Sin fuerzas para levantarse en aquella cuadra esperaba, sin
saberlo, que un pincho se le clavara entre los ojos. Existen historias que se
cuentan entre nanas y decisiones. Otras se expresan como en una cuerda amarrada
al cuello, la que rige tu destino. Ésta es una de esas historias.
No eligió cómo nacer, como nadie lo hace, pero nació libre.
Nació en campos extensos, viviendo en el calor protector de una yegua,
siguiendo la carrera de una manada. Aprendiendo las normas sociales de los
equinos. No es casual desconocer una propiedad hasta que se pierde. Fue una
fría mañana, antes que la luz velara la oscuridad, cuando su cuello sintió que
nunca más volvería a ser libre. Simplemente llegaron, acorralaron a la manada y
anudaron el lazo a su cuello. Sus esfuerzos eran inútiles, sólo era un potro y
la suma de muchas manos consiguieron empujarle a un cubículo que fue cambiando
los olores que llegaban del exterior. La hierba húmeda iba desapareciendo, se
transformaba en tierra cada vez más yerma; en asfalto, cemento y humo.
Finalmente, cuando su cuerpo se detuvo dentro del remolque, no pudo reconocer
el rocío que llegaba a su hocico. Se abrió la puerta, el sudor de los captores
le espantó y le animó a salir a un aire desconocido. Corrió, pero no existía
dirección, siempre encontraba un madero que le paraba el paso. Creyó vivir allí
olvidado, buscando una puerta que no encontraba, pero que fue el acceso del
cercado que limitaba el camino a su pasado. Sin acabar de comprender las normas
de su especie.
El sudor volvió a situarse delante de él. La cuerda, que
desde aquella mañana le estuvo abrazada, se tensó. Sus patas no conseguían dar
un paso atrás. Notaba cómo iban entrando los clavos, uno a uno, por sus cuatro
cascos, poniéndole un hierro que le aislaba de ese suelo. Sintió como un
chasquido transformaba el rumor lejano que venía de la autopista, en dolor para
sus oídos, que se trasladaba a su lomo cada vez que la tira de cuero golpeaba
su pelaje. Galopaba, trazando círculos del radio de la cuerda que ordenaba su
domador. Se sobreponían huellas sobre huellas, hasta que no quedó nada de
aquella tierra sin pisar, hasta que su color blanco moteado estaba totalmente
empapado. El cansancio se apoderaba de
él. Cuando ya sentía desfallecer, los golpes cesaban, el galope dejaba de
retumbar sobre sus herraduras, y liberado, sólo podía buscar un trozo con
plantas para descansar. No encontró un
parapeto que le cortara el viento en invierno, ni una sombra que le ayudará a
escapar del abrasador sol. Tras dos
años, quedó tierra hendida por donde
pasaron sus patas. A un lado de la soga, se encontraba el poder del látigo. A
la otra un carácter que quedó indomable.
Siguió al domador, con movimientos nerviosos, alejándose del
cercado, tan cerca de él, que notaba la intensidad de su olor como no lo había
hecho antes. Al fondo, acercándose a
cada paso, la gran lona colorida, con su mástil central sobresaliendo y recogida por un punto mostrando una
oscuridad en el interior. Accedió, levantando con sus cascos una ligera capa de
polvo, de arena del albero.
******************
Al camarero de amplia sonrisa le tienen barriendo un rincón
del local. Levanta las motas que brillan en la columna de luz que hace florecer
la penumbra. Se mueve de espaldas a mí, sobre el suelo ajedrezado, deslizándose
entre cuadros blancos y negros, aferrado a la escoba y deslizándola suavemente
para no despertar los ruidos que están aletargados hasta la hora que las tazas
blancas vuelvan a chocar con los platos.
Siento todos los sonidos agazapados en mi cuello. Los
sonidos que no he emitido y los que no he escuchado. Arañan mi garganta en forma de sollozo. Me
hiere cualquier “te quiero” que no se
pronunció y el sonido de un beso que no fue. Sangra en mis entrañas el torso de
unos dedos acariciando mi cara, ese leve sonido que me habla de una respiración
cercana. No puedo evitar resumir lo pasado en el llanto de lo no escuchado, en
las palabras que quedan aquí guardadas, y no sé si quedarán. Siento el peso de
todas esas palabras. Me arrastran al mismo fondo de mi propio ser, donde reina
la oscuridad de la incerteza, donde es insignificante juntar dos letras, porque
ahora no me explican nada y no hay forma de que pueda entenderlo. No quiero sentirme una ciudad visitada, no
quiero que nadie venga a admirar lo que se construyó para mirar con pena lo que
hay.
Pasa el paño sobre las mesas de frío mármol, alineadas en un
perfecto orden, con su blancura mirando hacia el techo, no puedo evitar ver un
camposanto. Veo a corrillos de personas
en constante cuchicheo, vestidas de colores respetuosos y, aunque no tiene que ser ese mi futuro más
cercano, las miradas esquivas y las voces bajas están ahora en mi presente.
Mírame camarero,
hazme real, explícame con tu mirada el ruido que hace el tiempo que se me escapa.
******************
Allí en la penumbra vinieron cientos de olores, a otros animales, a comida desconocida, a
sudores, parecidos al del domador, pero sin ser el suyo. Vio por primera vez la
gradería, vacía. Sólo la madera desnuda, trazando un círculo perfecto en varios
escalones. No había mucha actividad, poco movimiento, y la pista, totalmente
vacía.
Empezó a dar vueltas. Al principio despacio, hasta que el
chasquido, que se volvía con el eco del sonido rebotado en la tela, le hizo
acelerar el paso. Se iba adaptando a cada vuelta, a correr al lado del bloque
de madera, a correr con menos luz y reconociendo esos olores. Aquel primer día no estuvo mucho tiempo, el
que consideraron suficiente para que se fuera acostumbrando a su lugar de
trabajo, a empezar a respirar aire mezclado con albero y a conocer el poder que
puede llegar a tener una fusta.
Los días empezaron a convertirse en una rutina, pero no en
una costumbre para su carácter. El entrenamiento se iba haciendo más duro
conforme pasaba el tiempo. Se iban acumulando los golpes en su pata delantera
para que hiciera reverencias a una
muchacha fina de media melena morena.
Cada vez se hacían más dolorosos los pinchos clavados en su costado, y
los tirones en su mandíbula para conseguir que frenara en seco. Aprendió a sentarse a base de reconocer el
dolor, y a mantener un ritmo de una música cansina, subido sobre una plancha
que le transmitía calor. Aprendió a moverse con otros caballos, y con gente que
transitaba sobre el polvoriento suelo. Sólo, de tanto en tanto, tenía la suerte
a su lado y recibía una canasta con mandarinas, donde saciaba su hambre, y el
olor de sus flores le devolvía al calor de una yegua.
Antes de salir el sol le metieron en el mismo cubículo.
Volvió a sentir el movimiento bajo sus pies, y el incesante cambio de aromas.
Permaneció allí, sin espacio, un tiempo que le pareció interminable, entre
bamboleos y escasos momentos de quietud. Al bajar, ya nada le pareció igual, ya no estaba el
cercado que le permitía descansar de la cuerda atada al cuello. Le ataron a un
carro, y el resto de aquel día fue para ayudar a montar el circo.
Pasó la noche en una cuadra con las paredes rozándole los
costados, escuchando los relinchos que le venían de sus lados y la certeza de
que, a partir de esa noche, los días no volverían a ser iguales. Al amanecer, le sacaron y atado a un poste,
tuvo una insuficiente ración de comida y de agua. Veía mucha gente que se iba
moviendo a su alrededor, con miradas curiosas, con dedos que señalaban y con
nuevas vueltas al recinto de las gradas, pero ahora, lo sentía diferente, y no
tenían el mismo olor.
Empezó a sonar la música, y las luces de la carpa se
encendieron. Estaba nervioso. Notaba una excitación en el resto de animales.
Aquellos nervios le contagiaban. Llego la hora de su debut. Salió a la pista,
con una manta blanca colgando por sus costados, con una línea dorada marcando
el contorno, unas plumas del mismo color, cogidas grácilmente a su cabeza y con
la muchacha de pie sobre su lomo, con el ritmo que le quemaba en la piel, y
dando vueltas sobre la pista, con el recuerdo de los pinchazos, entre los
aplausos de los que estaban sentados en
las gradas, y el recuerdo de los golpes facilitándole el trabajo.
¿Cuánto vale la sonrisa de un niño?
******************
El humo se aleja de la boca del camarero mientras los niños
se esconden detrás de la falda de sus madres. La puerta del bar se cierra tras
de mí, y el camarero, y la distendida compañía, se despiden con leve gesto de
cabeza. Vuelvo a casa, pero no sé definir el camino. Puedo controlar la
distancia entre las calles mal planeadas de esta ciudad. Recorrer más o menos
espacio, pero no consigo ver la importancia de los pasos recorridos. La dureza
del suelo está en cualquier dirección que coja. Me rodearán los mismos ruidos,
los mismos coches, los mismos gritos, y la misma camiseta que se agita sobre mí
para poder ser tendida en toda su amplitud. No hay diferencia entre el color
del pavimento, ni de las fachadas, y en cada escaparate que me cruzaré sólo
veré la importancia de mi reflejo en la cristalera.
Cuando no existe dirección que coger, cualquier camino deja
el regusto amargo del café que me acabo de tomar. No quiero esconderme tras mis
decisiones, quiero enfrentarme a ellas, a buscar un destino que está por
decidir, ahondarme entre amistades que
se hacen distantes, ilusionarme en mis días laborales e irme a dormir cuando el
cuerpo me dice Eva: que ya no puedo más.
No todas las decisiones que marcan mi vida pueden ser mías.
No puedo marcar ni los días, ni las noches. Ni cuando es sábado o lunes. Pero sí puedo centrarme en lo que me
corresponde. La luz es sólo una respuesta a la oscuridad, y los esfuerzos puedo
centrarlos en encontrar el interruptor.
Tampoco puedo engañarme y verlo fácil, ahora no sé definir
el camino. Me conformaría que la sombra que provoca un arco, me aliviaría un
instante de este sol abrasador.
******************
A las cuatro horas volvió a repetir el número. Otra vez
volvió a sonar la música, volvió a quemarle las patas, y sintió la ligera
muchacha clavando los pies en su lomo. No hay nada como el recuerdo para
facilitar el trabajo.
Vivía en un carrusel sin fin. Subía al cubículo, arrastraba
para montar el circo, dormía con el roce de las paredes y el látigo le mostraba
la hora de despertar. Recorrió la pista miles de
veces, aunque las patas le pesaran, aunque el sudor le camuflara el color,
aunque los aplausos le retumbaran en los oídos.
El destino puede ser una ruleta con forma de pista. La fortuna
quiso que una noche su historia tuviera que reescribirse. El dolor de una pata
trasera le hacía cojear. Nadie se fijó, y aunque así hubiese sido, el
espectáculo debe continuar. El número se iba haciendo con total normalidad,
pero su cojera se iba pronunciando. Al ponerse sobre las patas traseras, el
dolor no pudo soportar el peso. No siempre es suficiente el recuerdo para
facilitar el trabajo. Las carcajadas de
un público poco entregado ridiculizaron a un domador que se pensaba que el
éxito es reverenciarse ante una gente que aplaude.
Amaneció encerrado en la minúscula cuadra, la misma donde
pasó el resto del día siguiente. Al caer la noche, la música volvió a sonar, y
él se movió al ritmo de lo aprendido. Estaba encerrado en la cuadra, marcando
los acordes sobre el estiércol, y allí quedó durante muchos días. Hasta que un
sudor totalmente nuevo arrastró de él y le alejó del olor de la tierra de
albero.
******************
La cera sobre el plato es lo único que queda de la vela
perfumada. Aún puedo sentir su olor. ¿Cuánto tardará el tiempo en acabar de
desvanecerla? No creo en más juez que
él, el tiempo. Fue el tiempo quien deshizo el remordimiento de los actos que no
he aprobado. Y sólo él me ha traído a la confortable casa que forman estas cuatro
paredes. Me gusta ver la cortina moverse en la corriente de la ventana
entreabierta. Me gusta ahora, en este momento, en este segundo insignificante,
porque es ahora cuando ocupa mi mente. Posiblemente, el tiempo, se encargará
que la cortina quede quieta en la memoria.
No consigo recordar cada instante que he vivido, ni tan sólo
puedo estar segura de recordar todos los importantes. Quedan los
significativos, pero no puedo jurar que todos los trascendentes estén
presentes. ¿Es eso el olvido? ¿Borrar
momentos importantes? ¿Dejar momentos significativos? De mi boda, tengo los
momentos que la formaron, pero me falta mucho tiempo de ese día. No estoy horas
recordándola, y cada minuto fue importante. Sólo instantes, con un marco de
felicidad. Mucho más importante fue el nacimiento de mi hijo, y todo su
crecimiento. Instantes. Del divorcio, no hubo tal marco. Los momentos se me
alejan en el tiempo, y todos están muy distanciados entre sí. De la hipotenusa
que junta esos catetos, quedan instantes con marcos de diferentes tipos,
momentos olvidados, importantes, significativos.
¿Qué tiempo soy? ¿Importante, significativo? ¿Recordaré el sonido del teléfono que ahora
me rescata del olvido?
******************
Quedó estribado y atado en un descampado que más parecía un
vertedero que un prado. El nuevo dueño casi nunca estaba y, cuando estaba, era un cuerpo sin apenas
movimiento. Se alimentaba de las hierbas que se escapaban de la suciedad, y de
lo poco que tenía a bien darle. Aprendió a no acercarse, porque siempre acababa
alejado a palos. Aprendió a temer al humo, porque el fuego quema. Apenas
consiguió ser desahogo de golpes, y diana cuando no estaba lo suficientemente
cerca. Y olor a chamusquina, cuando el día de su propietario no había sido
bueno.
El carácter del caballo se vio imperturbable. Las heridas de
las estriberas nunca acababan de curarse, y se movía a golpe de cuartos
traseros, con el recuerdo de la pata dolorida. Hasta que una noche, una reunión
de amigos, no encontraron mejor diversión que un caballo que mostraba las
costillas de su contorno. Siempre hay quien encuentra valentía detrás del
alcohol. Uno hubo que se subió, que golpeó en los costillares, que sonreía y
saludaba, que provocó un ritmo compasado que despertó la memoria del equino.
Ahora, no vivía en un circo. Se levantó sobre sus patas traseras, al igual que
hacía antes cuando se lo ordenaban. El chico no supo guardar el equilibrio, y
cayó hacia atrás. El
caballo le propinó una coz cuando casi no le había dado tiempo a sentir el
golpe sobre el suelo.
Fue la policía quien tomó la decisión de llevarlo a la
cuadra. No tenía papeles, ni el propietario medios para mantenerlo. Los de la
ambulancia se llevaron al muchacho, cuando ya había recobrado la conciencia. Al caballo
le volvió a cambiar el destino, estuvo metido en aquellos tres por cinco
metros, sin apenas ejercicio, durante un año, esperando que el pincho acabara
con su sufrimiento.
*****************
Dime que te vas a quedar conmigo. El olor de la flor a
mandarino de aquella mujer, le trajo la frescura del prado que se mantenía en
su recuerdo. Sólo necesito un compañero. No tenía fuerzas para levantarse. Dime
que mi amiga se acordó de mí, porque yo no me voy a olvidar de ti. Él la
miraba, y respiraba, y olía. Me voy a quedar aquí contigo. No dejaba de
mirarla. Ya no siento el peso de todas las palabras que no he dicho. No quitaba
la mirada de ella. Ayúdame, quiero vencer esta enfermedad.
Mientras el sol descendía en el horizonte, tuvo un nuevo
cambio de destino, tuvo una mirada y un tiempo de confianza. Tuvo, sin saberlo,
una cuerda que se cayó al suelo, y fue mucho más que el tibio alivio de la
sombra de un arco en un día caluroso de verano.
Eres la bifurcación que ha
desaparecido, por eso, tú a partir de ahora,
serás Camino.
* Basada en hechos reales.
Jaime Ernesto
He disfrutado realmente leyéndolo. Me ha gustado su fuerza narrativa, su vida y la forma de narrar las dos historias.
ResponderEliminarDesde luego que esta historia no deja indiferente, me ha gustado mucho, y te doy las gracias por compartirlo.
ResponderEliminarUn beso
Al leer este relato han aflorado en mí sentimientos encontrados, por un lado, la tristeza como consecuencia de lo que la vida iba deparando al sufrido corcel; por el otro, la felicidad, al dejarme entrever un buen final para el susodicho animal y para embellecer aún más el relato mis felicitaciones para quien supo elegir las elocuentes palabras de Mario Benedetti y los acordes de "en Aranjuez con tu amor". Gracias por compartir tantos sentimientos en tan poco espacio
ResponderEliminarMuchas gracias Francisco por pasar, leer y comentar, me alegra que te haya gustado y te haya hecho sentir. Un gran abrazo y feliz domingo.
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