Ahí estaba
yo, con las tetas al aire delante de esos tontos vestidos de camuflaje, que
boquiabiertos miraban su balanceo…
Por aquel
entonces yo contaba dieciséis años, las hormonas las tenía bastante
revolucionadas. Nada me estaba bien, era una inconformista recalcitrante,
pensaba que podría cambiar el mundo. Siempre tenía razón y protestaba por todo.
Una mañana
discutí con mi padre acaloradamente. Hablando en plata, le monté al pobre
hombre un santo pollo. Harto de escucharme, me dijo:
— A ti te llamará un coronel para comandar
al ejército con el carácter que tienes, los pondrás firmes a todos.
— ¡Anda ya! – le contesté con desdén.
Sobre las dos
de la tarde, el cartero trajo una carta certificada donde indicaba que debía
presentarme en quintos del ayuntamiento para tallarme.
— Ya te lo decía yo. El coronel, con lo
que gritas, te escuchó esta mañana; y desde luego no va a desaprovechar tanto
potencial, máxima eficiencia con mínimo esfuerzo – decía mi padre, mientras sin
podérmelo creer lloraba sin consuelo. No podía imaginarme con mis tacones, mis
curvas, un rifle colgado y mi cabeza rapada.
Tuve que ir,
el día señalado en la cita, para indicar que era mujer y no estaba obligada a
realizar el servicio militar. Allí que me presento, con blusa y minifalda, pelo
suelto y nada de maquillaje, no vayan a creer que oculto barba. Me hacen pasar
por estrechos pasillos, hasta una habitación, donde un hombrecito de mostacho y
vestido de camuflaje me espera detrás de una mesa. Para qué llevará este hombre
un traje de verdes si la habitación es blanca, ¡no tiene donde esconderse! Me
siento delante, en una silla que para eso está. El sargento, que digo yo que
será sargento, porque las medallas que luce en el pecho tienen más pinta de ser
potaje que de ser de general, me mira, y resulta que es bizco. No hay nada
malo, claro, pero esperemos que el enemigo sea tranquilo, porque como sea nervioso,
éste no les acierta. El sargento bizco me mira. Me remira. Mira la hoja. Me
vuelve a mirar. Se levanta, se coloca el arma que tiene entre las piernas, y no
habrá tenido momentos en el día para colocar el fusil que ha de esperar a que
venga yo. Sale del cuarto, y se pone a hablar con uno que está en el escritorio
de la puerta. Se asoma, se ríe, y coge el teléfono. A todo esto, el sargento
que no me ha dicho ni buenos días. Mejor era así, porque es ponerse a hablar y
salen perdigones por doquier. Ahora sé que está armado y tiene munición. Y la
babilla blanca, que se acumula en la comisura. Para no ver la baba que se va
acumulando en el bigote, miro hacia la puerta, y ya son tres los que van
riendo. El buen hombre está delante de mí, con las manos metidas en el cinturón
ese que no sujeta los pantalones, pero que todos llevan. Después de un rato de
hablar, sin yo tener ánimos de escucharle por no mirarle, siento que me pide
perdón, que han sido cosas de la burocracia, y yo pienso, te perdono lo que tú
quieras, pero ¡límpiate por favor! No volverá a suceder. No hablo de la baba,
hablo de servir, de vestirme con cinturón que no sujeta los pantalones.
Cuál no sería
mi sorpresa al mes siguiente cuando el cartero trae otro certificado. Pensé,
por ser bien pensada, que el señor sargento se quería disculpar. Al abrir la
carta y ver que no estaba llena de tropezones, empecé a sospechar. Pues no fue
el señor sargento, no, que insistían que este cuerpo está hecho para pegar
barrigazos. Y no digo que no, pero al
menos podían esperar a que me pusiera tetas de silicona, que menos dolerá. Que
voy para allá, sin esperar ni fecha ni fecho. En la habitación el militar que
me espera en un rincón, que más parecía un helecho que un militar. Anda que si
Rambo tuviese ese cuerpo iban a hacer tantas películas. Me vuelve a mirar, y yo
que me he olvidado de ponerme la minifalda. Ahora sí que me veo como Johnny con
su fusil. En la puerta ya cuento cinco, será que el ejército está escaso de
personal que se tienen que acordar de mí. El hombrecillo, que tose, que se
coloca el armamento y que me dice que ahora sí que sí, que la patria necesita
de hombres, y que conmigo, no cuentan. Pienso para mí, espera, que a la
próxima, seré yo la que me coloque los cojones.
Al mes
siguiente el señor cartero trae una tercera carta certificada donde indicaba
que según el código no sé cuál, me veía obligada a presentarme, de no ser así
se procedería a dar las correspondientes órdenes para mi detención.
Ya no pude
más, salí corriendo hacia el ayuntamiento y desde la puerta del departamento
de quintos, llorando, me desabroché la
blusa y saqué mis senos del sujetador. Y cogiéndolos con las dos manos, les
chillé:
— ¿Con este
par de tetas tengo pinta de tener que hacer el servicio militar?
No volví a recibir ningún requerimiento
más.
* Basado en hechos reales.
Laura y Jaime
Es una historia muy divertida contada de forma ligera. Buen texto.
ResponderEliminarMuy bueno tiene un buen toque de humor
ResponderEliminarSí que es divertida, muchas gracias por los comentarios. Pasad buen finde.
ResponderEliminarQué bueno. Garrulos que son todos
ResponderEliminar¡Buenísima y divertida! Me encanta.
ResponderEliminarAbrazos.