miércoles, 1 de junio de 2016

Faros de ciudad - Benjamín J. Green



La madrugada me envuelve en su manto de tristeza helada, a cada expiración de mi solitaria imaginación, diminutos cristales de hielo forman delicadas estructuras que vivirán efímeramente hasta que aparezca un poco de calor. Mi cuerpo adormilado, imagina sentir la cálida brisa del sur, cree que pronto saldrá el sol en esta parte del mundo. Todo se desliza sobre el precario plano de una existencia soñada y vulnerable.

Los últimos sueños se están despidiendo calladamente mientras desaparecen por alguna puerta trasera. Todo son difuminados, la niebla todo lo confunde, las calles, casas y avenidas, salen  y entran de ella de repente, como si fuesen apariciones fantasmales que se abalanzan sobre ti. Te gustan las sorpresas, como esa mujer del abrigo rojo que acaba de cruzarse conmigo; el carmín corrido sobre su sonrisa cansada, una fugaz mirada de vidas y mundos desconocidos que se alejan indiferentes a tu curiosidad. Sombras que se arrastran de portal en portal sin formas, sin alma, hambrientas de compañía.

De los horrores nocturnos, sólo puedo entrever alguna silueta, no se atreven a penetrar en el círculo que me rodea, se quedan en el borde, y esperan. Alguna vez se adivina una garra o la punta de un ala, siempre en silencio, como observando fascinados una luna particular. Sus disputas por los trozos que quedan de las victimas de sus andanzas, son cortas y sangrientas, dejando tras de sí, regueros negros y mechones de pelo. Nunca se dejan ver, pero no pueden resistirse a la verdad de su condición: a nadie le gusta morir solo y a oscuras.

Podría contaros la historia de cada adoquín de esta calle, de los tacones que a altas hora de la madrugada los pisan o de las locas carreras en pos de una felicidad que solo dura, el valor un billete. Búsquedas frenéticas de una química que proporciona de igual manera esperanza, ilusión, engaño y muerte.

El perro que se acerca y que pese a mi negativa, me deja un recuerdo húmedo, la vieja loca que noche tras noche tira migas de pan a los gatos que dan vuelta  a mí alrededor, creyendo que son palomas. Trajes sin cuerpo que siguen el ritmo frenético de los instintos ancestrales, cazar, comer, follar o amar hasta encontrar a quien vestir.

Recuerdo cuando sólo transitaban carruajes por debajo de mí atenta mirada, cuando la sangre tiñó de rojos cálidos las calles en la última guerra o la primera prostituta que me eligió como punto de contacto. De las velas, pase al gas y del gas a la electricidad, sin que nada haya cambiado demasiado, las mismas caras perdidas, la misma calle, la niebla espesa de las noches de invierno y los mismos deseos retorcidos. El lado oscuro de los hombres se arrastra bajo la luz de la luna desde el principio de los tiempos esperando conseguir lo inalcanzable.

He visto a la muerte deambular con las manos en los bolsillos, tomándose su tiempo, quizá buscando alguna dirección o esperando al borracho que viene dando tumbos y que cruza la calle sin mirar. Parejas de enamorados cogidos de la cintura prometiéndose felicidad eterna, pasearon por este trozo de ciudad. Mientras las malas sombras, sólo sabían insultar al cielo echándole la culpa de sus desgracias, los seguían furtivamente. He observado al oscuro ectoplasma de la desesperación pegarse a la chepa de algún desgraciado mientras este se tiraba bajo las ruedas de un camión.

Noches de satén negro traspasadas por los susurros de esquirlas plateadas semejan ser estrellas, principios de sueños que se estremecen ante la belleza de la próxima vida, cuerpos dormidos pegados el uno al otro, mi reino todo lo abarca. Hombres y mujeres que corren sin saber hacia dónde, para ellos lo importante es llegar rápido aunque sea a ninguna parte. Llantos que salen de sótanos tan oscuros como el corazón del que los frecuenta.

Cuando tímidamente el sol asoma por encima de los edificios, se le adivina reticente, seguro que también está falto de descanso o todavía perdido en algún sueño. No es que sea muy luminoso o caliente, pero su sola presencia, hace que las cosas vuelvan a tener sentido, ya sé donde estoy, la niebla se vuelve por el camino que la ha traído hasta aquí. Otra vez las cosas a mí alrededor se visten de color y calidez, los ruidos de la ciudad que se está levantando de la cama invaden las hasta entonces, silenciosas y pálidas calles.

El astro rey sale de su escondrijo, despierto con una sonrisa en el rostro, por fin siento como se funde la escarcha que me cubre. El calor invade poco a poco hasta el mínimo resquicio de este cuerpo recién animado a la luz de la mañana. Los miedos noctámbulos se vuelven a sus guaridas con el zurrón lleno de almas gimientes y prisioneras. Atrás queda la noche con sus delirios y monstruos. 

Puede que sólo sea una simple farola, pero tengo grabadas en mi memoria las vidas de los tiempos alumbradas por mi ojo de cíclope. Mi única ambición era la de crear mundos iluminados y ahora me he convertido en la ignorada reina de la noche de cualquier ciudad, una escriba solitaria que sirva de faro a todas las criaturas nocturnas, bípedas o no. Siempre habrá alguna luz que te guíe hacia la seguridad de tu hogar o hacía la perdición, aunque nunca repares en ella.


Benjamín J. Green




jueves, 12 de mayo de 2016

Noche Mágica - Estrella





Recuerdo que era una noche en cuarto creciente y me encontraba mirando el horizonte, podía disfrutar de la silueta recortada de las colinas y sobre la misma, un conjunto de estrellas que centelleaban. Parecían que bailaban una bonita coreografía, titilando al compás de una música que tan sólo ellas podían percibir. En el centro, la luna presentaba su cara más divertida.

Llevaba largo rato observando, cuando entre el resplandor de la luna y la oscuridad de la noche, vi dibujada la silueta de un jinete montado en un caballo blanco, que con gráciles movimientos seguían la bonita danza de las estrellas.

A medida que se acercaba, pude contemplar lo bien que vestía, un traje negro de buen corte con un gracioso sombrero de ala ancha y en su mano derecha llevaba una rosa roja. Él bajó de su montura y, dirigiéndose a mí, me entregó la flor acompañada del ofrecimiento de su brazo. Me invitó a seguir la danza que tan bonita me parecía como si yo me hubiese convertido en una estrella y embelesada, al compás de la música, empezamos a bailar. Bailamos hasta que perdí la noción del tiempo, hasta que, de repente, un destello de luz y un fuerte estruendo me hizo volver a la realidad. Desperté de aquel lindo sueño, que nunca más, por mucho que insistí, se volvió a repetir.


Estrella


martes, 3 de mayo de 2016

Culpable - Lola Sans






            Muerta. Estaba muerta. Esa mujer para él desconocida yacía muerta en su cama con las ropas rasgadas y el cuerpo totalmente empapado de sangre. No sabía. No recordaba. ¿Quién era esa mujer? Apartó los ojos del cuerpo sin vida de la joven y miró a su alrededor. Reconoció el lugar. Era su apartamento. Un lujoso apartamento en el centro de Beverly Hills que ahora aparecía revuelto y con la mayoría de mobiliario destrozado. Jarrones rotos, sillas derribadas por el suelo, cuadros descolgados de la pared y sangre. Mucha sangre. No sabía. No recordaba. ¿Quién era esa mujer? Joven, guapa y rubia, sí, rubia, como a él le gustaban las mujeres; tez pálida, labios sensuales y ojos de color… de color… daba igual, no iba a levantar sus párpados para  averiguarlo. No sabía. No recordaba. La policía. Debía avisar a la policía. Buscó el teléfono y al fin lo halló, en el suelo, debajo de una montaña de libros. Tomó el auricular y al marcar el número descubrió, no con sorpresa sino con horror, el objeto que asía con fuerza en su mano derecha: un cuchillo ensangrentado. No sabía. No recordaba. Un grito, un potente alarido surgió del fondo de su garganta. Y luego pasos, voces alteradas en el rellano de la escalera. Y golpes, muchos golpes en la puerta de su apartamento. Abrió y se encontró con la mayoría de vecinos apiñados en la entrada, con los ojos muy abiertos, mirándole. Se percató del por qué de sus miradas. Le observaban a él, a sus ropas, teñidas de rojo, impregnadas de sangre. La cabeza le daba vueltas, la habitación le daba vueltas, los ojos se le nublaban y, de pronto, se desplomó.

            Despertó en un lugar áspero, oscuro, tumbado en un camastro duro, incómodo. No sabía. No recordaba. Ladeó ligeramente su cabeza y pudo ver un retrete sucio, muy sucio, que despedía un olor repulsivo. A su lado había una vieja y destartalada mesa y, encima de ella ¿qué había encima de la mesa? No podía distinguirlo. Se irguió un poco y observó. Cucarachas. Huidizas y repugnantes cucarachas correteaban alegremente encima de la mesa. No sabía. No recordaba. Terminó de levantarse e intentó conocer dónde se hallaba. Y entonces comprendió. Vio los barrotes en la ventana y supo dónde se encontraba: en la cárcel. No sabía. No recordaba.

            Le acusaron y juzgaron por un crimen que él aseguraba no haber cometido y ahora, sentado en el banquillo de los acusados, esperaba el resultado del juicio. El veredicto no se hizo esperar. Los miembros del jurado entraron en la sala y, uno a uno, fueron dando la resolución. CULPABLE. CULPABLE. CULPABLE. No sabía. No recordaba.

De nada sirvió contratar a los mejores abogados del estado, la condena iba a ser ejecutada: pena de muerte, la silla eléctrica. Ya estaba todo listo: su cabeza había sido rapada y un sacerdote le había absuelto de todos sus pecados. Le condujeron a una extraña habitación, vacía, a excepción de la silla que se hallaba en el centro del cuarto. Le sentaron a ella y sujetaron sus brazos, piernas y cabeza, dejándole completamente inmovilizado. Sus ojos fueron vendados y presintió que su fin estaba próximo. Empezó a rezar en el momento que el alcaide de la prisión dio orden de iniciar su ejecución y fue entonces, cuando un sudor frío se deslizó por su frente, cuando sintió una aguda descarga eléctrica recorrer todo su cuerpo, en ese mismo instante, recordó…

Lola Sans



Haiku a la luna - Josep Macià








                                        Sonrisa en el cielo,
                                                   la luna que brilla.
                                                  ¿De qué reirá?



Josep Macià

                                                

viernes, 22 de abril de 2016

La fuerza de la ausencia - Jaime Ros





Cuando la cama es ahora sólo para ti, es muy duro poner el pie en el suelo. Pisar un suelo con el frío que es sólo mío. Me sigue a cada paso, por el pasillo, en el lavabo, mientras el jabón desaparece por el desagüe, en la cocina, con un café que irremediablemente dejó de estar caliente, mientras se suspira, mientras se piensa, mientras se devora las primeras bocanadas del día. Me paro al salir, respiro hondo y repito las palabras: “Hoy no vuelvo… hoy no vuelvo… … hoy no vuelvo.”

Pero volví, pero vuelvo, después de haberme encontrado con la calle, de seguir nucas formando una sucesión de baldosas en movimiento que huyen a más velocidad de la que yo sé huir. Volví después de haber recibido una sonrisa, pero dedicándome unos ojos tristes, de una de las secretarias, después de haber pagado por una comida que no me supo y después de bajarme tres paradas más allá de lo que toca, para tener la sensación durante tres paradas que hoy no vuelvo.

Se fue. Se fue mientras repartía una caricia en mi mano. Aún siento ese calor, siento como sus dedos se fueron deslizando desde la muñeca, recorrieron la palma de mi mano, atravesaron cada una de las líneas que la cruza. Poco a poco, se fueron juntando los dedos, los míos, los suyos. Me viene la imagen a cámara lenta. Cada vez que cierro los ojos, cada vez que los párpados caen. Me arrancaría el brazo para dejar de sentir su calor en la punta de los dedos, pero no puedo permitirme vivir sin sentir su calor en la punta de los dedos. Ahí, justo ahí. En el último contacto.

En su marcha quedaron los recuerdos de un futuro que no es el que me prometió.  Quedó su lado del armario, y sus cajones, su pijama encima de la silla, con la manga apoyada en el suelo dejando todo el frío. Quedó su taza en el fregadero y el cepillo de dientes encarado hacia la misma pared. Quedó todo de ella, aunque ya no quede nada de ella. Quedaron todas su consonantes, y todas su vocales, las palabras que estuvieron dichas y las que guardó en algún rincón. Le permití tener algún rincón. Quedaron las tonterías para hacerme reír. Quedó la sequía en mi garganta.

En noches que soy más humo que aire, más alcohol que sangre, dejo al frío que me sigue paso a paso guardando su retrato y confundo la punta de mi dedo con el calor de un cuerpo de tanto la hora. Siempre el mismo, el que me bendice con el silencio, sólo roto por el sonido de la cremallera de los pantalones, y me maldice con la compañía. El que no me pregunta y al que no tengo que explicarle que aquella noche dobló una esquina, porque no se pueden atravesar los edificios, y cruzó por allí, porque no lo hizo por otra calle. Me digo… me digo… … me digo. Que debí ser yo el que fundió piel y metal, que debió ser mi espalda la que rompió la luna, que por qué no fueron mis oídos los que escucharon el ruido del frenazo, y no oí como sonó mi propia muerte. Por qué no fue mi cabeza la que impactó sobre el asfalto, y no fue mi ser el que iba dejando escapar el calor estirado en el suelo.

No tardará en llegar el momento en que se deje de contar hasta tres, en que se encontrará el valor en su ausencia, y se estirará mi cuerpo en la silueta que dejó el suyo. Buscaré su calor, que seguro que está allí oculto, más allá de mis dedos, esperándome, y ese día, uno… dos… …tres, no volveré.


Jaime Ros


viernes, 1 de abril de 2016

Ambos lo sabíamos - Laura Mir



Al final del día entré en la habitación pequeña con un cuchillo en la mano, como si aquella estancia fuese una trampa y tuviese miedo, sin un grito, sin una queja.

Dejé el arma en la coqueta, y con rabia empecé a desabrocharme, sin cerrar los postigos, tanto daba.

Me aproximé al somier y crujió un poco, era viejo, como todo lo que nos rodeaba.

Me descalcé y estiré de las medias con fuerza, sin importar si se rompían o no, deseaba en aquel momento, que tras ellas se fuera el resto de mi piel. Notaba frío, estaba helada.

                                                                           Había vuelto a caer.

Tú temblabas vuelto de espaldas, te castañeaban los dientes. No sé si de arriba abajo o de abajo arriba. Tanto daba.

Me aproximé a tu oído y te mentí bajito para animarte:

— No hace tanto frío, es una noche estupenda.

Pero los fríos, ni el tuyo ni el mío, eran exteriores.

                                                                          Habías vuelto a caer.

Me metí en la cama y no pude hacer otra cosa que pegar la cara contra tu espalda, para que pudieses sentir todo lo que llevaba dentro de la jornada,  fue muy dura. También había una gran parte de ti junto al dolor y la sangre que en su retorno, golpeaba de nuevo y con violencia, la sien.

Enrosqué mis piernas a las tuyas y te abracé, con la única intención de calentarnos el corazón y el alma, pero fue imposible, habíamos vuelto a caer y ambos, ambos… lo sabíamos.

Lo sabíamos tan bien como nos conocíamos, entonces sin otra cosa que hacer ante los sinremedios, contradicciones y todos los nones del mundo, rompimos el frío, y nos reímos.



Laura Mir