Al igual que cada día, en el centro de la
gran ciudad, sobre una calle adoquinada en gris y poco transitada del casco
antiguo, en la cuarta planta de lo que un día fue un importante hotel de lujo,
se halla sentada delante de un espejo, arreglándose, una vieja bailarina; se
aproxima la hora de apertura de los teatros, la hora de su representación que
siempre le reporta de forma previa cierto nerviosismo.
Aunque sabe que lo vertiginoso de este siglo
tan moderno y tan técnico, hace a las personas sordas, ciegas e
insensibles; ella posee la certeza de que la gracia y gala de la danza no
morirá jamás.
Al caer la tarde, sentada ante su tocador, ya
vestida de blanco, con su maillot, medias y tutú de tul hasta debajo de las
rodillas, sublime elegancia; se peina y maquilla con gran esmero para su mejor
actuación, porque la siguiente siempre es superable. Se gira sobre el pequeño
taburete, y se calza sus zapatillas de raso rosa de media punta, lía y ata las
cintas a sus piernas con el celo y la solemnidad que merecen las importantes
ceremonias.
Se levanta, toma aire, exhala, alza su mirada
al cielo como en una plegaria, y bajo los rosetones de yeso, bronces y falsos
vidrios venecianos que decoran el techo del salón de estar de su suite de
hotel, como si de un escenario se tratara, se alza sobre la punta de sus pies y
comienza la danza al son imaginario de la música que sólo suena en el interior
de su cabeza.
Pasos, saltos, giros y piruetas al compás de
la sinfonía, movimientos realizados con delicada elegancia y automática
ejecución, llenan la estancia; mientras piensa abstraída en su gran fama y en la
enorme soledad que conlleva, la del artista, la que lo ha dado todo encima de
un escenario, hasta su vida por su vocación.
Incluso su mimosa y amada gatita de otros
tiempos, llamada Misha, la abandonó. Se escapó una noche de febrero por la
ventana tras un vulgar y astuto gato pardo de tejado; ahora no tenía con quien
dialogar, únicamente se tenía a sí misma.
Aún recuerda cuando era musa y posaba para un
gran pintor, el champán y las flores en el camerino, los regalos impresionantes
en cajas de terciopelo, y los recados ardientes con promesas eternas de sus
admiradores más pudientes.
Son los recuerdos de otras glorias, de otros
momentos de laureles y victorias, estos que forman los hilos del tapiz que se
teje durante toda una vida, ese que se expone de vez en cuando con añoranza
para uno mismo.
Se aproxima el acto final, salta, voltea, y
gira sobre sí misma hasta la última nota. Se alza sobre sus piernas, se adelanta
hacia su público imaginario que la aclama, y les saluda con una grácil y
humilde reverencia inclinándose. Llueven sobre ella, lanzadas por la multitud,
las rosas del éxito, entre aplausos y alabanzas, el aforo en pleno está en pie emocionado
tras su actuación, la estremece como siempre el contacto de tanta efusión, y dejándose
llevar, las lagrimas brotan de sus ojos de forma incontrolable; mientras en el
salón de la habitación de hotel y en la realidad más allá de ella misma, sólo
se oye el suave frufrú de su falda de tul.
Laura Mir