La plaza
de la Independencia tenía mucha dependencia del Estado que la subyugaba. Pese a
un noble caballero de la deseada nación que agitaba a las masas sin apenas
alzar la voz, un hombre que calaba en sus ánimos y transformaba su visión de
las cosas inculcándoles la fe en que una tierra propia era posible; la gente
contenía por aquellos tiempos su rebeldía, apenas sí hacia un desaire tirando
un barril de vino del carro que iba hacia la cantina, apenas algún valiente
servidor de aquel iluminado le seguía haciéndose ver.
Aquel día
primaveral en la plaza se mercadeaba con especias, tejidos, verduras y un
sinfín de productos traídos de cercanas y lejanas tierras, incluso las
serpientes venidas de Oriente se elevaban siguiendo el canto de una flauta,
mientras un grupo de gentes se apiñaba fascinada alrededor.
En una
esquina, apoyados sobre una de las columnas que sostenían las viviendas
privilegiadas de la ciudad, conversaban en intimidad, un robusto caballero y
una preciosa mujer con un cabello largo castaño, luciendo con gracia un vestido
azul claro que resaltaba sus atributos. El hombre de la deseada nación se quitó
galante el sombrero de ala ancha, haciendo una grácil reverencia y le entregó
su alma en un beso. Se giró y subió de un salto a su noble caballo, al que
encaró entre medio de los mercaderes emitiendo un grito alto y fuerte animando a
la rebelión, huyendo al galope perseguido por la guardia real.
La mujer había recibido el alma a través de ese
último beso aquella mañana, sabía que se encontraría de nuevo con el noble
caballero caída la noche. Pero sería de otra forma a la deseada y sus peores
pesadillas se harían realidad.
Lo vio aquella
tarde cuando lo trajeron a rastras, sabiendo que no habría una próxima cita.
La
oscuridad de la noche era acompañada por los gritos del reo, ni siquiera el
viento ululaba.
En la
madrugada, los carpinteros armaban una cruz de ahorcado y el anuncio de muerte
al traidor se propagó a los cuatro vientos. La gente aborregada, y sin mayores
diversiones fue llenando la plaza. Esta vez no se oía el rumor a mercadeo,
incluso las serpientes descansaban en sus cestas; pero el veneno del prefecto
de la ciudad se alzaba sobre su dedo indicando la muerte para el intrépido que
había osado desafiar el orden incitando a la revolución. Un bonito sueño que
moriría con él, dejando el secreto de su alma en el corazón de la amada que le
miraba sufriente protegiéndose el vientre, a sabiendas de que llevaba la
semilla de la vida dejada por aquel que iba a morir en su interior.
El prefecto
fue testigo en primera fila de aquel cruel espectáculo hasta su final,
regocijándose desde su posición intocable: lo rodeaba una guardia de fieles
soldados que amenazaba con su mirada y su espada al cinto, a quien osara
mostrar cierta mirada sagaz.
Cuando el
caballero dejó de moverse, la encinta mujer secó sus lágrimas y, con resolución
y paso firme, se encaminó hacia un carro en el que un mercader la arropó entre cajas
de mercancías y una cesta con la instintiva e inteligente serpiente capaz de
distinguir el bien del mal, la belleza de la fealdad, lo correcto de lo
incorrecto, y la libertad de la esclavitud.
Pasaron
varios días subiendo por montañas escarpadas hacia el pico más alto de la
cordillera. En su trayecto, cuando algunos soldados les detenían, el silbido de
la serpiente les retraía de mirar en su interior, los ahuyentaba y le dejaban
seguir su camino.
Llegados a
la cima, pararon en el castillo al borde de un precipicio, donde residían las
últimas huestes fieles al mártir. El mercader dejó a la mujer, que se internó
en él entre una llovizna de perfume que caía del alto techo. Hacia una alcoba
amplia y luminosa, donde pasó ocho meses hasta que dio a luz a su hijo, que
bautizó como Matthieu y fue llamado por la providencia a cumplir los designios
de su padre al llegar a los dieciocho años, diestro con la espada y la
oratoria.
El día del
triunfo, cuando tomó la plaza de la ciudad tal como eran los designios, mandó
obsequiar como celebración con vino y pan para paliar el hambre del pueblo; mantuvo
al viejo gobernador nueve horas en vilo ante los ojos de la serpiente a la que
miraba aterrado. Cuando aquel estuvo convencido de que su vida sería pasto del
rápido veneno del reptil, Matthieu le sorprendió girándole la cabeza con sus propias manos, mostrándole una piña de leña bajo una cruz,
en la que fue atado y quemado ante la plaza entera que, ahora sí, se atrevía a
lanzar las salvas que tantos años habían quedado contenidas en su interior:
¡Independencia!
Laura y Eduardo
Genial. Me encanta.
ResponderEliminarMuchas gracias Helena, nos alegra que te haya gustado. Un beso.
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