viernes, 28 de marzo de 2014

Entre las mareas

             Ella llegó presurosa y tempranera a la cita, como vaticinando que aquel era el día, el día en que se entregaría por fin a su amor, y podría descubrir su gran secreto, esa pequeña vida que crecía en su interior. Tenía el presentimiento de que por fin podría compartir la existencia junto al hombre que amaba con todo su ser, a quien consideraba su alma gemela. Ricardo ese mediodía, bajo un sol abrasador, la pidió en matrimonio sentados y acurrucados en la orilla; acariciaban con sus juveniles labios el borde de una copa de cava, mientras sus ojos brillaban por tan feliz acontecimiento. Él le entregó una rosa roja junto a un estuche de joyería con un modesto anillo de compromiso, que a ella le pareció el más bonito y maravilloso del mundo. Con un beso apasionado sellaron su amor, y allí la dejó repleta de ilusiones y proyectos de futuro, después de concretar una nueva cita al anochecer de aquel dieciocho de agosto.

            A él, lo acababan de hacer fijo en la empresa en la que trabajaba como contable. Este hecho había dado origen a ese impulso y acelerado los acontecimientos, lo cierto es que la amaba como nunca había amado a nadie y lo tenía muy claro.

Aquella noche ella no se presentó a la cita. Él la esperó, y la esperó, fue a buscarla a casa de sus padres: no la habían visto desde la mañana. En su desesperación organizó batidas para encontrarla. Después de muchas jornadas agotadoras, la dieron por desaparecida. De eso hacía ya veinte años.

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Mi nombre es Halia y paso los veranos junto a la familia de pescadores que me crió. Suelo pasear por la playa cada amanecer junto a mi perra. Me gusta que las olas rompan sobre mis piernas mientras Trotska va y viene trayendo los detritos que ha dejado la marea. La primera vez que lo vi, no me percaté de que lloraba. Lo que sí observé fue que, con la bajamar, él depositaba con dulzura algo sobre las olas. Con el transcurrir del tiempo, fijé el acto en el calendario. Era el dieciocho de agosto, coincidía con mi cumpleaños. Cuando lo pensaba, lo relacionaba con el hombre triste y gris de la playa, y me interesé por él. Pregunté a pescadores y tenderos de la zona, que me contaron su dolorosa historia. Ahora sé también que lo que él entrega al mar, a la par que se mezclan sus lágrimas con la sal de las olas, es una sencilla rosa roja. El mar es caprichoso, tiene estas sorpresas. A veces son buenas, y a veces son malas. En mi caso, fue una historia buena porque cuando pregunto por mis padres a las personas que me adoptaron, siempre me dicen qué soy: la hija de las olas. Pero otras tantas, es malvado y cruel, destruye con su violencia todo lo que toca.

Trotska, por una razón desconocida, esta mañana se dirige a él y le lleva un palo de madera posiblemente de un viejo barco ya hundido; y él parece que por unos instantes se olvida y deja de llorar. Me acerco, y me enfrento a unos ojos tan profundos y azules como los míos. Por un instante, me mira, queda quieto y pronuncia quedo:

-       María –elevando el tono, señala:- No puede ser.
-       ¿No puede ser qué? – Le pregunto muy extrañada.
-       Que tú seas ella.
-       ¿Quién?
-       María, porque tú no debes tener más de veinte años.
-       No sé la edad exacta que tengo, pero hoy celebro mi cumpleaños.
-       Eres el fiel reflejo de una joven a la que quise con toda mi alma y aún espero. – pronuncia como perdido en sus pensamientos.
-       ¿Algo muy malo debió pasarle para que tú estés tan triste?
-       Quiero creer que se la llevó el mar.
-       A mí me trajo el mar… - Le observo.

          En la distancia, Trotska ladra y él gira la cabeza con brusquedad, descubriendo su nuca. Entonces veo que tiene una mancha de nacimiento con forma de concha marina, igual a la mía. Y ahora tengo la certeza, de que el hombre triste y gris, es mi padre.



Laura y Eduardo

lunes, 24 de marzo de 2014

Capitán de barcos de papel

Capitán de los siete mares y barcos de papel, con la tez curtida y la piel tatuada de tinta hecha de habilidades y problemas, surcador de inmensas aguas calmadas y océanos embravecidos,  con manos de acero manejas ese timón de palabras y silencios, mientras sorteas puertos concurridos de gentes triviales e islas olvidadas, que no constan ni en los mapas,  rescatas a náufragos a los que nunca por muy mal que vayan las cosas dejas a merced del viento.

Hombre de intrepidez y coraje insuperable, de cese inagotable aún cuando la fe se agota.

Capitán de grandes estrategias, costosos abordajes y de largos cabos interminables que lanzas con fuerza extrema dentro de remolinos y tempestades de esas dudas e incertidumbres propias, y a riesgo de perder entre inmensas olas enfurecidas y duras rocas tu frágil nave, con constancia, y sin pesar, te arrojas.

Hombre y comandante de extrañas tripulaciones y avispados polizones, capitán y amigo de sensatez y cariño insuperable, siempre estás, y de cese inagotable aún cuando mi fe se agota, manejas con destreza por los siete mares los débiles barcos de papel que nos alojan.


Muchas gracias, mon capitaine.



Laura Mir

martes, 11 de marzo de 2014

Volando lejos

Te busco en la noche cuando hay pocas estrellas y te sospecho perdido sin tu siquiera saberlo. Te encuentro sentado y entretenido sobre una de ellas, jugándote  a los dados el trozo de espacio que crees que ocupas en el firmamento. Me acerco y te digo al oído, como en un susurro, que traigo en mis bolsillos deseos y sueños inmensos. Me miras extasiado, quizás contagiado por ellos; ilusionado como si poseyera alas, como si volando los dos juntos y de la mano pudiera llevarte muy lejos. Casi, casi, me convences de que es cierto. Entonces miro por encima de mi hombro y encuentro lisa y desnuda sólo la piel blanca de mi espalda.

Apenada y en silencio me recuesto a tu lado y apoyo la cabeza sobre tu hombro en busca de consuelo. En ese preciso instante me doy cuenta del verdadero valor de estos momentos que le sustraemos sin querer al tiempo,  para deslizarnos juntos por nuestros universos, para aproximarlos, para comprendernos.

En eso estamos, creando y dando forma a nuestras más internas ilusiones y con trocitos de ellas, entre palabras nuevas y viejos mutismos, colocamos pedazo a pedazo: el hielo, la roca y el gas que nos alejó antaño del sentimiento simple, puro y verdadero; vamos construyendo a golpes de esperanza el cometa con el que surcaremos el cielo.

Nos subimos de un salto, nos sentimos alegres y completos. Volamos, aunque te sorprende poder volar sin alas no dices nada, me miras y te dejas llevar en cuerpo y alma por los renovados vientos.

Pasamos cerca del planeta Tierra, lo vemos virar entre gentes, corrupción, hambrunas y guerras. Está clareando, se ve muy bello e intensamente azul. Me lo señalas con tu índice en la distancia, girando y girando inexorable y ajeno, pero sin nosotros dentro, nos parece tan distinto. Reímos cómplices porque nos sabemos lejos y comprendemos seguros que nos hemos transformado a golpes de experiencia, en simplemente dos, en simplemente uno.


Laura Mir


jueves, 6 de marzo de 2014

Café La Tertulia

La mesa de manteles inmaculados quedó dispuesta con sus imponentes platos de respeto y sus cubiertos relucientes, enmarcados por una serie de copas brillantes, bien alineadas, en espera de un generoso brindis; en el reservado de La Amistad.
Quedó la música silenciada por el transcurrir del tiempo a falta de los comensales. Las velas quedaron sobre el candelabro sin llegar a prenderse, a la ausencia completa de celebrar nada, y el antiguo café La Tertulia, sin la asistencia de clientes, ni nuevos, ni viejos, tuvo finalmente que acabar cerrando sus puertas dejando atrás alguna promesa, como la de que siempre podrás contar conmigo.
Con el tiempo sobre la persiana echada pusieron de una agencia inmobiliaria, el cartel “En Traspaso” con un número de teléfono, ya medio desfigurado por los rayos del sol; como invitando a reabrir sus puertas, con nuevas energías, o las mismas renovadas y desde luego, con diferentes perspectivas.
La calle envejeció junto con el barrio de La Tocha, con sus gentes y con ellas el acogedor café. El murmullo a gentío de diversas ideologías y comprensiones se difuminó hasta hacerse de un tono casi imperceptible, por lo silencioso.
El pasear por sus calles me trae algunos recuerdos flojos, con regusto a ciertas añoranzas. Esas risas y palabras derramadas en el acogedor restaurante, quedaron impregnadas en sus paredes, que si aún ahora aproximas el oído a ellas, a ese eco rancio que desprenden, aún puedes oírlas, pero si se deja al tiempo actuar como actúa siempre, a su manera y en desconcierto, hasta eso, dejará de existir algún día.
Ayer hablé por casualidad con uno de los socios y con pena arraigada en el alma, me comentó que habían sido más de treinta años de actividad, más de media vida. Y que desearía volver a reabrir el pequeño local al precio que fuera, pero con su mismo colaborador, con el mismo, no con otro, pues le echaba de menos: era muy fácil y llevadero el trabajo que se realizaba entre ambos. Conservaba en su haber, aún, a pesar de todo, muchos recuerdos bien liados en cariño.
Sus palabras me sonaron amargas, me sabían al sabor negro y mal agüero de las grandes despedidas, a aquellas que con dejes de tristeza hacen que el corazón se silencie de tal forma que hasta acaban enmudeciendo y paralizando totalmente las acciones.
Si yo no fuera como soy, pensaría que todos los pasos están dados, pero no, como dice mi estimado Quim, siempre me queda un nuevo paso por dar.

Si se pudiera levantar otra vez esa persiana, si se pudiera… quizás se volverían a oír las risas y las palabras mezcladas con la música, envolviendo con generosa melodía el mejor rincón de nuestro viejo café, el reservado sin ninguna duda a la buena, sana y muy, pero que muy escasa por verdadera: Amistad.


Laura Mir