En muchas familias, existe esa
mujer que nunca se empareja para tener hijos propios y tiene la exclusiva
misión de velar por todos los cachorros de la manada, es a la que llamamos la
tía coyote. Así fue como mi tía Elena, siguiendo el ejemplo de la naturaleza,
ejerció su compromiso hasta la muerte, haciendo de madre de todos, sin haber
engendrado a ninguno.
Nos unía un vínculo muy
especial, quizá porque siempre fui la más débil del clan y sentía cierta
inclinación a mi protección, incluso cuando me hice mayor y comprendía, hasta
cierto punto, la soledad que imperaba en su vida. Vivirla a través de los
logros de otros sin la posibilidad biológica de sentirlos propios. En cierta
forma, me daba pena, e imaginaba que debía de haber una historia oculta detrás,
se me hacía raro, porque era bien parecida, cariñosa y muy amable.
La vida más o menos fue
pasando hasta que enfermó, y decidí, puesto que mi trabajo me lo permitía,
cuidar de ella hasta su fallecimiento. Era como devolverle algo de todo lo que nos
había dado.
Durante los pocos años que
duró su enfermedad, hablamos mucho. Pocas veces se quejó de lo que le había
tocado vivir, pero entre consejos amorosos que me daba y expresiones sueltas, pude
hilar una historia.
Pablo llegó al pueblo un
verano y Elena se enamoró de él. No podía ser de otro modo, era joven, guapo,
divertido y artista. Algo que a mis abuelos nunca les gustó porque lo veían
bohemio y sin un futuro aceptable, un pelagatos, decían. Oponiéndose de forma
categórica a ese gran amor que ambos se profesaban.
Ante tanta presión y no
quedándoles más remedio, una noche se fugaron y, anduvieron hasta que su padre
los encontró a la mañana siguiente y la trajo de vuelta a casa entre amenazas y
lágrimas. Haciendo de mi tía, la mujer más desgraciada del mundo, convirtiéndola
en la comidilla del pueblo y marcándola de por vida por una sociedad excesivamente
encorsetada, falsamente puritana y con un índice acusador muy ágil, capaz de
enviar a una persona eternamente y sin dilación, al otro lado de las sombras.
Si hubieron cartas de por
medio, lo ignoro, lo cierto es que con ellas o sin ellas, el tiempo transcurrió
y los suspiros del principio se transformaron con el acontecer de los meses en
tristeza, que con los años fue una amargura profunda que abarcaba todo su
corazón, haciendo que la responsabilidad de cuidar a los que íbamos llegando, llenará
como un sucedáneo, sus tremendos vacíos internos.
En cierta ocasión y próxima
a su muerte, me dijo que le gustaría que al faltar ella, me quedara y
conservara la estatua que compró hace años en una galería de la ciudad, y que
ahora decoraba el salón. Le tenía gran estima y por nada del mundo desearía que
fuesen a otras manos, que debía quedarse en la familia, como todo, como ella
misma.
Hoy, limpiando a fondo, y
viendo la escultura El Beso como la llamaba ella, llena de polvo, he
procedido a meterla en agua jabonosa y al volcarla para introducirla en la
bañera he podido leer a duras penas:
“En un beso sabrás todo lo
que he callado, todo lo que te he amado durante estos años, pero ese beso que
tanto deseo, hoy no llegará, deberá esperar a mañana, este es mi consuelo
diario”.
Grabado toscamente sobre la
gran base de la figura de frío mármol, como si se hubiese hecho con un punzón,
encima de la firma del mundialmente famoso escultor, Pablo Santián.
Laura Mir