El sol ya
había empezado a despuntar por el horizonte, estábamos a finales de mayo y
amanecía más temprano. Llevaba los ojos entrecerrados por el sueño y los
cegadores rayos de luz que venían del este. La temperatura a esa hora era agradable,
y por un instante, me arrepentí de llevar una chaqueta de lana fina, me
estorbaba.
Nos dirigíamos
a Palma, donde nos esperaban a partir de las siete. Ya casi era la hora. El
traqueteo del viaje y el no haber comido nada desde anoche, me habían revuelto
un poco el estómago. Los demás estaban en silencio, si acaso se oía algún leve
quejido, quizá por la brusquedad del conductor, que nos trataba como a
animales.
Llegamos a un
polígono industrial a las afueras de la ciudad. Desde luego aquello no era el
Palacio de Marivent. Bajamos por la puerta trasera en fila india. Unos
empleados nos apremiaban para ir más deprisa, alguno incluso de forma
francamente desagradable.
Una vez
dentro, lo primero que noté fue un olor nauseabundo. A pesar de que todo estaba
limpio, las paredes alicatadas y el suelo brillante, el ambiente era fétido. Y
un murmullo que parecía provenir de otras salas, me recordaba un lamento.
Cuando todos
estuvimos allí, esperando con la excitación de quien hace algo nuevo, apareció
un tipo que empezó a separarnos por grupos, aunque no entendí qué criterio
seguía. Puede parecer absurdo, pero se diría que lo hacía por tamaños, o por
peso. A mí me colocaron pasado el último grupo, junto a la pared del fondo. Al
principio pensé que me dejaban solo, seguramente porque era el más joven de
todos, pero finalmente trajeron a otro compañero más o menos de mi misma edad.
Pronto el
primer grupo, formado por los más viejos, fue conducido a una sala contigua,
parecía mucho más grande. Los empleados los trataban con malos modos, a
empujones y sin miramientos. Cerraron la puerta al salir y se hizo un profundo
silencio entre nosotros, apenas interrumpido por lejanos y acompasados ruidos
de maquinaria, que con la regularidad propia de un reloj, mantenía un ritmo
monótono y constante de sonidos metálicos.
Fueron
saliendo los grupos por ese extraño orden descendente, siempre con los mismos
modales e idéntica desconsideración, hasta que quedamos solamente, mi
circunstancial compañero y yo. A nosotros nos trataron un poco mejor, acaso por
el aspecto desvalido que da la infancia. Incluso un empleado muy joven, me
acarició la cabeza.
Nos llevaron a
otra estancia más pequeña con una especie de camilla en el centro. Un tipo
vestido con una bata blanca —a lo mejor, un doctor—, me cogió por las axilas y
me pesó en una balanza romana, me midió con una vara y me palpó el cuello y las
piernas. Mientras negaba con la cabeza, le comentó algo a su ayudante en un
idioma que no entendí. Por un momento, añoré la vida anodina y aburrida que
había llevado hasta entonces en Algaida junto a mi madre.
Hizo la misma
operación con mi compañero, aunque a éste, nada más lo midió y lo pesó.
Inmediatamente se lo llevaron con los otros y volví a quedarme solo.
También habían
salido los de la bata blanca, y me acerqué a la puerta entreabierta. Era una
fábrica maloliente, llena de cintas que transportaban bultos sin formas
reconocibles, de hombres y mujeres con delantales, guantes y gorros que iban de
un lado a otro. Y aquel olor infame, lo inundaba todo.
Pensé que por
mi edad o mi físico, no era apto para estar allí, por eso me rechazaban.
Querría haberles dicho que a pesar de mi apariencia podía serles útil, pero
sabía que no me entenderían por mucho que me esforzara.
Un empleado me
cogió y me llevó de nuevo afuera. Me dejó al cuidado del conductor, que fumaba
un cigarrillo tras otro. Me gustaba el olor a Bisonte, pues enmascaraba
aquel otro tan penetrante y repugnante.
Del interior
de la nave, se oía el ritmo machacón de cadenas y maquinaria, cintas y golpes.
La actividad era frenética, y yo había sido excluido sin saber exactamente por
qué.
El conductor
estaba sentado en un poyete, a la sombra de la pared del edificio. Con el
cigarrillo apagado entre los dedos amarillos de tantos años de nicotina. Dormitaba.
Un camión frigorífico estaba en el muelle de carga, situado en el otro extremo
de la nave, esperando para ser cargado. Eso me daba una idea de que
probablemente en aquella industria se trataba con productos perecederos.
Aproveché la
siesta del fumador de cigarrillos sin boquilla, para colarme en la fábrica. Vi
a algunos de mis compañeros haciendo cola, tal vez repartían el desayuno. Me
coloqué tras ellos y los seguí. Una cinta mecánica, como las de los
aeropuertos, facilitaban nuestro tránsito por el inmueble. Diríase que no
querían que malgastásemos nuestra energía en el traslado. Cuando estábamos a
punto de entrar en una habitación, el pasillo se fue haciendo cada vez más y
más estrecho, hasta el punto de no poder moverme. Suerte de que la cinta
transportadora del suelo, nos hacía
avanzar.
Al final, sólo
veía a quien me precedía en el camino, hasta que un brazo articulado, grande y
vigoroso, me inmovilizó la cabeza. Un golpe seco en el occipital me dejó
aturdido, casi inconsciente. No pude ver cómo una sierra circular que tenía a
mi derecha me seccionaba la yugular. Al mismo tiempo, una cadena me enganchaba
una pata trasera, me rompía la pezuña, me volteaba y colgaba de un gancho del
techo. Fui avanzando cabeza abajo, medio adormecido, tras mis compañeros. Todos
iguales, todos colgados del revés, todos desangrándonos lentamente. Entre
brumas, noté el calor de la sangre resbalar por mi cuello, empapando la lana de
mi cara y tapándome un ojo. Inútilmente intenté balar para llamar a mamá, pero
la sierra mecánica también debía haberme seccionado la tráquea.
Poco a poco
fui perdiendo fuerza, ya no podía agitarme, ni respirar, ni ver. Únicamente
sentí el hedor de la muerte. Mi último aliento sirvió para contar mi postrera
hora de vida, sin duda, la mejor de todas.
José Mª García
Sánchez
Ingenuidad y ternura por una parte, tristeza y crueldad por la otra, extraña mezcolanza de sensaciones he experimentado con este relato. Lo malo es que todo lo que cuentas es verdad, aunque a veces es mejor no pensar. Es un gran relato, narrado desde un personaje inocente que se topa de bruces con una realidad espeluznante, si pudiéramos ponernos en su piel... Muchas gracias por compartirlo con nosotros. Un abrazo y a seguir escribiendo que lo haces muy bien.
ResponderEliminarGracias Laura. Tus palabras tienen el poder de ruborizarme. Escribir es un pequeño y secreto placer que me estimula cada día. Me anima mucho que existan canales como este blog para difundir nuestras pequeñas creaciones y compartirlas con otas personas con inquietudes culturales. Mi reconocimiento más sincero a tu labor.
EliminarBuenísimo relato José María, me ha gustado mucho como vas dejando pistas para que luego todo cobre sentido. Final impresionante.
ResponderEliminarJ.R.Carrero
Gracias, J.R. Me alegra que te haya gustado y eso me anima a seguir escribiendo.
EliminarNos leemos por aqui. Saludos.
Hola José María. Un relato que te lleva por la cinta hasta el final, hasta que te enganchan por la pata. La triste y cruda realidad del origen de muchos de nuestros alimentos. No deja de ser una crueldad en la cual no pensamos mientras nos comemos ese jugoso y tierno filete o aquel pollo frito. Creo que se llama memoria selectiva je je je. Lo he leído con gran placer. Un saludo..
ResponderEliminarGracias Bénjamin. La literatura es placer: al escribir y al leer. Mi parte ya la tuve al escribirlo, y ahora me alegra ver que hay quien disfruta con su lectura. Saludos.
EliminarEstaba leiendo y me tenias despistado pero gracias a benjamin me ha abierto un poco la vision y el sentido de tu relato.
ResponderEliminarPor eso ahora puedo decir que me ha gustado ......
No se que ha pasado con mi anterior comentario José María,... misterios de la red. Te decía que por un momento me temía lo peor al ver como se desarrollaba la acción,... de todas formas pones en evidencia algo que la mayoría de los humanos desconocemos o intentamos no pensar en ello. Magnífico relato!
ResponderEliminarMil gracias por vuestros comentarios, Oscar y Baile del Norte. La vida de un cordero estabulado es así de cruel, y el instante de libertad, muy breve. Y los humanos nos creemos los reyes de la naturaleza, despreciamos la vida de nuestros propios congéneres y, en nuestra voracidad, la de quienes consideramos seres inferiores, a quienes nos comemos tras someterlos a una vida miserable e indigna. Si lo pensara un poco más, me haría vegano. Saludos.
ResponderEliminarDuro el relato José María, menos mal que cuando nos sentamos a disfrutar de una buena comida no tenemos en cuenta estos detalles tan reales. casi estoy a punto de seguir tu sugerencia y hacerme vegana. Muy buen relato!
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