Otro año más y con él, una nueva temporada de
carreras por delante, en la que visitar circuitos y reencontrarse con viejos
amigos. Cogimos el coche y pusimos rumbo a Madrid.
Cómo no podía ser de otra forma, dejamos todo el
papeleo y los planes de viaje para última hora y fue por ello que, sin
quererlo, vivimos “un día de lo más normal”.
Ya en el circuito y habiendo dejado a los maridos con los pilotos decidimos
salir a comernos el día. Lo primero sería quitarnos la fastidiosa tarea de
recoger la licencia de Sergio en la RFEA (Real Federación Española de
Automovilismo), por aquello de no hacer los deberes hasta el último día y, una
vez resuelto, pasarlo en grande por la ciudad.
Beatriz se puso al volante de mi coche y emprendimos la marcha. Tras
vueltas y más vueltas por el centro de Madrid en busca del edificio de la RFEA,
nos dimos
cuenta de que se lo había tragado Cibeles o
algún que otro dios mitológico que se había propuesto amargarnos el día.
Ante tal desesperación y en un ataque brillante de racionalidad, saqué el
plano de Madrid y comencé a darle instrucciones a mi piloto.
— A la izquierda, a la derecha.- ¡Horror, no giraba en la dirección que yo
le indicaba si no en la contraria y cada vez estábamos más perdidas por los madriles! – ¿Pero Beatriz, por qué no me haces
caso? - Le dije al fin, perpleja.
— Es que soy dislexicaaaaa- Contestó, fuera de sí.
— ¡Pues ya podías haberlo dicho antes, te habría indicado con señas y nos
habríamos evitado esta visita turística
por calles sin interés!
Paramos ante un semáforo, más que nada por aquello de que estaba en rojo.
Cuando, de repente, nos encontramos a una gitana al lado del parabrisas que no
dudó ni un segundo en embadurnarnos el cristal con espuma del más reluciente
marrón tierra. Beatriz, con los nervios ya prácticamente hechos trenzas, le dio
rauda y veloz al limpia en su posición más rápida al tiempo que el semáforo
pasaba a verde, aceleró y me dijo:
— ¡La gitana corre tras nosotras!
— ¿Cómoooo? ¡Ni se te
ocurra parar! -Exclamé aterrorizada, imaginando no sé cuantas cosas que podría
hacernos si nos alcanzaba.
Beatriz comenzó a reírse, con esa risa tan divertida que siempre me
contagiaba y, mientras tanto, yo blanca de miedo.
— ¿Se puede saber de qué te ríes?
—
De, de, de. ¡Que llevamos el aparato de
limpiar cristales de la gitana en el techo!
—
¿Eh?
—
Sí, cuando le di al limpia tomó vida
propia y se lo arrebató de la mano, saliendo
disparado y terminó en el techo del coche.
Yo no me había enterado de nada. Pensaba que corría furiosa por no haberle
permitido limpiar el cristal y… ¡Resultaba que, la pobre mujer, sólo quería
recuperar su herramienta de trabajo!
Entre risas y más risas conseguimos dar con el edificio y recoger la
dichosa licencia.
El tráfico estaba imposible en la ciudad pero, al cabo de un rato,
conseguimos llegar al aparcamiento donde solíamos dejar el coche en nuestras
visitas. Al llegar a la entrada un policía nos da el alto y nos pide que
abramos el maletero.
— No llevamos nada —Le dije, pensando en el problema que nos iba a
ocasionar.
— ¡Que abran el maletero!— Repitió, como si diera órdenes a todo un
escuadrón del ejército.
— Muy bien pero…que sepa que después no lo podremos cerrar.
Ante su mirada decidí que lo mejor sería obedecer y le dí instrucciones a
Beatriz que dio al botón rojo de disparar. Después del gran crec del disparo,
fruto de la presión ejercida sobre aquella cerradura rota, el capó quedó de par
en par descubriendo nuestros secretos: moqueta gris oscura adornada con alguna
que otra mancha, sin más peligro que los posibles microorganismos invisibles
que pudieran existir.
— Ciérrelo – Me ordenó otra vez el policía, me confundía con uno de sus
hombres. O…con algún tipo de terrorista decidido a autoinmolarse en un bonito
coche que todavía estaba acabando de pagar con gran esfuerzo.
Parecía que para el policía era del todo lógico ese razonamiento.
Ante tal situación de principio de irritación justificada, decidí, claro
que sin pensarlo, que ahora la orden la daba yo.
— ¡Ciérrelo usted, ya le avisé de que no se podía!
Sin decirme nada se puso a la tarea. Una, otra y otra, veinte veces más y
nada. Menos mal, pues si el dichoso maletero se hubiese comportado bien, cosa
que únicamente hacía ante las manos de Sergio, quizás habríamos pasado la tarde
en comisaría. Con su orgullo herido nos hizo apartarnos a un lado para dar paso
a la larga lista de coches que teníamos detrás. Llamó a un empleado del local
quien no tuvo mejor suerte, ante ello decidió que aparcásemos a un lado y allí
intentaría solucionar el problema. Después de varios intentos fallidos más,
decidió ir a por una brida y, cogiendo el artilugio superior e inferior que
formaban el cierre del vehículo, los unió y apretó la brida hasta que quedó lo
más cerrado posible.
Respiramos aliviadas y nos fuimos a comer a “Casa Paco”. Ya tenía yo ganas
de ir a este sitio, que en visitas anteriores no había podido visitar. Nos
pusimos las botas. ¡Qué forma de comer! Pero…quizá fue debido a tanta tensión
acumulada. Disfrutamos al máximo de la compañía mutua, hablamos por los codos
sin tregua y llegó la hora del café. ¡Oh no, en este restaurante no servían
café! ¿Cómo demonios seguir de palique sin el esperado y tan deseado café? La
primera vez en mi vida que me encontraba en semejante situación. No cabía duda
de que, ese día, todos los astros se habían confabulado en nuestra contra.
Pedimos la cuenta y tras desembolsar una cantidad bastante elevada para un
establecimiento que no servía mi bebida favorita, nos fuimos.
Encontramos una terracita que no estaba nada mal y tomamos el preciado
cafecito, con cremita y calentito. ¡Qué rico! Después del cigarrito nos
levantamos y, a pasear para bajar la comida. Entramos en varias tiendas de
objetos de recuerdos con la falsa excusa de alargar aquel agradable rato en el
centro de la ciudad
Pagamos el aparcamiento y fuimos hasta el coche. ¡Otra vez la pesadilla! No
era Chicote ni en la cocina, pero era digno de un reality show. La brida había
cedido y el maletero estaba abierto como un palmo! Nos fuimos turnando las dos
con los señores que habían formado corrillo. Tras observar a las dos damas en
apuros, decidieron que sólo un macho machote conseguiría realizar la hazaña.
Finalmente desistimos, decidimos que era preferible llevar el maletero un
palmo abierto a pasar el resto del día en un aparcamiento.
Llegamos a la salida, Beatriz introduce el tíquet por la
ranura y ¿Adivina? Ni hacia delante ni hacia
detrás, el tiempo para salir había sido sobrepasado. Ahí estábamos, las dos
pobres victimas de no se sabe qué confabulación directa contra nosotras,
envueltas en el más absoluto bochorno. Y fue en ese preciso momento en el que
la barrera se abrió, movimos nuestras miradas perplejas intentando averiguar de
qué forma se había producido el milagro y, los cuatro ojos, recayeron sobre nuestro salvador, el chico de la brida. Con un
guiño nos hizo señas de pasar y con tono gracioso exclamó:
— ¡Por fin sois libres!
No lo pensamos dos veces, le dirigimos sendas sonrisas, Beatriz puso la
directa y cogimos la de Villadiego. Estábamos hasta las narices de tanta
aventura. Al llegar al exterior, de nuevo, al inframundo de los atascos.
—No pasa nada, tampoco tenemos ninguna prisa.- Comentamos.
Y allí, entre tanto coche esperando conseguir avanzar aunque fuera un
centímetro, veo acercarse a un señor hacia mi ventanilla. ¿Ahora qué querrá
este? Al tiempo me giré hacia Beatriz para ignorarlo, pero él, insiste, dio la
vuelta y tocó con los nudillos la ventanilla. Mi amiga ante el desconcierto, no
abre. Es entonces cuando él saca de un bolsillo interior de su chaqueta una
cartera, dejando al descubierto, en el breve espacio de tiempo que transcurre
desde que la coge hasta la empotra en el cristal, su bonita placa de Policía
Nacional. Beatriz le abre, él se presenta, al parecer es de la secreta. Nos mira
a esa cara que se te queda cuando estás pensando: ¿Y, ahora qué he hecho?...y
tras una inquietante pausa, simplemente dice:
—Desde mi coche he observado que llevan el maletero abierto.
¡Uff! Le decimos que se nos ha estropeado y le damos las gracias. Cuatro
coches más allá, un grupo de personas nos llaman para decirnos lo mismo. Al fin,
conseguimos salir del dichoso atasco y entrar en la autopista, claxon por aquí,
claxon por allá, con la dichosa frase. ¡Lleváis el maletero abierto!
Llegamos a la barrera del circuito y los vigilantes como no podía ser de
otro modo, exclaman ¡Lleváis el maletero abierto!
— ¡Ya lo sabemos!- Contestamos las dos a la vez con un tono de irritación
que deja al hombre desconcertado. Miramos hacia atrás y…estaba abierto pero no
un palmo ¡Estaba abierto de par en par!
Los chicos ya habían terminado los entrenos y los padres estaban con ellos
haciendo planes para ir a cenar.
— ¿Qué tal vuestra escapada? - Preguntaron con interés.
Cruzamos nuestra cómplice mirada, esa mirada que solíamos tener en aquella
época y contestamos.
—Pues muy bien, nada especial, un día de los más normal.
Hoy en día, seguimos sin planificar las cosas, las dos entendemos que, la
mayoría de las veces, con tanto planificar te pierdes esos pequeños y
divertidos momentos que te ofrece la vida.
Bienvenida Nora.
ResponderEliminarUn relato muy divertido, lo he disfrutado mucho, gracias por compartirlo.
Un abrazo
Jaja me recuerda a Telma y Lois. Genial.
ResponderEliminarDe lo más normal, normal... no es ¡Pero divertido, un rato! Bienvenida.
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