Había
llovido, el pavimento estaba húmedo y los bancos situados a lo largo de toda la
ancha acera estaban mojados. No había donde sentarse, ni tampoco muchas ganas
de hacerlo. Caminaba con paso apresurado por la calle desierta y fría, quizás
como si llegara tarde a una cita. Sólo se oía el eco de su pisada firme y el
ruido de algunas gotas que de vez en cuando se estrellaban contra el suelo. La
noche cerrada la acompañaba.
La vi pasar
desde mi ventana. Era Marina, la chica que vivía en el edificio blanco de la
esquina, la de sonrisa franca y ojos tristes, rodeados de esa aureola en los párpados
que dejan, como huella de su paso, las lágrimas incontroladas y el dolor.
Recordé mi
encuentro casual de hacía unos días con ella en la biblioteca, curiosamente los
dos íbamos a buscar el mismo libro, La
insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Yo lo tenía en las manos y
ella me preguntó si me lo iba a llevar. Yo le comenté que sí, vi su cara de
desilusión y, con un gesto caballeroso por mi parte, se lo cedí. Yo lo había
leído hacía muchos años, pero no sé por qué extraña razón me apetecía volverlo
a leer. Me lo agradeció con su bonita sonrisa.
Sin pensarlo
mucho, cogí mi chaqueta y salí corriendo escaleras abajo tras ella. Adónde iría
tan aprisa, mi intuición no me estaba fallando, era cierto lo que pensaba.
Aceleré el paso.
- Marina! Espera! – Casi le grité en
medio de la calle.
Se paró en
seco y se giró hacia mí. Tenía el rostro arrasado por el dolor. Sentí cierta
punzada lacerante en mi interior, preguntándome qué podía pasarle a esta mujer
que supuestamente lo tenía todo, un completo conjunto de realidades que hacen
que la vida sea dichosa. Ella, sin duda lo tenía, lo poseía si no todo, casi
todo, quizás lo único que le faltaba era tan doloroso e insoportable como para
encontrarse en ese deplorable estado.
- Marina, ¿terminaste de leer el libro?.
– Le dije lo primero que se me ocurrió.
- ¿A quién le importa tanta palabrería
facilona? ¿Las decisiones que tomamos importan? ¿A quién? – Me preguntó con un
ligero tono desdeñoso, mientras corrían las lágrimas por sus mejillas.
- A ti misma. – Le contesté. – Todo lo
que vives y como lo vives es producto de tus decisiones.
La así del
brazo y la conduje a la única cafetería que sabía que estaba abierta a esas
horas, dos calles más abajo. Durante el trayecto no hablamos, simplemente
oíamos el sonido sordo de nuestros zapatos sobre el asfalto.
Entramos en
el pequeño local de vidrios empañados. Estaba vacío. Nos sentamos en una mesa
para dos, al fondo. Pedimos café que nos sirvió un camarero soñoliento.
Abrió su
bolso y sacó un paquete de cigarrillos. Cogió uno nerviosa y se lo puso en los
labios temblorosos. Buscó y rebuscó el mechero, pero no lo encontró. Con calma
le presté el mío.
No hablamos
durante un rato, nos limitamos a mirarnos. Hasta que ella rompió el silencio.
- Dime una cosa Sergio. ¿Por qué hay
hombres que se comportan como verdaderos hijos, y perdona la expresión, de mala
madre?.
Me explicó
una historia personal sórdida y llena de mentiras con un hombre al que en
realidad amaba. Él estaba atrapado desde hacía muchos años en un matrimonio de
honor rutinario y aburrido, donde los dos cónyuges se engañaban mutuamente. En
cierta manera él la utilizaba, le regalaba los oídos para luego quedarse en
nada, se sentía fatal y por momentos se desesperaba, creía que acabaría
perdiendo el rumbo, llevaba años con esa relación improductiva. Creía que era
el hombre de su vida, y estaba harta de darle besos a un sapo que solo se
convertía en desdicha y sufrimiento. Pero lo amaba y no entendía la forma con
la que actuaba, se sentía muy mal, tanto que no tenía ganas de continuar.
Lloraba, con ese llanto sigiloso por lo que ya es irreparable.
- “Hacen falta muchas razones para morir,
pero solo una para seguir viviendo”. –
Le dije. – Déjame que sea una de esas razones importantes para que tú sigas
aquí.
Hoy, escribo
estas palabras mientras observo su cuerpo al otro lado de mi cama, no puedo
evitar pensar las veces que Marina se enfrentó al mar embravecido de sus
sentimientos y salió victoriosa, con cicatrices, pero viva; sin duda ha
aprendido a base de golpes que lo más difícil de la vida no es vivir, si no
hacerlo con cierta dignidad.
Quizás algún
día Marina teniéndome a mí pueda olvidar al sapo que surgió de un salto de la
profundidad del mar oscuro, el de sus propias mentiras.
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Querida, la
naturaleza, el tiempo y el destino me han enseñado que no todo dura
eternamente, en muchas ocasiones las maravillosas verdades de ayer son las
dolorosas mentiras de hoy, pero lo peor de todo esto es entender las razones de
un malsano comportamiento, y asimilarlo.
Laura Mir
ME HA GUSTADO MUCHO.
ResponderEliminarLa rutina en las relaciones personales matan más almas que las propias armas. Cadenas invisibles, remordimientos, memoria de un tiempo que da paso a nuevos encuentros. Así es la vida de los emparejados a largo plazo.
Saludos
Muchas gracias por tu amable comentario Carlos y nos alegra que te haya gustado.
EliminarSaludos.