Esta es una historia que
bien pudo ocurrir Aquí, pero fue Allí donde sucedió. Fue Allí, porque allí no
existía ni el asfalto, ni los edificios, no habían aceras ni pasos de cebras
que indicaran por dónde se debe pasar, tampoco los coches que lo atravesaran
tiñendo el aire de color. Aunque, quizá, sería más correcto decir que allí
existía tierra virgen, con un suelo pecoso de piedras, como reproduciendo el
cielo de una noche sin luces que lo apaguen, habían plantas, secas o llenas de
vidas, y la tierra se podía empuñar y ver como el polvo escapaba adhiriéndose a
toda superficie.
Allí era una enorme
planicie, que ocupaba de horizonte a horizonte, sin una montaña ni un monte que
hicieran levantar la vista. Él, pensó, que había mucho entre tanta nada, y que de aquella nada, un poco del todo podía
ser suyo, alguna posesión más que la que ocupara el espacio de sus zapatos. Fue
así como cogió una vara de avellano, a imagen de las que se usaban para dar
justicia, sin ser necesario que fuera repartida por uno que fuera justo, y la
clavó donde su brazo no se podía extender más. Girando sobre sí mismo, iba
creando una cicatriz en la tierra, viendo como los granos se iban amontonando
unos encima de otros, al lado del surco que era visible por ser una línea de
sombra entre tanta luz.
Una vez finalizado el
círculo, fue recogiendo las piedras a las que podía llegar desde el borde de la
sombra. Las introducía dentro del mismo, guardando cada estrella, cada
constelación dentro de su territorio. Al finalizar vio que era mucho cielo,
pero poca tierra. Así que, volvió a pensar, que siguiendo el surco podría
fabricar un cielo más grande. Dentro de ese cielo cupieron más constelaciones,
pero seguía sin ser suficiente. Así que a este círculo le siguió otro, y
después siguió otro. Tuvo que luchar contra la nieve para que no cubriera la
frontera de todo lo que era suyo, y luchar contra el agua que quería borrarla y
gritarle al mismo viento que quería difuminar el cielo que era suyo del que no.
Al final vivía angustiado,
vivía pensando que cuando estaba en una de sus fronteras, la otra podía poder
ir desapareciendo, o que alguien podía robar las estrellas que eran suyas.
Había veces que esta angustia hacía que tuviera que tirar con fuerza del cuello
de su jersey para poder respirar. Hasta
que un pino solitario le susurró que desde lo alto podría ver todo en interior
del paréntesis que formaba los horizontes, desde arriba se podría ver el cielo
que estaba bajo sus pies. Empezó a trepar por él, abrazándose con fuerza,
sintiendo como la corteza le raspaba el pecho y se clavaba en sus brazos.
Cuanto más alto trepaba, más sangre se iba escapando, hasta que consiguió llegar a lo alto y desde
arriba ver que lo único que
realmente nos pertenece es el tiempo. Aunque quiso creer que no era tarde.
Esta es una historia que bien pudo ocurrir Aquí, porque aquí también se
piensa que tarde no significa tarde, aunque fue Allí donde sucedió.
Jaime Ros
No hay comentarios:
Publicar un comentario