Mi abuela era una de esas mujeres que llamamos de
carácter, de nacimiento y obligada por las situaciones: era la mayor de siete
hermanos y se quedó viuda en la posguerra con tres niños que criar. Eran épocas
de hambre.
En aquellos tiempos
la ciudad no era como es ahora, todo bloques de pisos, sino que en las afueras,
tocando con los campos de cultivo al margen del río, mucha gente humilde vivía
en casitas bajas. Eran algo más grandes que las chabolas, con cocinas
económicas, y sin campanas extractoras, suplidas por una ventana encima de los
fogones.
Así pues, y forzada por las
circunstancias, mi abuela consiguió trabajo por las mañanas, a donde acudía
dejando a los niños a cargo de la mayor de poco más de siete años y supervisado
por una vecina que les daba un vistazo de cuando en cuando.
Cuando se iba solía dejar el
caldo cociéndose, y así, al regresar se encontraba con la comida casi
preparada.
Todo fue bien durante un tiempo,
hasta que un día, al volver, se encontró con que le faltaba la pelota de carne
del caldo, cosa que empezó a repetirse bastante a menudo.
No sabía qué pensar: confiaba
plenamente en la vecina, los niños eran demasiado pequeños y aseguraban no
saber nada, y aunque por allí pasaba
gente que iba a los campos a trabajar, dudaba de que ninguno de aquellos
fuera el responsable, ya que los conocía y creía que, aunque alguno fuera capaz
de hacerlo, ninguno se atrevería a hacer algo así delante de los demás.
La situación se repitió durante
un tiempo hasta que, harta, pidió un día de fiesta, que le concedieron tras
explicar lo que pasaba.
Así pues, sin decir nada simuló
que se iba a trabajar, y se quedó escondida a ver qué pasaba con la pelota.
Estuvo escondida durante unas
horas, observando la casa desde lejos, contemplando el panorama y mirando a un
gato que daba vueltas por ahí, hasta que se puso encima del alféizar de la
ventana tumbándose cómodamente.
Cuál sería su sorpresa cuando,
al cabo de un rato, vio que el gato se desperezaba, se puso a observar la olla
y aprovechando los movimientos producidos por el hervor del caldo, al borboteo
la pelota de carne, subía y volvía a bajar, de un rápido movimiento, con la
garra, “pescó” la pelota y se puso a comer con la mayor tranquilidad.
En fin, como ya he dicho, mi
abuela era una mujer de mucho carácter.
Al día siguiente los niños se
llevaron una gran alegría, porque en aquellos tiempos de tanta escasez, y sin
ser fiesta señalada, tuvieron cazuela de conejo de tejado en salsa para comer.
Albert Gran
Preciosa historia de una admirable mujer de carácter, muy bien contada.
ResponderEliminarFelicidades señor.
¡Parece que al final recuperó el buen guiso! :)
ResponderEliminarEstupenda historia y bien contada, gracias por compartirla. Te invito a que nos cuentes todas esas aventuras que tienes en los bolsillos, queremos disfrutar de ellas, no seas avaricioso, jeje.
ResponderEliminarUn beso con cariño.
Geniall, aunque yo no se si hubiera comido,
ResponderEliminarUna historia muy simpática y muy bien contada. Muchas gracias por compartirla :).
ResponderEliminarSaludos
Me hizo recordar a mi gata que era una ladronzuela de mucho cuidado,jeje. Es una bonita historia.
ResponderEliminarSaludos
Alexandra