Para alcanzar Eilat, se han de atravesar mil puentes.
Los hay de piedra, de cuerda, de hierro, de niebla y de
sueños —de muchos sueños incumplidos.
Las personas que los atraviesan caminan y susurran sus
historias a la brisa, que los envuelve, que los abraza, que parece escucharlos.
Se aproxima un instante para separarse al siguiente, y parece que las historias
de los transeúntes las aleja, para filtrarlas entre las grietas de los
edificios antiguos que dejaron atrás.
Algunos se vuelven y observan cómo las fisuras se hacen
profundas —tanto o más que los surcos que el tiempo se ha encargado de tatuar
sobre sus rostros. Sonríen porque están convencidos.
Otros, cansados y abatidos, decepcionados y encogidos por el
dolor de lo vivido y el exilio de la incomprensión, se arrodillan en el último
tramo. Sienten miedo, y la mujer loca lo entiende, porque ella estuvo allí.
Con una sonrisa se aproxima a ellos y, con solo palabras,
los empuja a avanzar. Cuando eso sucede, rugen las aguas turbias del río a modo
de violentas protestas. Ella las ignora —las conoce bien— y sabe que, ante la
firmeza de quienes han comprendido, nada tienen que hacer.
Muchos se dan la vuelta por las metáforas que dejaron atrás.
Son incapaces de alejarse de las promesas incumplidas: las reales, las
imaginarias, incluso las dejadas entrever... Ella, la loca, con la intuición de
su retorno, los despide con ternura.
Dicen los que vuelven a sus minúsculos cubículos enrejados
que es muy valiente. Ella sonríe, y dice de sí que es el camino, porque no
existe otra senda.
Los que van por decisión propia, los que son ayudados, y los
que se vuelven sobre sus huellas, todos derraman sus lágrimas amargas sobre los
torbellinos negros del río.
Todos saben de Eilat que, más que un lugar de árboles
fuertes, es un estado.
Y solo aquellos que pueden despojarse de todo —porque nada,
en realidad, les pertenece ni les ha pertenecido jamás— son capaces de alcanzar.
Laura Mir
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