Ella llegó presurosa y tempranera
a la cita, como vaticinando que aquel era el día, el día en que se entregaría
por fin a su amor, y podría descubrir su gran secreto, esa pequeña vida que
crecía en su interior. Tenía el presentimiento de que por fin podría compartir la
existencia junto al hombre que amaba con todo su ser, a quien consideraba su
alma gemela. Ricardo ese mediodía, bajo un sol abrasador, la pidió en matrimonio
sentados y acurrucados en la orilla; acariciaban con sus juveniles labios el
borde de una copa de cava, mientras sus ojos brillaban por tan feliz
acontecimiento. Él le entregó una rosa roja junto a un estuche de joyería con
un modesto anillo de compromiso, que a ella le pareció el más bonito y maravilloso
del mundo. Con un beso apasionado sellaron su amor, y allí la dejó repleta de
ilusiones y proyectos de futuro, después de concretar una nueva cita al
anochecer de aquel dieciocho de agosto.
A él, lo acababan de hacer fijo en
la empresa en la que trabajaba como contable. Este hecho había dado origen a ese
impulso y acelerado los acontecimientos, lo cierto es que la amaba como nunca
había amado a nadie y lo tenía muy claro.
Aquella
noche ella no se presentó a la cita. Él la esperó, y la esperó, fue a buscarla
a casa de sus padres: no la habían visto desde la mañana. En su desesperación
organizó batidas para encontrarla. Después de muchas jornadas agotadoras, la
dieron por desaparecida. De eso hacía ya veinte años.
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Mi nombre es
Halia y paso los veranos junto a la familia de pescadores que me crió. Suelo
pasear por la playa cada amanecer junto a mi perra. Me gusta que las olas
rompan sobre mis piernas mientras Trotska va y viene trayendo los detritos que
ha dejado la marea. La primera vez que lo vi, no me percaté de que lloraba. Lo
que sí observé fue que, con la bajamar, él depositaba con dulzura algo sobre
las olas. Con el transcurrir del tiempo, fijé el acto en el calendario. Era el
dieciocho de agosto, coincidía con mi cumpleaños. Cuando lo pensaba, lo relacionaba
con el hombre triste y gris de la playa, y me interesé por él. Pregunté a
pescadores y tenderos de la zona, que me contaron su dolorosa historia. Ahora
sé también que lo que él entrega al mar, a la par que se mezclan sus lágrimas
con la sal de las olas, es una sencilla rosa roja. El mar es caprichoso, tiene
estas sorpresas. A veces son buenas, y a veces son malas. En mi caso, fue una
historia buena porque cuando pregunto por mis padres a las personas que me adoptaron,
siempre me dicen qué soy: la hija de las olas. Pero otras tantas, es malvado y
cruel, destruye con su violencia todo lo que toca.
Trotska, por
una razón desconocida, esta mañana se dirige a él y le lleva un palo de madera
posiblemente de un viejo barco ya hundido; y él parece que por unos instantes
se olvida y deja de llorar. Me acerco, y me enfrento a unos ojos tan profundos
y azules como los míos. Por un instante, me mira, queda quieto y pronuncia
quedo:
-
María
–elevando el tono, señala:- No puede ser.
-
¿No
puede ser qué? – Le pregunto muy extrañada.
-
Que
tú seas ella.
-
¿Quién?
-
María,
porque tú no debes tener más de veinte años.
-
No
sé la edad exacta que tengo, pero hoy celebro mi cumpleaños.
-
Eres
el fiel reflejo de una joven a la que quise con toda mi alma y aún espero. –
pronuncia como perdido en sus pensamientos.
-
¿Algo
muy malo debió pasarle para que tú estés tan triste?
-
Quiero
creer que se la llevó el mar.
-
A
mí me trajo el mar… - Le observo.
En la distancia, Trotska ladra y él
gira la cabeza con brusquedad, descubriendo su nuca. Entonces veo que tiene una
mancha de nacimiento con forma de concha marina, igual a la mía. Y ahora tengo
la certeza, de que el hombre triste y gris, es mi padre.
Laura y Eduardo