Cuando
la cama es ahora sólo para ti, es muy duro poner el pie en el suelo. Pisar un
suelo con el frío que es sólo mío. Me sigue a cada paso, por el pasillo, en el
lavabo, mientras el jabón desaparece por el desagüe, en la cocina, con un café
que irremediablemente dejó de estar caliente, mientras se suspira, mientras se
piensa, mientras se devora las primeras bocanadas del día. Me paro al salir,
respiro hondo y repito las palabras: “Hoy
no vuelvo… hoy no vuelvo… … hoy no vuelvo.”
Pero
volví, pero vuelvo, después de haberme encontrado con la calle, de seguir nucas
formando una sucesión de baldosas en movimiento que huyen a más velocidad de la
que yo sé huir. Volví después de haber recibido una sonrisa, pero dedicándome
unos ojos tristes, de una de las secretarias, después de haber pagado por una
comida que no me supo y después de bajarme tres paradas más allá de lo que
toca, para tener la sensación durante tres paradas que hoy no vuelvo.
Se
fue. Se fue mientras repartía una caricia en mi mano. Aún siento ese calor,
siento como sus dedos se fueron deslizando desde la muñeca, recorrieron la
palma de mi mano, atravesaron cada una de las líneas que la cruza. Poco a poco,
se fueron juntando los dedos, los míos, los suyos. Me viene la imagen a cámara
lenta. Cada vez que cierro los ojos, cada vez que los párpados caen. Me
arrancaría el brazo para dejar de sentir su calor en la punta de los dedos,
pero no puedo permitirme vivir sin sentir su calor en la punta de los dedos.
Ahí, justo ahí. En el último contacto.
En
su marcha quedaron los recuerdos de un futuro que no es el que me
prometió. Quedó su lado del armario, y
sus cajones, su pijama encima de la silla, con la manga apoyada en el suelo
dejando todo el frío. Quedó su taza en el fregadero y el cepillo de dientes
encarado hacia la misma pared. Quedó todo de ella, aunque ya no quede nada de
ella. Quedaron todas su consonantes, y todas su vocales, las palabras que
estuvieron dichas y las que guardó en algún rincón. Le permití tener algún
rincón. Quedaron las tonterías para hacerme reír. Quedó la sequía en mi
garganta.
En
noches que soy más humo que aire, más alcohol que sangre, dejo al frío que me
sigue paso a paso guardando su retrato y confundo la punta de mi dedo con el
calor de un cuerpo de tanto la hora. Siempre el mismo, el que me bendice con el
silencio, sólo roto por el sonido de la cremallera de los pantalones, y me
maldice con la compañía. El que no me pregunta y al que no tengo que explicarle
que aquella noche dobló una esquina, porque no se pueden atravesar los edificios,
y cruzó por allí, porque no lo hizo por otra calle. Me digo… me digo… … me
digo. Que debí ser yo el que fundió piel y metal, que debió ser mi espalda la que
rompió la luna, que por qué no fueron mis oídos los que escucharon el ruido del
frenazo, y no oí como sonó mi propia muerte. Por qué no fue mi cabeza la que
impactó sobre el asfalto, y no fue mi ser el que iba dejando escapar el calor
estirado en el suelo.
No
tardará en llegar el momento en que se deje de contar hasta tres, en que se
encontrará el valor en su ausencia, y se estirará mi cuerpo en la silueta que
dejó el suyo. Buscaré su calor, que seguro que está allí oculto, más allá de
mis dedos, esperándome, y ese día, uno… dos… …tres, no volveré.
Jaime
Ros