sábado, 9 de noviembre de 2024

Gran Jefe

 

 


Gran Jefe, aunque no estés, camino por nuestras calles en silencio, sumida en mis confusiones, subo bordillos y al bajar, tropiezo con mis avernos y caigo de bruces en ellos. Y es cuando me permito llorarte. No voy a negarte que no esté siendo fácil. Pero no me importa, porque sé que por fin, puedes descansar en la luz, un alma tan grande como la tuya no tiene otro lugar adonde ir.

 

Fue la elección de un instante, tenía que decidir entre tu sufrimiento o mi dolor, así de simple. Y se sorprendieron que no vacilara, que no tuviera que pensar; siento tanto amor por ti que no podía ver como luchabas a diario y con todas tus  mermadas fuerzas contra tu deterioro, sin ninguna posibilidad de recuperación. Perdóname tú, porque a mí me cuesta un mundo.

 

Quiero decirte, Gran Jefe, que trajiste a mi vida con tu mirada dulce y humanizada, sentimientos que jamás había experimentado. Llenaste nuestras jornadas de puro amor, de caricias, de dulzura, de actividad insospechada. Recuerda que solías salir corriendo a la desesperada en el instante menos pensado, y me tocaba perseguirte para que no cruzaras la autovía sin mirar.

 

Necesito darte las gracias por todo el amor que compartiste conmigo, por darme la posibilidad de estar a tu lado todos estos años. Por dejar que te estimara lo inmensurable. Ya te confirmo que va a ser imposible olvidarte.

 

Y no dudes, valencià del meu cor, que en cuanto pueda salir de este vacío tan grande, iré a buscar a otro paisano tuyo, para que ambos podamos darnos otra oportunidad como la que tú y yo tuvimos, es lo mínimo que puedo hacer para con los tuyos.

 

Millones de gracias por haberme dado la oportunidad de compartir contigo tanto, tanto y tanto.

 

Laura Mir        

                                                                     

sábado, 26 de octubre de 2024

María y el Gatico - Laura Mir

 


 

Gatico es el más pequeño de todos, corre, vuela, salta muros, desaparece por un hueco estrecho y reaparece donde menos te lo esperas.

Ella se gira al nombre de María, y desde bien chicos, ambos deambulan por las calles de tierra prensada acosando a los turistas por unas monedas, turistas que sonríen porque les hace gracia, totalmente ajenos a sus miserias personales.

Se mueven entre las mesas de los restaurantes y cafeterías, suplicando a los comensales que les compartan algo del plato que consumen, mostrando las palmas sucias de sus manitas infantiles, para que no les quepan las dudas de que solicitan. Los miro a todos, han formado grupos, hay muchos, grandes y chiquitines, todos bajitos, delgados, desnutridos, harapientos… Me pregunto si tendrán padres o tutores.

Me pasan de largo, me levanto, los sigo en la distancia. Continúan pidiendo comida y dinero, lo que sea. Arrancan ropa de los tendederos a los que alcanzan, cualquier cosa les puede ayudar para subsistir.

Uno del pueblo me dice:

—Ya hemos avisado y el Estado no hace nada. Llevan muchos años, esa de ahí, —  me indica a María, —lleva desde los cinco, antes iba con una adulta. Ya va sola.

Me pregunto si tendrá diez u once años, es difícil de adivinar en su extremada escualidez.

Otra mujer que pasa, se para, deja la bolsa de la compra en el suelo, me mira y me comenta:

—Ese pequeñín de ahí, —me señala al Gatico—, duerme en aquel portal con otros. Han formado bandas.

—¿No van a la escuela? —pregunto en mi ingenuidad capitalina de clase media.

—Algunos días a la escuela primaria, pero por la tarde y por la noche se dedican a la mendicidad, al hurto, escalan hasta los balcones, cualquier cosa y ninguna buena.  

—Muchos no tienen zapatos —observo en mi incomprensión de ese mundo al que desconozco y al que clasifican como  tercer mundo. Siempre había pensado que el mundo era solo uno.

—El mes pasado, con el frío que hacía, ni abrigos tenían —dice el hombre con un velo de pesar en el rostro.

—A la madre de María le pusieron una multa una vez, pero ella es tan víctima como su hija, es jinetera, sabe usted. No es lo que hay que hacer, no señora, con las multas no se consigue nada. Hay que ayudar a las familias, sacar a esos niños de la calle, cualquier día ocurrirá una desgracia que lamentaremos todos —se quejó la mujer.

Me pregunto en voz alta como para mí:

—¿Jinetera, qué profesión es esa?

El hombre y la mujer se miran, mueven la cabeza de un lado a otro, quizá rumiando de qué tamarindo me había caído.

—Demasiado paño tibio por parte del Estado y ninguna acción… Señora, poca cosa puede hacer usted, no le dé más vueltas. Siga el consejo, coja el avión, vuelva a su casa y olvídese de la miseria que ha visto aquí. —El hombre me sugiere con su mejor intención.

—Y cuando el turismo baja, ¿qué hacen? —pregunto sospechando la respuesta.

—Rebuscan por los vertederos junto con los perros callejeros.

Sin dar más vueltas, decido quedarme conmovida en lo más profundo, sabiendo que para cambiar de rumbo siempre cuentas con sesenta ocasiones por cada segundo.

 

 

Laura Mir        

 

jueves, 18 de enero de 2018

Un hombre nuevo - Laura Mir








El impacto de la bala lo hizo caer al suelo herido, ciego y sin recordar quién era. Despertó horas más tarde entre lobregueces, se incorporó como pudo y comenzó a andar a tientas, trastabillando con los cuerpos inertes de sus compañeros.


                                               ****


La maldita guerra, la tristeza y la languidez, hicieron que los glúteos y el corazón se le endurecieran. Cada día subía la colina para otear desde la cima, se sentaba en las alturas esperando sin saber muy bien el qué.

Miraba hasta donde se perdía la vista, viendo y lamentando los campos baldíos y sus prolongados silencios.

Aquella tarde el sol de octubre desdibujaba el camino, alargando su sombra por entre los árboles, el hombre se tambaleaba a cada paso mientras con torpeza intentaba asirse al aire. Bajó corriendo la ladera hasta los establos, mal ensilló a Rayo y al galope fue a su encuentro.

Supuraba bajo los párpados y la sangre empapaba sus ropas. Le tocó la sucia frente, ardía. Sin pensarlo se lo llevó a casa con lágrimas en los ojos: ¡Cuánto detestaba tanta hostilidad!

Le procuró todos los cuidados de los que disponía para que se recuperara. Durante los delirios de él, ella le habló de las cosechas perdidas, de la cerda que se llevó el ejército, de los hijos que nunca tuvieron y del marido fusilado por insurrecto.

Cuando les cubrió el invierno y el temporal de nieve arrecía, lo tapó con su cuerpo y la piel de borreguito. Susurrándole al oído tembloroso:

—Tranquilo. No sufras, estás a salvo… Pronto llegará la primavera y este duro diciembre quedará atrás. Tienes que esforzarte y ponerte bien porque habrá que arar el campo norte, yo sola no puedo.

En cierta ocasión ella le preguntó su nombre y él le contestó:

—No lo recuerdo. Por mucho que lo intento, no recuerdo nada.

—De alguna forma hay que llamarte, te llamaré Apolo como el dios griego.

Ella pensó que era mejor así y quemó en la chimenea el uniforme junto a su documentación. Desde ese momento sería un hombre nuevo.

A principios de marzo, ambos estaban bastante recuperados.

Al oírla cantar desde la cocina, él sintió que ese era el mejor hogar y pensó que aquella mujer lo quería de verdad. Sin dudarlo se lo preguntó y la joven con una sonrisa le contestó:

—En el pasado, en el presente… Toda la vida.

Ella sabía con certeza de que ahora sí, ahora sí podrían tener los hijos que nunca tuvieron, aunque no la recordara.




Laura Mir   



miércoles, 10 de enero de 2018

Mi mejor momento - José Mª García Sánchez







El sol ya había empezado a despuntar por el horizonte, estábamos a finales de mayo y amanecía más temprano. Llevaba los ojos entrecerrados por el sueño y los cegadores rayos de luz que venían del este. La temperatura a esa hora era agradable, y por un instante, me arrepentí de llevar una chaqueta de lana fina, me estorbaba.

Nos dirigíamos a Palma, donde nos esperaban a partir de las siete. Ya casi era la hora. El traqueteo del viaje y el no haber comido nada desde anoche, me habían revuelto un poco el estómago. Los demás estaban en silencio, si acaso se oía algún leve quejido, quizá por la brusquedad del conductor, que nos trataba como a animales.

Llegamos a un polígono industrial a las afueras de la ciudad. Desde luego aquello no era el Palacio de Marivent. Bajamos por la puerta trasera en fila india. Unos empleados nos apremiaban para ir más deprisa, alguno incluso de forma francamente desagradable.

Una vez dentro, lo primero que noté fue un olor nauseabundo. A pesar de que todo estaba limpio, las paredes alicatadas y el suelo brillante, el ambiente era fétido. Y un murmullo que parecía provenir de otras salas, me recordaba un lamento.

Cuando todos estuvimos allí, esperando con la excitación de quien hace algo nuevo, apareció un tipo que empezó a separarnos por grupos, aunque no entendí qué criterio seguía. Puede parecer absurdo, pero se diría que lo hacía por tamaños, o por peso. A mí me colocaron pasado el último grupo, junto a la pared del fondo. Al principio pensé que me dejaban solo, seguramente porque era el más joven de todos, pero finalmente trajeron a otro compañero más o menos de mi misma edad.

Pronto el primer grupo, formado por los más viejos, fue conducido a una sala contigua, parecía mucho más grande. Los empleados los trataban con malos modos, a empujones y sin miramientos. Cerraron la puerta al salir y se hizo un profundo silencio entre nosotros, apenas interrumpido por lejanos y acompasados ruidos de maquinaria, que con la regularidad propia de un reloj, mantenía un ritmo monótono y constante de sonidos metálicos.

Fueron saliendo los grupos por ese extraño orden descendente, siempre con los mismos modales e idéntica desconsideración, hasta que quedamos solamente, mi circunstancial compañero y yo. A nosotros nos trataron un poco mejor, acaso por el aspecto desvalido que da la infancia. Incluso un empleado muy joven, me acarició la cabeza.

Nos llevaron a otra estancia más pequeña con una especie de camilla en el centro. Un tipo vestido con una bata blanca —a lo mejor, un doctor—, me cogió por las axilas y me pesó en una balanza romana, me midió con una vara y me palpó el cuello y las piernas. Mientras negaba con la cabeza, le comentó algo a su ayudante en un idioma que no entendí. Por un momento, añoré la vida anodina y aburrida que había llevado hasta entonces en Algaida junto a mi madre.

Hizo la misma operación con mi compañero, aunque a éste, nada más lo midió y lo pesó. Inmediatamente se lo llevaron con los otros y volví a quedarme solo.

También habían salido los de la bata blanca, y me acerqué a la puerta entreabierta. Era una fábrica maloliente, llena de cintas que transportaban bultos sin formas reconocibles, de hombres y mujeres con delantales, guantes y gorros que iban de un lado a otro. Y aquel olor infame, lo inundaba todo.

Pensé que por mi edad o mi físico, no era apto para estar allí, por eso me rechazaban. Querría haberles dicho que a pesar de mi apariencia podía serles útil, pero sabía que no me entenderían por mucho que me esforzara.

Un empleado me cogió y me llevó de nuevo afuera. Me dejó al cuidado del conductor, que fumaba un cigarrillo tras otro. Me gustaba el olor a Bisonte, pues enmascaraba aquel otro tan penetrante y repugnante.

Del interior de la nave, se oía el ritmo machacón de cadenas y maquinaria, cintas y golpes. La actividad era frenética, y yo había sido excluido sin saber exactamente por qué.

El conductor estaba sentado en un poyete, a la sombra de la pared del edificio. Con el cigarrillo apagado entre los dedos amarillos de tantos años de nicotina. Dormitaba. Un camión frigorífico estaba en el muelle de carga, situado en el otro extremo de la nave, esperando para ser cargado. Eso me daba una idea de que probablemente en aquella industria se trataba con productos perecederos.

Aproveché la siesta del fumador de cigarrillos sin boquilla, para colarme en la fábrica. Vi a algunos de mis compañeros haciendo cola, tal vez repartían el desayuno. Me coloqué tras ellos y los seguí. Una cinta mecánica, como las de los aeropuertos, facilitaban nuestro tránsito por el inmueble. Diríase que no querían que malgastásemos nuestra energía en el traslado. Cuando estábamos a punto de entrar en una habitación, el pasillo se fue haciendo cada vez más y más estrecho, hasta el punto de no poder moverme. Suerte de que la cinta transportadora del suelo,  nos hacía avanzar.

Al final, sólo veía a quien me precedía en el camino, hasta que un brazo articulado, grande y vigoroso, me inmovilizó la cabeza. Un golpe seco en el occipital me dejó aturdido, casi inconsciente. No pude ver cómo una sierra circular que tenía a mi derecha me seccionaba la yugular. Al mismo tiempo, una cadena me enganchaba una pata trasera, me rompía la pezuña, me volteaba y colgaba de un gancho del techo. Fui avanzando cabeza abajo, medio adormecido, tras mis compañeros. Todos iguales, todos colgados del revés, todos desangrándonos lentamente. Entre brumas, noté el calor de la sangre resbalar por mi cuello, empapando la lana de mi cara y tapándome un ojo. Inútilmente intenté balar para llamar a mamá, pero la sierra mecánica también debía haberme seccionado la tráquea.

Poco a poco fui perdiendo fuerza, ya no podía agitarme, ni respirar, ni ver. Únicamente sentí el hedor de la muerte. Mi último aliento sirvió para contar mi postrera hora de vida, sin duda, la mejor de todas.
 


José Mª García Sánchez



lunes, 8 de enero de 2018

La noche estrellada - Jaime Ros






La curiosidad siempre fue un gato que no había muerto. Por eso, a pesar de que sus gafas oscuras y su bastón la señalaban como invidente, decidió entrar a la sala de exposiciones.

Intentó seguir los pasos que se ampliaban con sus propios ecos, queriendo distinguir así, dónde encontraban las vistas la importancia. Cuando unos cuantos pies marcaron con su sonido su marcha, se situó donde creyó que estaba el cuadro y se quedó mirando sin poder mirar. Gente venía e iba. Pero seguía allí quieta, mirando una oscuridad como otra cualquiera.

La noche es un telón azul, que se arremolina, como la tela que se va escondiendo bajo un puño.                           Una voz, que se situó detrás de ella, hizo que su pelo oscilara.              ¿Cómo es el azul?         Unos segundos de silencio siguieron la duda, hasta que una fría mano se posó en el lateral de su cuello. Escapó un silbido de su boca, sintió su pecho encogerse.

   ¿Lo sientes?                     Sí, lo siento.             Azul.

Las estrellas, y la luna, las pintó de color amarillo,        dio un grito, y callado, puso cinco dedos en la palma de la mano de ella, juntos, y fue separándolos lentamente,             y  tienen un cerco que lo separa del telón de la noche. Abajo, las laderas quedan arañadas, como formando parte de la oscuridad…

¿Cómo es la noche verdadera?

La negrura que invade tus ojos, pero con millones de minúsculos puntos de luz, de calor invisible que no se dejan ser invadidos.      
           
El brazo de él pasó bajo el brazo de ella, y el brazo de ella se recostó sobre el de él. Comenzaron a caminar, dando él el primer paso en la dirección correcta. Ella se dejó guiar, y escuchaba que los pasos se adentraban en la dirección contraria, y escuchó la puerta abrirse, y sintió el sol cómo calentaba la piel. Anduvieron entre el vaivén de los peatones, aguardando al borde del alquitrán, cruzando la calle y sintiendo un mundo que no se escondía bajo el tic-tac del golpeo de su bastón. Hablaban de todo, mientras hacían recuento de nada. Se sentía segura, caminando con la libertad de no hacerlo libre.

La brisa corría, separándolos, y trayéndole miles de aromas. Los iba reconociendo, todos juntos y podía separarlos, uno a uno, andaba en un mismo momento por muchas calles, esos olores eran los mismos, pero también de nuevos, de los parques y travesías que transitaba. Se sentaron al contacto de la madera de un banco. Ella quiso ver qué le rodeaba, aspirando fuerte cada molécula que flotaba en el aire, mientras él guardaba silencio para que pudiera escuchar aquél único rincón del planeta.

Apretaba la tierra en su mano, mientras que le hablaba con la voz más baja que tenía para no perturbar ese rincón,               los árboles se levantan con su tronco marrón,              la tierra crepitaba en su mano                        con sus copas verdes,                   y la mano acariciaba el frescor de la hierba,                hacia un cielo que se esconde tras las nubes             y  un pequeño trocito de pañuelo, con una burbuja de aire, golpeaba suavemente la cara de ella          que el sol las miente como naranjas,               gritó, al sentir una llama sobre su piel. 
               
En esta noche que empieza a ser estrellada.

¿Cómo es el rojo?             



Jaime Ros




lunes, 18 de diciembre de 2017

Smainok, el ladrón de sorpresas - Inoa (6 años)







Había una vez un ladrón llamado Smainok que se acercaba de puntillas a casa de Papá Noel la noche de Navidad. Iba vestido todo de negro y llevaba un saco también negro. Cuando llegó a casa de Papá Noel se escondió detrás y encontró una puerta secreta, entró en la casa. Llevaba un tambor para que los duendes se pensaran que era Papá Noel bailando. Entonces tocó el tambor:

                                 ¡POM, POM, POM!

Los duendes se despertaron pensando que era Papá Noel y fueron a buscarlo.

Smainok se coló en la máquina de envolver regalos e hizo sonar  una y otra vez el tambor, mientras los duendes buscaban a Papá Noel  por toda la casa. Smainok  robó todo el papel de regalo metiéndolo en el saco y sin que los duendes se dieran cuenta, salió de la maquina e intentó salir de la casa, pero no pudo porque vino Papá Noel. Smainok se escondió detrás de Papá Noel.

Papá Noel vio que había tres regalos sin empaquetar y los puso en la maquina pero no envolvía, entonces se dio cuenta de que no tenia papel y se puso a buscarlo como un loco por toda la casa.

Mientras tanto, Smainok seguía escondido detrás de él. En un momento Papá Noel se fijó que su sombra era muy extraña y tocó su espalda, se giró de golpe y atrapó al ladrón.

Papá Noel llamó a la Polinorte que vino enseguida y le cogieron el saco, devolviendo el papel de regalo a Papa Noel que pudo envolver todos los regalos.



Inoa




lunes, 25 de septiembre de 2017

La cooperativa - José Mª García Sánchez





Augusto Indeleble decidió suicidarse tras saberse con serios problemas económicos. Necesitaba despedir a un empleado y no tenía valor para hacerlo.

Tras dejar una nota al Juez, fue incapaz de apretar el gatillo. En su último delirio, pensó en una alternativa: reunir a sus seis empleados y proponerles jugar a la ruleta rusa.

Cada uno de los trabajadores haría un disparo apuntándose a un pie. Si no tenía bala, el afortunado seguiría trabajando. En caso contrario, se ganaría una pensión por invalidez y el resto de sus compañeros conservarían el empleo.

Los cinco primeros lo intentaron sin éxito.

Sólo quedaba un turno. Rogelio cogió el Colt  con firmeza y disparó.

«D. Augusto Indeleble, conocido empresario local, se suicidó ayer en la soledad de su despacho. La Guardia Civil, alertada por sus propios empleados, halló muerto al malogrado gerente de la empresa con un revólver en la mano y un disparo en la cabeza. Una nota manuscrita explicaba las razones que llevaron a Indeleble hasta tan trágico desenlace.

Los trabajadores, huérfanos tras el fallecimiento de su jefe, constituirán una cooperativa que llevará su nombre en homenaje a su memoria.

La familia pide una oración por su alma. Que Dios le perdone.

El Palentino, 7-9-2017».



José María García Sánchez