La pelirroja señorita María Santos se perdió para el mundo
una fría mañana de Diciembre.
Sabía bien lo que era no tener estrella, o si la tenía, estaba bien oculta entre los
nubarrones que siempre amenazaban con descargar toda su violencia sobre ella
sin muchos remilgos. La misma violencia interna que sentía al pensar mientras
observaba a la gente pasar por la gran avenida, bien alimentada y abrigada,
enfundada en costosa y suave lana proveniente de Inglaterra.
Oyó decir por los muelles que Londres era la ciudad más
grande del mundo y que abría un gran abanico de posibilidades para una ratera
callejera como ella. Quizás, con un poco de fortuna, en esa ciudad en continuo crecimiento,
pudiera ser otra persona distinta, una señorita respetable.
¿Cuántos años tenía? ¿Dieciocho? Puede que hasta tuviera
veinte, ni siquiera sabía con exactitud su edad, lo que sí sabía era lo que
había aprendido en las calles: Se vive rápido y se muere joven. Ella no quería
morir de mala forma, ya era suficiente haber venido al mundo inmersa en
tantísima penuria como para morir de igual manera. Para ella quería algo mejor,
puede que pudiese trabajar en otra cosa que no fuera el robo y la prostitución,
ser alguien digno y honesto. Puede que hasta pudiese casarse con un buen hombre
que no le pegara, e incluso ser madre algún día.
Descubrió ese instinto maternal cuando encontró aquel bebé
en las sombras de un callejón y tuvo que dejarlo a las puertas del hospicio que
la vio crecer una madrugada. Aquellas horas que lo sostuvo entre sus brazos
fueron las mejores de su vida, por una vez se sintió importante y necesaria
para alguien. Lo bueno duró poco, hasta que después de sopesar todas las
posibilidades, tuvo que dejarlo sobre el frío cemento, dejando una importante
parte de su corazón sobre aquel pavimento gris. El recuerdo de su olor y de la
suavidad de su piel la sorprendían muchas veces, cuando se sentía fallecer de
hambre y frío, y sólo tenía ganas de huir.
Si había una sola posibilidad de cambiar su vida, la
cambiaría, iría corriendo a buscar su buena estrella. Aunque tuviera que
cambiar de nombre, de país y de pasado; se prometió así misma que tendría una,
y brillaría por muchas nubes negras que amenazaran en el cielo.
En estas elucubraciones llegó al puerto y observó extasiada la
imponente nave atracada en el muelle. Sus sueños, hasta ahora abstractos y
volátiles, empezaron a tomar forma, ocupando lo que hasta ahora era un espacio
vacío lleno de humo.
Se acercó despacio, paso a paso hasta el borde de la
plataforma. No pensó más. Tomó impulso sobre sus piernas, saltó y se sumergió
en las sucias y frías aguas del puerto. Fue nadando hasta el barco, su barco,
ese que la llevaría, sí o sí, navegando hacia las estrellas.
Laura Mir
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