Muerta. Estaba muerta. Esa mujer para él desconocida
yacía muerta en su cama con las ropas rasgadas y el cuerpo totalmente empapado
de sangre. No sabía. No recordaba. ¿Quién era esa mujer? Apartó los ojos del
cuerpo sin vida de la joven y miró a su alrededor. Reconoció el lugar. Era su
apartamento. Un lujoso apartamento en el centro de Beverly Hills que ahora
aparecía revuelto y con la mayoría de mobiliario destrozado. Jarrones rotos,
sillas derribadas por el suelo, cuadros descolgados de la pared y sangre. Mucha
sangre. No sabía. No recordaba. ¿Quién era esa mujer? Joven, guapa y rubia, sí,
rubia, como a él le gustaban las mujeres; tez pálida, labios sensuales y ojos
de color… de color… daba igual, no iba a levantar sus párpados para averiguarlo. No sabía. No recordaba. La
policía. Debía avisar a la policía. Buscó el teléfono y al fin lo halló, en el
suelo, debajo de una montaña de libros. Tomó el auricular y al marcar el número
descubrió, no con sorpresa sino con horror, el objeto que asía con fuerza en su
mano derecha: un cuchillo ensangrentado. No sabía. No recordaba. Un grito, un
potente alarido surgió del fondo de su garganta. Y luego pasos, voces alteradas
en el rellano de la escalera. Y golpes, muchos golpes en la puerta de su
apartamento. Abrió y se encontró con la mayoría de vecinos apiñados en la
entrada, con los ojos muy abiertos, mirándole. Se percató del por qué de sus
miradas. Le observaban a él, a sus ropas, teñidas de rojo, impregnadas de
sangre. La cabeza le daba vueltas, la habitación le daba vueltas, los ojos se
le nublaban y, de pronto, se desplomó.
Despertó en un lugar áspero, oscuro, tumbado en un
camastro duro, incómodo. No sabía. No recordaba. Ladeó ligeramente su cabeza y
pudo ver un retrete sucio, muy sucio, que despedía un olor repulsivo. A su lado
había una vieja y destartalada mesa y, encima de ella ¿qué había encima de la
mesa? No podía distinguirlo. Se irguió un poco y observó. Cucarachas. Huidizas
y repugnantes cucarachas correteaban alegremente encima de la mesa. No sabía.
No recordaba. Terminó de levantarse e intentó conocer dónde se hallaba. Y
entonces comprendió. Vio los barrotes en la ventana y supo dónde se encontraba:
en la cárcel. No sabía. No recordaba.
Le acusaron y juzgaron por un crimen que él aseguraba no
haber cometido y ahora, sentado en el banquillo de los acusados, esperaba el
resultado del juicio. El veredicto no se hizo esperar. Los miembros del jurado
entraron en la sala y, uno a uno, fueron dando la resolución. CULPABLE.
CULPABLE. CULPABLE. No sabía. No recordaba.
De nada sirvió contratar a los mejores
abogados del estado, la condena iba a ser ejecutada: pena de muerte, la silla
eléctrica. Ya estaba todo listo: su cabeza había sido rapada y un sacerdote le
había absuelto de todos sus pecados. Le condujeron a una extraña habitación,
vacía, a excepción de la silla que se hallaba en el centro del cuarto. Le
sentaron a ella y sujetaron sus brazos, piernas y cabeza, dejándole
completamente inmovilizado. Sus ojos fueron vendados y presintió que su fin
estaba próximo. Empezó a rezar en el momento que el alcaide de la prisión dio
orden de iniciar su ejecución y fue entonces, cuando un sudor frío se deslizó
por su frente, cuando sintió una aguda descarga eléctrica recorrer todo su
cuerpo, en ese mismo instante, recordó…
Lola Sans