando. Puede que ése fuera el motivo, los días de lluvia la melancolía
habitara en los hogares, entre las mentes y los corazones de los hombres.
Al tercer día volvió a ver la danza de colores que tanto le
había maravillado. Un sueño la atrajo
especialmente. La cola cambiaba de colores a la vez que se movía como una
serpiente, empezaba en negro, para pasar a gris, a blanco, a magenta,
amarillo…, tenía forma de triángulo,
donde se iban repitiendo sin cesar los colores. Vio un hilo que estaba justo en
el centro del triángulo. El hilo se precipitaba hacia la tierra. Temió que los
sueños tuviesen propietario. Corrió hasta donde creyó que estaba el principio,
corrió como nunca había corrido, corrió incluso cuando perdió una zapatilla,
corrió tanto que creía que el corazón se le escapaba por la boca, corrió tan
rápido que creyó que las piernas le fallarían, corrió tanto que las piernas le
fallaron. De rodillas, vio que la cuerda nacía de la mano de un niño con el
pelo rojo intenso, vio una niña rubia de vestido azul corriendo despreocupadamente
y que de sus manos también salía un hilo que iba hasta el centro de otro sueño.
Jaime Ernesto
Me encanta
ResponderEliminarGracias Jaime, me gusta la sensibilidad que haces ir en este relato y la comparación de los sueños con las cometas, es original y precioso.
ResponderEliminarUn beso