miércoles, 30 de abril de 2014

Paseo matutino



Es temprano, demasiado temprano para mí. Pero hoy, tengo que hacerlo.

Acabo de llegar de una noche de juerga con los amigos. Mi padre no se encuentra demasiado bien  y me ha dicho que tenía que sacar a la perra a pasear. Tiene razón, pero maldito bicho, vaya unas ganas que tengo de hacerlo. Así que la saco ahora, porque si me acuesto no me levanto.

Trato de poner mi mejor cara. Sé que los animales captan nuestro estado de ánimo, pero no puedo disimularlo. Se me nota el malhumor y el animal lo siente, pero parece tan tranquila como siempre.

Decido dar una vuelta rápida, que haga lo que tiene que hacer, y para casa.

Pasamos por delante de un bar camino del parque. Veo gente tomándose el café mientras esperan  el autocar o lo que sea para ir a trabajar, y me doy cuenta de que me miran. No me extraña, con la pinta que llevo y con la perra tengo que resultar de lo más chocante.

Oigo una voz dando el alto. Tardo un momento en darme cuenta de que es a mí, me giro y veo a dos policías que se me acercan, con cara de que tampoco les gusta mucho tener que madrugar. Supongo que son otros a los que les ha chocado mi pinta…

¿Qué hace? Pasear a la perra -qué pregunta más tonta, ¿es qué no la ven?-. Documentación. La liamos, ¿dónde la llevo?, no me acuerdo. Siempre la saco de la cartera cuando voy de copas, por si acaso. Empiezo a buscarla y uno me empieza a mirar mal, el otro cada vez tiene más cara de sueño. Me acuerdo de dónde la puse, en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta. Digo un “aquí” triunfal y con rápido gesto me dispongo a sacarla. Error. No sé que piensa que voy a sacar, pero el de cara de mala uva es más rápido que yo, me coge el brazo y empieza a retorcérmelo. Segundo error. La perra también es muy rápida, y además tiene dientes. Ya no me retuercen el brazo,  un policía grita de dolor, el otro de susto, y la gente que nos miraba desde el bar sale para ver mejor. Reacciono rápido, calmo a la perra, que suelta el bocado sin dejar de gruñir, pido perdón al policía  -no sé por qué, es culpa suya-, está cabreado, quiere matar a la perra, pero -Dios, gracias-, de entre los mirones sale mi vecino -estudiante de derecho que trabaja de estibador para pagarse los estudios-, y le comenta que no se olvide de poner en el informe que él empezó el altercado al ponerme la mano encima. El herido le mira como si también quisiera matarlo, pero el asustado, da un vistazo, ve la gente que hay expectante, decide que es verdad y se lleva al compañero para que lo curen.

Le doy las gracias al vecino, me dice que no es nada. Le comentó que con todo el jaleo no les he enseñado la documentación. Se echa a reír. Me dice que he tenido suerte, y se va a comentar la movida con sus amigos de café.

Estoy solo, solo con la perra. Le digo: “En vaya follón me has metido”, y ella me mira. Me mira con esa mirada mezcla de amor y deseo de saber si ha hecho bien, que no puedo soportarlo. Se me anegan los ojos de lágrimas y le digo: “Sí, has hecho muy bien, guapa”, le doy un beso en la cabezota, y me la llevo a dar un largo, largo paseo por el bosque que hay en las afueras del pueblo.


Basado en hechos reales




Albert Gran

martes, 29 de abril de 2014

El secreto de Dulce



Aquella noche recordé la tarde de larga conversación con ella.

Llámame Dulce. Por qué llamarte Dulce cuando tu nombre es…

Pero lo cierto es que, mientras la escuchaba contarme sus andanzas, ella hablaba convencida de mi prudente decoro, pensaba en tomarla como a un dulce de leche. En nuestra templada primavera, ya quería verla tropical, y la imaginaba. Imaginaba el sujetador que definía sus formados pechos bajo la camiseta que invitaba a ver su piel más sensual. Una pieza, que permitiese un fácil desliz de la propia mano, como en un lapsus instintivo. Senos rosados y plenos sobre la mesa junto a mí. Ya pondríamos la foto con un fondo de mar en la pared sobre la cama, entre las estanterías, más tarde.

Seguía contándome cómo y por qué con su marido nunca se dejaba penetrar pero, aun así, él, la gozaba. No se queja, me dice, mientras me mira fijamente, y a mí se me aceleran las pulsaciones, atento a sus labios emitiendo una voz suave en un hilillo o seca y ferviente. ¿Y si me acerco? ¿Besar la rosa de su pezón, bajar mi mano por su abdomen abriendo el paso a saboreos cariñosos que se desatan en una lengua irreverente? Cosquilleada, excitada, tendida a merced del inicio del placer en la cama. ¿Y esa melena rubia que rodea sus ojos verdes? Quizá anuncie el color de los rizos salados bajo la parte inferior de su bikini…

Me sigue hablando de su marido, ahora dice que la asfixia; y a mí ya me da igual, de manera que, sintiendo vértigo en la boca del estómago, me lanzo hacia ella para descubrir que su sexo es luminoso como su rubio cabello, y me deleita con los hechos que han sido palabras sobre sus aventuras matrimoniales. Ella tan fiel, tan casta, tan diestra y sin embargo, tan aventurera.

Su saliva se desliza alrededor de mis labios y cuando la sorbo, noto su hálito y la escucho gemir y pienso, sí, yo la estoy penetrando. Gozando de cada instante, contagiado de sus ritmos recogidos de antaño como si fuera un ayer ansioso por repetirse día tras día. Cuando llega al placer respira unos momentos y coge energías: no se rinde y me sacia jugando con la carne de esos pechos que ya conozco, hablando a mi sexo con los labios que ya son íntimos.

Relajados, nos abrazamos, cruzamos un par de palabras y quedamos en silencio. Soy hombre que escucha a las mujeres, y Dulce, ella, no era menos.

Cierto es que más de una vez había rozado mi erección involuntariamente con su cadera, mientras paseábamos haciéndonos confesiones cercanas o en el estrecho espacio de la cocina. No hay nada como el secreto de una mujer, y aquella tarde, tras la charla, el polvo y el descanso, con la brisa de la tarde entrando por la ventana abierta, me confesó por qué no se había dejado penetrar.

Entre sollozos de alegría desatada liberaba un soplo largamente contenido en su vientre: había hecho el amor por primera vez con un turco a los dieciséis años, edad ni prematura ni tardía, cuando se fugó a Estambul. Lo deseó locamente, quizá en un afán por deshacerse del recuerdo de la vida que dejaba atrás; se entregaba a él sin pedir caricia ni cariño y saciaba sus ganas de poseerla con inocencia descarnada. Follaban y follaban. A veces se corría en su pecho turgente y terso; otras, ella aprendió a saborear el líquido de la fecundidad, y finalmente quedó encinta.

El turco puso demasiada distancia, y ella acabó deprimida ante la imposibilidad de mantener a la criatura junto a sí. Crecer juntas, educarla. No pudo, y la entregó en un centro de adopción. Nunca volvió a saber de ella, marchó sin mirar atrás. Y se tatuó la experiencia en el sexo de tal manera que, en veinte años, no había vuelto a acontecer.

Fue el roce continuo, el oído atento, la voz tranquilizadora, lo que la hizo sentir el instinto de volver a desear la plenitud. Como yo, la deseé aquella tarde, tan, tan… Dulce.


Laura y Eduardo

lunes, 28 de abril de 2014

Tierra para germinar



Entre los restos de otros recuerdos,
resta encontrar una sombra de hierba.
Con el frío, tiempo de lo perdido
se entremezclan cuerpos, abrazos y besos.
Añorados entre silencios baldíos,
el marcado compás de tu latido.
Se clava con insistencia en mi hueco,
la ausencia de tu piel en mis sentidos.
me rodean por doquier negros vacíos,
Como fue noche  un corazón rendido.
Echo en falta tu cuerpo junto al mío,
que ya dejó mi sangre de regar al destino.
Fuegos fatuos de amor y de cariño,
lo mío que queda en este desatino.
Lágrimas de no ser aún aquel niño,
que no cometió el pecado de haberte querido.
Entre el maltrecho despojo de mí mismo
Encuentro un aliento que me dice: tuyo,
pero es sólo eso, un eco  tímido de abismo.
Rebuscando entre la tierra negra e inerte,
el rojo de tus labios sigue intenso y vivo.
Una gota de rocío, se desliza, una simiente,
crean el núcleo que hoy es ombligo.
Lágrima transparente, savia de vida,
eclosiona esta, germina y sé que es suerte,
enraíza con rizoma profundo y fuerte
bajo esta turba fértil y nutriente.
Abrazo enredado en beso candente,
dadora de vida en sentimiento ausente,
reverdeciendo lo que ayer fue perderte.


Laura, Jaime y Fernando



sábado, 26 de abril de 2014

Tacones sobre el pavimento



Aún estaba el sonido del despertador zumbando en mi cabeza, y yo en la esquina, con los mismos ecos de cada mañana, entre coches y persianas que se alzaban. Hasta que fueron tus sandalias de tacón, golpeando sobre el pavimento, como gotas de lluvia cayendo de mi cuerpo empapado de sudor, los que me auparon de las sábanas.

Mientras el conductor del autobús mantenía el pie sobre el pedal del acelerador; tu cuerpo giró la esquina, y no hubo puñal que haya pasado por mi mano que en ese instante no sintiese clavado en mi cuerpo. Pude verte por tan breve tiempo, que tuve tentaciones de arrancarme los ojos para retener  tu imagen. Casi percibí tu aroma, como el celo que provocaste, y no hubo latido que golpeara mi pecho que impidiera que te escuchase.

Tu pelo recogido en una cola de caballo, se me presentó como pentagrama para inútil músico. Ese castaño, ese color, es el que debería marcar los caminos de mi futuro. El color de tus ojos es el que transparenta mis deseos, al igual que tu vestido, de puro blanco, se hizo translúcido en mi imaginación. Se caerían esos tirantes, atados con un lazo que mis dientes quisieran…

¿Te imaginas ese nudo de deseo atado a mi cuerpo presentado como un regalo para ti? ¡Tus dientes cogiendo de unos de sus extremos mientras tu nariz me roza!

¡Qué bendita es la inocencia cuando no sabes la noche que me hiciste pasar!

Qué fuese tu lengua la que separara mis labios, y yo, poder concentrarme en el aroma. Ese olor que se condensa en toda una noche, que se prensa como flor seca en libro, entre tus sábanas que no conocen del tacto de mi piel.

Imagino un pezón tímido, asomando por escote marcado por el tirante que ya ha caído. La luz, de cuando aún no ha amanecido, trajo un despertar, una nueva imaginación, un nuevo bautizo, para una coronilla ya escasa de nada que la bendiga.

Cada mañana mi rodilla se clava en esa misma esquina. Mis labios, más acostumbrados a salivazos de fulanas, besan la palma de mi mano, acariciando el suelo que pisas. Estoy allí, con los ojos cerrados, encarado hacia las sombras que forman las montañas para intentar distinguir el aroma que has dejado a tu paso, o para formar una cruz entre pecho, frente y abdomen, si el destino tuvo a bien que fuese rápido. Siempre ahí, retenida en mi imaginación, aun conociendo la mitad del verano, como estampa otoñal, de baile flácido con las costuras descosidas entre todos mis dedos, y dientes que nunca se forjará tijera que tanta ansia contenga. Ese baile que forma una hoja en su caída, como debe hacer tu melena cuando buscas un arroyo para calmar tu sed. Tu brazo erguido, como lo que ahora mismo tengo entre mis manos, como dirigiendo al resto del universo, buscando la armonía de planetas que no caen y almas que no saben levantarse.

Ahora, vuelve a tocar soñarte, pero no sin que antes me conduzcas a un nuevo orgasmo, donde la imaginación mata a la realidad, donde esencia y vestido se mezclan, donde no hay diferencia entre translucidez y viscosidad. Zambullirme en esa ensoñación que acaba humedeciendo mi cama, a ese pequeño escalofrío que recorre todo nervio que tengo escondido, a ese preludio que conduce al llanto de un solitario, a volver a dormir en la almohada, bañada de sal y agua.

Jaime Ernesto

jueves, 24 de abril de 2014

Por quién doblan las campanas (Cita)




Ningún hombre es una isla, sólo para él mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte del todo; si el mar arrastra un trozo de tierra, Europa se hace más pequeña, como si fuera un promontorio, como si fuera la casa de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cada hombre me disminuye, porque formo parte de la humanidad; y por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas:
                    ¡están doblando por ti!


John Donne

lunes, 21 de abril de 2014

Cazando cometas



Pinda vivía en tonos grises. Siendo aun una niña caía en ella la responsabilidad de cuidar de su abuela ya anciana. Sus padres se fueron cuando ella apenas era capaz de pronunciar un nombre para referirse a ellos. Su vida transcurría entre las clases, de paredes manchadas de cientos de marcas infantiles, y su casa de tabiques desteñidos por el tiempo.

Cuando sus obligaciones se lo permitían le gustaba salir a pasear. Siempre iba hacia el sur, hacia el gran prado, buscando aire fresco y colores vivos que no encontraba entre los muros que le cobijaba. A pesar de que el sol ya había iniciado hacía rato el arco descendente, decidió cambiar. Marchó hacia el norte, hacia el parque en el cual sus compañeros le decían que se reunían a correr, a jugar, donde iban a divertirse después del colegio, dónde le contaron que hacía mucho tiempo, al menos diez años, alguien puso un columpio que colgaba de la rama de un gran roble para que los niños  casi pudieran sentir que volaban.

Había llovido a lo largo de toda la mañana. Andaba con pasos tímidos, cortos, sus piernas apenas llegaban a rozar el uniforme azul marino con cuadros granates del colegio. Sus pies se iban hundiendo en la tierra húmeda, de color marrón oxidado, levantando  a su paso el olor a hierba mojada que tanto le reconfortaba. Cruzó la verja de barrotes metálicos, oyó el canto de una abubilla posada en una morera frente a ella. La hierba tenía el color intenso que le da la limpieza del agua que ha caído, las finas gotas de lluvia brillaban sobre las briznas, notaba como le recorría ese olor limpio por todo el cuerpo, escuchaba el dulce canto que le transportaba.

Buscando al ave cantarina algo la estremeció. Vio unos extraños objetos volando por el cielo. Múltiples colores surcando el azul pálido. Eran muchos y todos diferentes. Los había triangulares, con forma de rombo, de pájaro con plumaje dorado como el oro, de dragón… Tenían infinitos dibujos, que a su vez tenían miles de colores. Intensos y vivos, veía rojos, azules, verdes; colores que se fundían en otros, arcoiris en los cuales no podía ver ni el principio ni el final, un amarillo que se iba desgastando y cambiando, al igual que su brazo, que se iba transformando desde la piel bañada por el sol y lentamente iba mutando al blanco donde la luz del día rara vez conseguía tocar. Las cometas bailaban,  subían, bajaban, parecía que paseaban por un laberinto imaginario. En uno de los bailes, una cometa de color lila intenso se puso justo delante del sol. Los rayos se filtraban por su cuerpo, haciendo que tuviera un color tan intenso como nunca Pinda había visto. Su piel era de seda, quizá de la misma seda que hacían los gusanos de la morera que estaba enfrente de ella. Las ondas creadas por el viento iban surcando su cuerpo, creando los mismos dibujos que se creaban cuando introducía lentamente su dedo en la bañera llena de agua.

Su inocencia hizo que creyese que era un sueño que volaba libre, entonces vio que eran miles los sueños que volaban. Se estremeció cuando pensó que dos sueños podían chocar. Quizá, razonó, cuando dos sueños colisionaban se creara una pesadilla, un mal sueño de aquellos que le venía a visitar tantas noches y tanto la angustiaban.

Pinda quedó petrificada, con la boca abierta, los ojos brillantes, sin ser capaz de mover un músculo. Cuando el sol comenzaba a desaparecer por el horizonte, cuando la cúpula celeste había adquirido un color naranja intenso los sueños empezaron a desaparecer poco a poco hasta que no quedó ninguno. Supuso que era el momento en que se iban a visitar las casas de los otros niños.

Quería tener un sueño para ella sola. Se propuso cazar uno. No sabía de qué manera, pero quería, poseer uno. Meditaba la de forma hasta poder llegar hasta ellos. Si quizá una escalera con tantos peldaños como colores se paseara ante sus ojos, y llevara un cazamariposas con ella hasta que uno de esos sueños se introdujera en él, o construyera una catapulta que la lanzara a velocidad de vértigo hasta justo un poquito más abajo de las nubes, y una vez allí, abrazarse fuerte a uno y no dejarlo escapar jamás. A lo mejor podría atraerlos con comida, pero no sabía de qué se alimentan los sueños.

Al día siguiente llovía pero eso no le impidió escaparse al parque. Quería conocerlos, aprender cómo se movían, dónde se escondían, dónde paraban a beber agua. Quería tener toda la información que pudiese, para hacer la mejor trampa posible y al fin tener uno sólo para ella. Pero al llegar no había ninguno volando. Puede que ése fuera el motivo, los días de lluvia la melancolía habitara en los hogares, entre las mentes y los corazones de los hombres.

Al tercer día volvió a ver la danza de colores que tanto le había  maravillado. Un sueño la atrajo especialmente. La cola cambiaba de colores a la vez que se movía como una serpiente, empezaba en negro, para pasar a gris, a blanco, a magenta, amarillo…,  tenía forma de triángulo, donde se iban repitiendo sin cesar los colores. Vio un hilo que estaba justo en el centro del triángulo. El hilo se precipitaba hacia la tierra. Temió que los sueños tuviesen propietario. Corrió hasta donde creyó que estaba el principio, corrió como nunca había corrido, corrió incluso cuando perdió una zapatilla, corrió tanto que creía que el corazón se le escapaba por la boca, corrió tan rápido que creyó que las piernas le fallarían, corrió tanto que las piernas le fallaron. De rodillas, vio que la cuerda nacía de la mano de un niño con el pelo rojo intenso, vio una niña rubia de vestido azul corriendo despreocupadamente y que de sus manos también salía un hilo que iba hasta el centro de otro sueño.

Entonces comprendió que cada niño tiene un sueño, y que los sueños son colores que vuelan libres.


Jaime Ernesto

domingo, 20 de abril de 2014

Al más puro estilo Juanca



En un pueblo con ciertas pretensiones vanguardistas existe un bar con axiomáticos aires argentinos, del que hace unos años era casi asidua, por lo diario, pero dejé de ir. No por el café que era bueno, si no por el personal que lo atendía. Si tenían ganas de ser amables lo ocultaban muy bien, y te atendían sin cuidar el detalle. Por lo tanto, decidí pasar de largo y celebrar mi ceremonial particular culto al café en otro sitio.

Hace unas semanas coincidí con unas amigas, clientas por cercanía y simpatía, y decidieron ir allí, cosa que no llegué a comprender en un primer momento, porque donde no me respetan ni pagando, pues que no, que no voy. Pero fue tanta y tanta la insistencia que al final cedí. Y tengo que confesar que me llevé una grata sorpresa. Conocí a un camarero muy, pero que muy singular. Le pregunté su nombre, porque el servicio lo realizan personas y las personas poseen nombre, y me dijo que se llamaba Juanca.

No hablaré mucho del local, porque ni es pretencioso, ni posee por sí mismo ninguna notoriedad; sólo diré que está limpio y la comida es buena, al igual que en muchos otros establecimientos. De lo que si hablaré es de la simpatía y amabilidad del camarero. Rezuma por cada poro de su piel buen trato sin fingimientos ni hipocresía, con esa verdadera alegría natural que encandila, y un aguante que maravilla.

Pongo como ejemplo a mi apreciada amiga, que tiene la habilidad de convertir un simple café con leche en una pesadilla, descafeinado de máquina, muy caliente, corto de café, con leche semi, mucha espuma, con sacarina y en taza de porcelana blanca. Juanca no dijo nada en un primer momento, simplemente tomó nota mental de la solicitud, y al traer las consumiciones nos dijo:

-     Está todo como me lo han pedido, pero además me he tomado la libertad de encarar la cucharilla a cuarenta y cinco grados a la izquierda con respecto al meridiano de Greenwich.  - Nos reímos por la gracia y el salero que empleó, sin apenas molestarse, cuando en otros sitios hacia la misma solicitud nos habían puesto cara de vinagre.

Y nos quedamos, todo el resto: la media tarde, cena y posteriores visitas realizadas, transcurrieron de este modo tan célebre, alegre y singular. Porque la singularidad no es la del local en sí, ninguno lo es, si el trato del personal resta más que suma; si no el estilo propio y puro que con su buen hacer realiza a diario Juanca, que de forma espontánea y con muy buen humor, te hace sentir como en tu casa y por un breve rato, entre palabras, carcajadas y café,  te hace olvidar todos los problemas.

Gracias, Juanca. Dentro de un rato me paso, ya sabes, como siempre: intenso, corto y sin azúcar. Porque la dicha que aporta el azúcar, la pones tú.


Laura Mir

miércoles, 16 de abril de 2014

Meses de cristal

Existen días que piden recogimiento. Una manta, un café humeante  apretado con fuerza entre las temblorosas manos. La única iluminación que se desprende es la de la pantalla, y escuchar la humedad del  día. El sol estaba en todo lo alto pero se me presentó en la línea del horizonte. Enfrente, cegador, agrandando luces, proyectando sombras, saltando lágrimas de unos ojos medio abiertos, como si fuese la misma sal sobre piel abierta.

No existe mayor día de lluvia que cuando un sol vivo difumina una vida huidiza.

Se movían los labios, sí, y hasta en la  profundidad  de mí ser cada frase iba formando una rayuela pero esos cuadros de tiza eran un caos. Yo no era capaz de lanzar la piedra  sobre un número con forma de esperanza. Intentaba ordenar mis ideas, digerir la noticia, colocar el pasado en una secuencia lógica que pudiera comprender, saber cómo podía haber llegado hasta allí. Buscar entre sus pausas si existía un futuro, y entre sus palabras qué sería de mi presente. Pero quién puede ordenar una baraja, si las cartas están boca abajo. Daría tanto por encontrar la carta marcada, pero en una habitación con olor a desahucio y desahogo no se pueden hacer trampas.

Y el sol insiste en entrar a latigazos por la ventana.

No sé  por qué ahora es cuando tengo que venir a traicionarlos. Ahora, que sentarse alrededor de una mesa es tener al alcance todo lo que se quiere, tengo que venir a retirar la silla, arañando el suelo con las patas de metal, levantando un chirrido que se cuela por cada espalda, cambiando gestos a dolor. Los segunderos comienzan a descontar, sin tener la decencia de llegar al mediodía de una vida, hecha de cariño y libertad.He de separarme, con pasos de tacón sobre punta, que el ruido no despierte a la misericordia, sin levantar una mota de polvo que se cuele en un ojo haciéndolo vidrioso. La debilidad que siento se ve en la mirada, y no puedo permitir que me lean los ojos. Prefiero ser traición a ser sufrimiento, que el hueco que dejo se vaya rellenando sin demasiadas excusas. Que las vistas me traspasen. Quiero ser el transparente vidrio de la ventana de este hogar. Aislarles, del frío, del calor, del ruido, de la tormenta, pero al igual que ese cristal, quiero ser invisible y que tal vez, quede una huella de sus dedos sobre mi piel. 

No quiero que me comprendan, es darles ventaja en una batalla que no les corresponde. La explosión que va revolviendo mi interior ha de ser sólo mía. Aquí el séptimo de caballería viene con bata blanca, y no existe más trompeta que el grito que desgarra mi garganta sin más testigo que la soledad y las piedras. Ese indio es sólo para mí, porque a él sí que lo voy a mirar a los ojos, verá donde queda mi fuerza, se verá derrotado porque no supo elegir a su enemigo. Nació cobarde. Será su cabellera la que narre la heroicidad de una amazona  aferrada a una crin que galopa a contraviento.

Me ha prometido, y yo me he correspondido, que serán unos meses, sólo unas estaciones, que las espinas harán que brote sangre de mis dedos, que existirá ese reflejo de llevármelos a la boca, donde la saliva sanará y dará fuerzas para coger este bolígrafo, de la misma forma que ahora, con el que os cuento. Así será, porque sentiré de nuevo todo el calor del sol.

No volverá a existir una tormenta que encoja a estallidos mi corazón.



Jaime y Laura

martes, 15 de abril de 2014

Matthieu



La plaza de la Independencia tenía mucha dependencia del Estado que la subyugaba. Pese a un noble caballero de la deseada nación que agitaba a las masas sin apenas alzar la voz, un hombre que calaba en sus ánimos y transformaba su visión de las cosas inculcándoles la fe en que una tierra propia era posible; la gente contenía por aquellos tiempos su rebeldía, apenas sí hacia un desaire tirando un barril de vino del carro que iba hacia la cantina, apenas algún valiente servidor de aquel iluminado le seguía haciéndose ver.

Aquel día primaveral en la plaza se mercadeaba con especias, tejidos, verduras y un sinfín de productos traídos de cercanas y lejanas tierras, incluso las serpientes venidas de Oriente se elevaban siguiendo el canto de una flauta, mientras un grupo de gentes se apiñaba fascinada alrededor.

En una esquina, apoyados sobre una de las columnas que sostenían las viviendas privilegiadas de la ciudad, conversaban en intimidad, un robusto caballero y una preciosa mujer con un cabello largo castaño, luciendo con gracia un vestido azul claro que resaltaba sus atributos. El hombre de la deseada nación se quitó galante el sombrero de ala ancha, haciendo una grácil reverencia y le entregó su alma en un beso. Se giró y subió de un salto a su noble caballo, al que encaró entre medio de los mercaderes emitiendo un grito alto y fuerte animando a la rebelión, huyendo al galope perseguido por la guardia real.

 La mujer había recibido el alma a través de ese último beso aquella mañana, sabía que se encontraría de nuevo con el noble caballero caída la noche. Pero sería de otra forma a la deseada y sus peores pesadillas se harían realidad.

Lo vio aquella tarde cuando lo trajeron a rastras, sabiendo que no habría una próxima cita.

La oscuridad de la noche era acompañada por los gritos del reo, ni siquiera el viento ululaba.

En la madrugada, los carpinteros armaban una cruz de ahorcado y el anuncio de muerte al traidor se propagó a los cuatro vientos. La gente aborregada, y sin mayores diversiones fue llenando la plaza. Esta vez no se oía el rumor a mercadeo, incluso las serpientes descansaban en sus cestas; pero el veneno del prefecto de la ciudad se alzaba sobre su dedo indicando la muerte para el intrépido que había osado desafiar el orden incitando a la revolución. Un bonito sueño que moriría con él, dejando el secreto de su alma en el corazón de la amada que le miraba sufriente protegiéndose el vientre, a sabiendas de que llevaba la semilla de la vida dejada por aquel que iba a morir en su interior.

El prefecto fue testigo en primera fila de aquel cruel espectáculo hasta su final, regocijándose desde su posición intocable: lo rodeaba una guardia de fieles soldados que amenazaba con su mirada y su espada al cinto, a quien osara mostrar cierta mirada sagaz.

Cuando el caballero dejó de moverse, la encinta mujer secó sus lágrimas y, con resolución y paso firme, se encaminó hacia un carro en el que un mercader la arropó entre cajas de mercancías y una cesta con la instintiva e inteligente serpiente capaz de distinguir el bien del mal, la belleza de la fealdad, lo correcto de lo incorrecto, y la libertad de la esclavitud.

Pasaron varios días subiendo por montañas escarpadas hacia el pico más alto de la cordillera. En su trayecto, cuando algunos soldados les detenían, el silbido de la serpiente les retraía de mirar en su interior, los ahuyentaba y le dejaban seguir su camino.

Llegados a la cima, pararon en el castillo al borde de un precipicio, donde residían las últimas huestes fieles al mártir. El mercader dejó a la mujer, que se internó en él entre una llovizna de perfume que caía del alto techo. Hacia una alcoba amplia y luminosa, donde pasó ocho meses hasta que dio a luz a su hijo, que bautizó como Matthieu y fue llamado por la providencia a cumplir los designios de su padre al llegar a los dieciocho años, diestro con la espada y la oratoria.

El día del triunfo, cuando tomó la plaza de la ciudad tal como eran los designios, mandó obsequiar como celebración con vino y pan para paliar el hambre del pueblo; mantuvo al viejo gobernador nueve horas en vilo ante los ojos de la serpiente a la que miraba aterrado. Cuando aquel estuvo convencido de que su vida sería pasto del rápido veneno del reptil, Matthieu le sorprendió girándole la cabeza con sus propias manos, mostrándole una piña de leña bajo una cruz, en la que fue atado y quemado ante la plaza entera que, ahora sí, se atrevía a lanzar las salvas que tantos años habían quedado contenidas en su interior: ¡Independencia!


Laura y Eduardo

domingo, 13 de abril de 2014

Esperanzas Embotelladas




Recuerdo muy bien aquellas noches de verano, cuando extendíamos una manta sobre la arena fina de la costa, nos tumbábamos juntos observando las estrellas, mientras con tu índice las señalabas y me indicabas el nombre de casi todas ellas, te las sabías tan bien.

Me dijiste que el universo siempre estaba en pleno movimiento y te pregunté si la luna y el sol  no paraban nunca a descansar, aún recuerdo tus carcajadas que duraron un buen rato.

Otra de aquellas noches te pregunté por qué la marea dejaba sobre la orilla aquellos maravillosos  tesoros envueltos en algas que nadie quería excepto nosotros. Sonreíste y empezaste a hablar, con el ceño fruncido y la mirada perdida en el horizonte,  sobre  unas extrañas botellas con mensajes en su interior que la gente desesperada tiraba algunas veces al mar. Aquello suscitó mi curiosidad y desde aquel día estuve mucho más atenta en nuestras búsquedas. Pero, por desgracia, y por mucho que escudriñé entre tantos objetos, no encontré ninguna.

Ahora sé que por aquella época lo estabas pasando mal y dejaste para protegerme muchas palabras guardadas y bordeadas de silencio.

Te pregunté tanto y tanto por ellas, que un día me hablaste en serio de esas misteriosas botellas,  me dijiste que todas tienen que abrirse. Aunque ignoremos lo que hay en su interior, aunque no tengan etiquetas indicativas, aunque sean sacadas de entre las olas del mar. Hay que abrirlas. Algunas estarán llenas de nada, otras de cosas inútiles, alguna puede que esté llena de sentimientos y conceptos distintos a los tuyos que puedan dañarte. Pero tienes, recuerda bien, que descorcharla igual, porque todo es experiencia y todo sirve. Pero llega el día que menos esperas, ese en que te has dado casi por vencida en el que  encuentras una botella medio enterrada en la arena, brillando desde lejos por los rayos del sol. Y es en esa, en la que no buscabas, en la de por casualidad, en la que te cuesta un poco desenterrar, donde se encuentra todo lo anhelado.

La esperanza nunca es pequeña, me dijiste, puede que un poco gris por esas nieblas nuestras que nos impiden ver más allá, pero pequeña nunca, no la menosprecies. La esperanza, al igual que la ilusión o el sueño, por diminuta que nos parezca es en realidad enorme, porque te mantienen aquí, te hacen luchar cada jornada, hasta que un día te das cuenta de que has podido sobrevivir sola a la adversidad.

Hoy me veo aproximándome despacio a la profundidad de este océano de agua y sal que nos separa, para entregarle a las olas una de esas fantásticas botellas de las que me hablaste, con un mensaje escrito en su interior para ti:

Cómo me gustaría que en estos días negros estuvieras de nuevo aquí.


Laura Mir

sábado, 5 de abril de 2014

Dos cuerpos distintos

Habían decidido reunirse aquella tarde. Sería la primera vez que compartieran un rato para sí mismos en intimidad, robarle un pedazo al tiempo de sus ocupadas vidas. Eso implicaba cierta clandestinidad. Esta tensión la excitaba, y llegó unos minutos antes de lo previsto.

Entró en el local, agradeciendo el fresco aire del climatizador, transpiraba, no lo veía pero intuía unas leves marcas de humedad en sus axilas; la fina blusa de seda verde se secaría pronto. Fue directa al baño y delante de un coqueto espejo ovalado retocó su natural maquillaje, mientras pensaba en este encuentro y los anteriores, fugaces y cómplices, que durante los últimos meses habían realizado en congresos y viajes laborales.

Cepilló su larga y lacia melena, y salió para sentarse en la mesa del fondo.

Lo vio entrar instantes después, con su mirada segura y su porte elegante, la barba incipiente, lo sentía tan hermoso.

Se sentó enfrente de ella, y sus miradas se encontraron en un corto e intenso saludo. Silvia desvió la mirada, no podía sostener esa luz que desprendían sus dispares ojos, uno azul y otro verde.

Él se dio cuenta.

La tarde fue cayendo plácida sobre los martinis, mientras las bocas pronunciaban palabras que nada decían de lo que ambos sentían. Pero los labios se anhelaban en gestos provocadores que dejaban poco espacio para la imaginación.

Pablo retiró, con gesto suave, un mechón travieso de cabello de la linda cara de Silvia, y ella sintió como una corriente eléctrica la recorría entera, el contacto la embriagó de un frenesí que desconocía. Y entreabrió sus labios a modo de invitación. Él se aproximó y la besó. No cabían dudas.

Se levantaron y, cogidos de la cintura, se alejaron hacia la solitaria cala mientras el crepúsculo los ocultaba de miradas indiscretas.

Al abrigo de la oscuridad, él desabrochó pausadamente, botón a botón, la blusa verde, mientras dibujaba una fina línea de suaves y dulces besos sobre su largo y blanco cuello, dejando al descubierto unos senos plenos y turgentes que Pablo moldeaba con sus grandes manos. Fue deslizándolas suaves hasta su ombligo y, de allí, a su humedad. Ella, al notar el contacto, emitió un breve gemido, levantó la mirada  y él observó por un instante la mueca de placer que revelaban los labios de ella. Enloqueció.

Y sobre la arena la tomó, mientras ella hundía las cuidadas uñas en sus amplias espaldas, dejando sobre la costa una gota de sudor de dos cuerpos distintos.

 Y como único testigo de ese encuentro, el firmamento estrellado.




Laura y Eduardo

miércoles, 2 de abril de 2014

Marina, Sergio y el sapo

Había llovido, el pavimento estaba húmedo y los bancos situados a lo largo de toda la ancha acera estaban mojados. No había donde sentarse, ni tampoco muchas ganas de hacerlo. Caminaba con paso apresurado por la calle desierta y fría, quizás como si llegara tarde a una cita. Sólo se oía el eco de su pisada firme y el ruido de algunas gotas que de vez en cuando se estrellaban contra el suelo. La noche cerrada la acompañaba.

La vi pasar desde mi ventana. Era Marina, la chica que vivía en el edificio blanco de la esquina, la de sonrisa franca y ojos tristes, rodeados de esa aureola en los párpados que dejan, como huella de su paso, las lágrimas incontroladas y el dolor.

Recordé mi encuentro casual de hacía unos días con ella en la biblioteca, curiosamente los dos íbamos a buscar el mismo libro, La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Yo lo tenía en las manos y ella me preguntó si me lo iba a llevar. Yo le comenté que sí, vi su cara de desilusión y, con un gesto caballeroso por mi parte, se lo cedí. Yo lo había leído hacía muchos años, pero no sé por qué extraña razón me apetecía volverlo a leer. Me lo agradeció con su bonita sonrisa.

Sin pensarlo mucho, cogí mi chaqueta y salí corriendo escaleras abajo tras ella. Adónde iría tan aprisa, mi intuición no me estaba fallando, era cierto lo que pensaba. Aceleré el paso.

-        Marina! Espera! – Casi le grité en medio de la calle.

Se paró en seco y se giró hacia mí. Tenía el rostro arrasado por el dolor. Sentí cierta punzada lacerante en mi interior, preguntándome qué podía pasarle a esta mujer que supuestamente lo tenía todo, un completo conjunto de realidades que hacen que la vida sea dichosa. Ella, sin duda lo tenía, lo poseía si no todo, casi todo, quizás lo único que le faltaba era tan doloroso e insoportable como para encontrarse en ese deplorable estado.

-        Marina, ¿terminaste de leer el libro?. – Le dije lo primero que se me ocurrió.

-        ¿A quién le importa tanta palabrería facilona? ¿Las decisiones que tomamos importan? ¿A quién? – Me preguntó con un ligero tono desdeñoso, mientras corrían las lágrimas por sus mejillas.

-        A ti misma. – Le contesté. – Todo lo que vives y como lo vives es producto de tus decisiones.

La así del brazo y la conduje a la única cafetería que sabía que estaba abierta a esas horas, dos calles más abajo. Durante el trayecto no hablamos, simplemente oíamos el sonido sordo de nuestros zapatos sobre el asfalto.

Entramos en el pequeño local de vidrios empañados. Estaba vacío. Nos sentamos en una mesa para dos, al fondo. Pedimos café que nos sirvió un camarero soñoliento.

Abrió su bolso y sacó un paquete de cigarrillos. Cogió uno nerviosa y se lo puso en los labios temblorosos. Buscó y rebuscó el mechero, pero no lo encontró. Con calma le presté el mío.

No hablamos durante un rato, nos limitamos a mirarnos. Hasta que ella rompió el silencio.

-        Dime una cosa Sergio. ¿Por qué hay hombres que se comportan como verdaderos hijos, y perdona la expresión, de mala madre?.

Me explicó una historia personal sórdida y llena de mentiras con un hombre al que en realidad amaba. Él estaba atrapado desde hacía muchos años en un matrimonio de honor rutinario y aburrido, donde los dos cónyuges se engañaban mutuamente. En cierta manera él la utilizaba, le regalaba los oídos para luego quedarse en nada, se sentía fatal y por momentos se desesperaba, creía que acabaría perdiendo el rumbo, llevaba años con esa relación improductiva. Creía que era el hombre de su vida, y estaba harta de darle besos a un sapo que solo se convertía en desdicha y sufrimiento. Pero lo amaba y no entendía la forma con la que actuaba, se sentía muy mal, tanto que no tenía ganas de continuar. Lloraba, con ese llanto sigiloso por lo que ya es irreparable.

-        “Hacen falta muchas razones para morir, pero solo una para seguir viviendo”.  – Le dije. – Déjame que sea una de esas razones importantes para que tú sigas aquí.

Hoy, escribo estas palabras mientras observo su cuerpo al otro lado de mi cama, no puedo evitar pensar las veces que Marina se enfrentó al mar embravecido de sus sentimientos y salió victoriosa, con cicatrices, pero viva; sin duda ha aprendido a base de golpes que lo más difícil de la vida no es vivir, si no hacerlo con cierta dignidad. 

Quizás algún día Marina teniéndome a mí pueda olvidar al sapo que surgió de un salto de la profundidad del mar oscuro, el de sus propias mentiras.

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Querida, la naturaleza, el tiempo y el destino me han enseñado que no todo dura eternamente, en muchas ocasiones las maravillosas verdades de ayer son las dolorosas mentiras de hoy, pero lo peor de todo esto es entender las razones de un malsano comportamiento, y asimilarlo.


Laura Mir