lunes, 12 de mayo de 2014

El peso de todas las palabras - Cascos en el albero




Sin fuerzas para levantarse en aquella cuadra esperaba, sin saberlo, que un pincho se le clavara entre los ojos. Existen historias que se cuentan entre nanas y decisiones. Otras se expresan como en una cuerda amarrada al cuello, la que rige tu destino. Ésta es una de esas historias.

No eligió cómo nacer, como nadie lo hace, pero nació libre. Nació en campos extensos, viviendo en el calor protector de una yegua, siguiendo la carrera de una manada. Aprendiendo las normas sociales de los equinos. No es casual desconocer una propiedad hasta que se pierde. Fue una fría mañana, antes que la luz velara la oscuridad, cuando su cuello sintió que nunca más volvería a ser libre. Simplemente llegaron, acorralaron a la manada y anudaron el lazo a su cuello. Sus esfuerzos eran inútiles, sólo era un potro y la suma de muchas manos consiguieron empujarle a un cubículo que fue cambiando los olores que llegaban del exterior. La hierba húmeda iba desapareciendo, se transformaba en tierra cada vez más yerma; en asfalto, cemento y humo. Finalmente, cuando su cuerpo se detuvo dentro del remolque, no pudo reconocer el rocío que llegaba a su hocico. Se abrió la puerta, el sudor de los captores le espantó y le animó a salir a un aire desconocido. Corrió, pero no existía dirección, siempre encontraba un madero que le paraba el paso. Creyó vivir allí olvidado, buscando una puerta que no encontraba, pero que fue el acceso del cercado que limitaba el camino a su pasado. Sin acabar de comprender las normas de su especie.

El sudor volvió a situarse delante de él. La cuerda, que desde aquella mañana le estuvo abrazada, se tensó. Sus patas no conseguían dar un paso atrás. Notaba cómo iban entrando los clavos, uno a uno, por sus cuatro cascos, poniéndole un hierro que le aislaba de ese suelo. Sintió como un chasquido transformaba el rumor lejano que venía de la autopista, en dolor para sus oídos, que se trasladaba a su lomo cada vez que la tira de cuero golpeaba su pelaje. Galopaba, trazando círculos del radio de la cuerda que ordenaba su domador. Se sobreponían huellas sobre huellas, hasta que no quedó nada de aquella tierra sin pisar, hasta que su color blanco moteado estaba totalmente empapado.  El cansancio se apoderaba de él. Cuando ya sentía desfallecer, los golpes cesaban, el galope dejaba de retumbar sobre sus herraduras, y liberado, sólo podía buscar un trozo con plantas para descansar.  No encontró un parapeto que le cortara el viento en invierno, ni una sombra que le ayudará a escapar del abrasador sol.  Tras dos años,  quedó tierra hendida por donde pasaron sus patas. A un lado de la soga, se encontraba el poder del látigo. A la otra un carácter que quedó indomable.

Siguió al domador, con movimientos nerviosos, alejándose del cercado, tan cerca de él, que notaba la intensidad de su olor como no lo había hecho antes.  Al fondo, acercándose a cada paso, la gran lona colorida, con su mástil central sobresaliendo  y recogida por un punto mostrando una oscuridad en el interior. Accedió, levantando con sus cascos una ligera capa de polvo, de arena del albero.


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Al camarero de amplia sonrisa le tienen barriendo un rincón del local. Levanta las motas que brillan en la columna de luz que hace florecer la penumbra. Se mueve de espaldas a mí, sobre el suelo ajedrezado, deslizándose entre cuadros blancos y negros, aferrado a la escoba y deslizándola suavemente para no despertar los ruidos que están aletargados hasta la hora que las tazas blancas vuelvan a chocar con los platos.

Siento todos los sonidos agazapados en mi cuello. Los sonidos que no he emitido y los que no he escuchado.  Arañan mi garganta en forma de sollozo. Me hiere cualquier  “te quiero” que no se pronunció y el sonido de un beso que no fue. Sangra en mis entrañas el torso de unos dedos acariciando mi cara, ese leve sonido que me habla de una respiración cercana. No puedo evitar resumir lo pasado en el llanto de lo no escuchado, en las palabras que quedan aquí guardadas, y no sé si quedarán. Siento el peso de todas esas palabras. Me arrastran al mismo fondo de mi propio ser, donde reina la oscuridad de la incerteza, donde es insignificante juntar dos letras, porque ahora no me explican nada y no hay forma de que pueda entenderlo. No quiero sentirme una ciudad visitada, no quiero que nadie venga a admirar lo que se construyó para mirar con pena lo que hay.

Pasa el paño sobre las mesas de frío mármol, alineadas en un perfecto orden, con su blancura mirando hacia el techo, no puedo evitar ver un camposanto.  Veo a corrillos de personas en constante cuchicheo, vestidas de colores respetuosos  y, aunque no tiene que ser ese mi futuro más cercano, las miradas esquivas y las voces bajas están ahora en mi presente.

Mírame camarero, hazme real, explícame con tu mirada el ruido que hace el tiempo que se me escapa. 


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Allí en la penumbra  vinieron cientos de olores,  a otros animales, a comida desconocida, a sudores, parecidos al del domador, pero sin ser el suyo. Vio por primera vez la gradería, vacía. Sólo la madera desnuda, trazando un círculo perfecto en varios escalones. No había mucha actividad, poco movimiento, y la pista, totalmente vacía.

Empezó a dar vueltas. Al principio despacio, hasta que el chasquido, que se volvía con el eco del sonido rebotado en la tela, le hizo acelerar el paso. Se iba adaptando a cada vuelta, a correr al lado del bloque de madera, a correr con menos luz y reconociendo esos olores.  Aquel primer día no estuvo mucho tiempo, el que consideraron suficiente para que se fuera acostumbrando a su lugar de trabajo, a empezar a respirar aire mezclado con albero y a conocer el poder que puede llegar a tener una fusta.

Los días empezaron a convertirse en una rutina, pero no en una costumbre para su carácter. El entrenamiento se iba haciendo más duro conforme pasaba el tiempo. Se iban acumulando los golpes en su pata delantera para que hiciera reverencias  a una muchacha fina de media melena morena.  Cada vez se hacían más dolorosos los pinchos clavados en su costado, y los tirones en su mandíbula para conseguir que frenara en seco.  Aprendió a sentarse a base de reconocer el dolor, y a mantener un ritmo de una música cansina, subido sobre una plancha que le transmitía calor. Aprendió a moverse con otros caballos, y con gente que transitaba sobre el polvoriento suelo. Sólo, de tanto en tanto, tenía la suerte a su lado y recibía una canasta con mandarinas, donde saciaba su hambre, y el olor de sus flores le devolvía al calor de una yegua.

Antes de salir el sol le metieron en el mismo cubículo. Volvió a sentir el movimiento bajo sus pies, y el incesante cambio de aromas. Permaneció allí, sin espacio, un tiempo que le pareció interminable, entre bamboleos y escasos momentos de quietud. Al bajar, ya  nada le pareció igual, ya no estaba el cercado que le permitía descansar de la cuerda atada al cuello. Le ataron a un carro, y el resto de aquel día fue para ayudar a montar el circo.

Pasó la noche en una cuadra con las paredes rozándole los costados, escuchando los relinchos que le venían de sus lados y la certeza de que, a partir de esa noche, los días no volverían a ser iguales.  Al amanecer, le sacaron y atado a un poste, tuvo una insuficiente ración de comida y de agua. Veía mucha gente que se iba moviendo a su alrededor, con miradas curiosas, con dedos que señalaban y con nuevas vueltas al recinto de las gradas, pero ahora, lo sentía diferente, y no tenían el mismo olor.

Empezó a sonar la música, y las luces de la carpa se encendieron. Estaba nervioso. Notaba una excitación en el resto de animales. Aquellos nervios le contagiaban. Llego la hora de su debut. Salió a la pista, con una manta blanca colgando por sus costados, con una línea dorada marcando el contorno, unas plumas del mismo color, cogidas grácilmente a su cabeza y con la muchacha de pie sobre su lomo, con el ritmo que le quemaba en la piel, y dando vueltas sobre la pista, con el recuerdo de los pinchazos, entre los aplausos  de los que estaban sentados en las gradas, y el recuerdo de los golpes facilitándole el trabajo.

¿Cuánto vale la sonrisa de un niño?


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El humo se aleja de la boca del camarero mientras los niños se esconden detrás de la falda de sus madres. La puerta del bar se cierra tras de mí, y el camarero, y la distendida compañía, se despiden con leve gesto de cabeza. Vuelvo a casa, pero no sé definir el camino. Puedo controlar la distancia entre las calles mal planeadas de esta ciudad. Recorrer más o menos espacio, pero no consigo ver la importancia de los pasos recorridos. La dureza del suelo está en cualquier dirección que coja. Me rodearán los mismos ruidos, los mismos coches, los mismos gritos, y la misma camiseta que se agita sobre mí para poder ser tendida en toda su amplitud. No hay diferencia entre el color del pavimento, ni de las fachadas, y en cada escaparate que me cruzaré sólo veré la importancia de mi reflejo en la cristalera.

Cuando no existe dirección que coger, cualquier camino deja el regusto amargo del café que me acabo de tomar. No quiero esconderme tras mis decisiones, quiero enfrentarme a ellas, a buscar un destino que está por decidir,  ahondarme entre amistades que se hacen distantes, ilusionarme en mis días laborales e irme a dormir cuando el cuerpo me dice Eva: que ya no puedo más.

No todas las decisiones que marcan mi vida pueden ser mías. No puedo marcar ni los días, ni las noches. Ni cuando es sábado o lunes.  Pero sí puedo centrarme en lo que me corresponde. La luz es sólo una respuesta a la oscuridad, y los esfuerzos puedo centrarlos en encontrar el interruptor.

Tampoco puedo engañarme y verlo fácil, ahora no sé definir el camino. Me conformaría que la sombra que provoca un arco, me aliviaría un instante de este sol abrasador.


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A las cuatro horas volvió a repetir el número. Otra vez volvió a sonar la música, volvió a quemarle las patas, y sintió la ligera muchacha clavando los pies en su lomo. No hay nada como el recuerdo para facilitar el trabajo.

Vivía en un carrusel sin fin. Subía al cubículo, arrastraba para montar el circo, dormía con el roce de las paredes y el látigo le mostraba la hora de despertar. Recorrió la pista miles de veces, aunque las patas le pesaran, aunque el sudor le camuflara el color, aunque los aplausos le retumbaran en los oídos.

El destino puede ser una ruleta con forma de pista. La fortuna quiso que una noche su historia tuviera que reescribirse. El dolor de una pata trasera le hacía cojear. Nadie se fijó, y aunque así hubiese sido, el espectáculo debe continuar. El número se iba haciendo con total normalidad, pero su cojera se iba pronunciando. Al ponerse sobre las patas traseras, el dolor no pudo soportar el peso. No siempre es suficiente el recuerdo para facilitar el trabajo.  Las carcajadas de un público poco entregado ridiculizaron a un domador que se pensaba que el éxito es reverenciarse ante una gente que aplaude.

Amaneció encerrado en la minúscula cuadra, la misma donde pasó el resto del día siguiente. Al caer la noche, la música volvió a sonar, y él se movió al ritmo de lo aprendido. Estaba encerrado en la cuadra, marcando los acordes sobre el estiércol, y allí quedó durante muchos días. Hasta que un sudor totalmente nuevo arrastró de él y le alejó del olor de la tierra de albero.


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La cera sobre el plato es lo único que queda de la vela perfumada. Aún puedo sentir su olor. ¿Cuánto tardará el tiempo en acabar de desvanecerla?  No creo en más juez que él, el tiempo. Fue el tiempo quien deshizo el remordimiento de los actos que no he aprobado. Y sólo él me ha traído a la confortable casa que forman estas cuatro paredes. Me gusta ver la cortina moverse en la corriente de la ventana entreabierta. Me gusta ahora, en este momento, en este segundo insignificante, porque es ahora cuando ocupa mi mente. Posiblemente, el tiempo, se encargará que la cortina quede quieta en la memoria. 

No consigo recordar cada instante que he vivido, ni tan sólo puedo estar segura de recordar todos los importantes. Quedan los significativos, pero no puedo jurar que todos los trascendentes estén presentes.  ¿Es eso el olvido? ¿Borrar momentos importantes? ¿Dejar momentos significativos? De mi boda, tengo los momentos que la formaron, pero me falta mucho tiempo de ese día. No estoy horas recordándola, y cada minuto fue importante. Sólo instantes, con un marco de felicidad. Mucho más importante fue el nacimiento de mi hijo, y todo su crecimiento. Instantes. Del divorcio, no hubo tal marco. Los momentos se me alejan en el tiempo, y todos están muy distanciados entre sí. De la hipotenusa que junta esos catetos, quedan instantes con marcos de diferentes tipos, momentos olvidados, importantes, significativos.

¿Qué tiempo soy? ¿Importante, significativo?  ¿Recordaré el sonido del teléfono que ahora me rescata del olvido?


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Quedó estribado y atado en un descampado que más parecía un vertedero que un prado. El nuevo dueño casi nunca estaba y, cuando estaba, era un cuerpo sin apenas movimiento. Se alimentaba de las hierbas que se escapaban de la suciedad, y de lo poco que tenía a bien darle. Aprendió a no acercarse, porque siempre acababa alejado a palos. Aprendió a temer al humo, porque el fuego quema. Apenas consiguió ser desahogo de golpes, y diana cuando no estaba lo suficientemente cerca. Y olor a chamusquina, cuando el día de su propietario no había sido bueno.

El carácter del caballo se vio imperturbable. Las heridas de las estriberas nunca acababan de curarse, y se movía a golpe de cuartos traseros, con el recuerdo de la pata dolorida. Hasta que una noche, una reunión de amigos, no encontraron mejor diversión que un caballo que mostraba las costillas de su contorno. Siempre hay quien encuentra valentía detrás del alcohol. Uno hubo que se subió, que golpeó en los costillares, que sonreía y saludaba, que provocó un ritmo compasado que despertó la memoria del equino. Ahora, no vivía en un circo. Se levantó sobre sus patas traseras, al igual que hacía antes cuando se lo ordenaban. El chico no supo guardar el equilibrio, y cayó hacia atrás. El caballo le propinó una coz cuando casi no le había dado tiempo a sentir el golpe sobre el suelo.

Fue la policía quien tomó la decisión de llevarlo a la cuadra. No tenía papeles, ni el propietario medios para mantenerlo. Los de la ambulancia se llevaron al muchacho, cuando ya había recobrado la conciencia.  Al caballo le volvió a cambiar el destino, estuvo metido en aquellos tres por cinco metros, sin apenas ejercicio, durante un año, esperando que el pincho acabara con su sufrimiento.


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Dime que te vas a quedar conmigo. El olor de la flor a mandarino de aquella mujer, le trajo la frescura del prado que se mantenía en su recuerdo. Sólo necesito un compañero. No tenía fuerzas para levantarse. Dime que mi amiga se acordó de mí, porque yo no me voy a olvidar de ti. Él la miraba, y respiraba, y olía. Me voy a quedar aquí contigo. No dejaba de mirarla. Ya no siento el peso de todas las palabras que no he dicho. No quitaba la mirada de ella. Ayúdame, quiero vencer esta enfermedad.

Mientras el sol descendía en el horizonte, tuvo un nuevo cambio de destino, tuvo una mirada y un tiempo de confianza. Tuvo, sin saberlo, una cuerda que se cayó al suelo, y fue mucho más que el tibio alivio de la sombra de un arco en un día caluroso de verano.

Eres la bifurcación que ha desaparecido, por eso, tú  a partir de ahora, serás Camino.


* Basada en hechos reales.


Jaime Ernesto



                        




4 comentarios:

  1. He disfrutado realmente leyéndolo. Me ha gustado su fuerza narrativa, su vida y la forma de narrar las dos historias.

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  2. Desde luego que esta historia no deja indiferente, me ha gustado mucho, y te doy las gracias por compartirlo.

    Un beso

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  3. Al leer este relato han aflorado en mí sentimientos encontrados, por un lado, la tristeza como consecuencia de lo que la vida iba deparando al sufrido corcel; por el otro, la felicidad, al dejarme entrever un buen final para el susodicho animal y para embellecer aún más el relato mis felicitaciones para quien supo elegir las elocuentes palabras de Mario Benedetti y los acordes de "en Aranjuez con tu amor". Gracias por compartir tantos sentimientos en tan poco espacio

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  4. Muchas gracias Francisco por pasar, leer y comentar, me alegra que te haya gustado y te haya hecho sentir. Un gran abrazo y feliz domingo.

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