Todas las noches soñaba que se balanceaba
entre sus padres cogida a sus manos, que la alzaban en sus brazos para besarla
y decirle que era la niña más bonita del mundo. En sus sueños jugaba con su
perro Flopy en el jardín, mientras su madre cosía sentada debajo de una
sombrilla observándola y sonriéndole.
Sueños que se transformaban en pesadillas
cuando aparecía en su memoria la fatídica tarde en la que la separaron de sus
padres. Entonces se despertaba llorando y sintiéndose muy sola, tenía tantas
ganas de abrazar a su mamá para sentir su cariño, que su nube la arropaba y le
cantaba una nana, hasta que volvía a dormirse.
La niña de nuestra historia vivía en una nube
blanca y desde hacía algún tiempo viajaba por el mundo buscando a sus padres.
Ella y su nube surcaban las corrientes de aire preguntándole a todo el mundo si
alguien había visto a sus queridos y añorados padres. Les preguntaba a los
pájaros que se encontraba en el camino, a las aves migratorias, a los albatros,
grandes viajeros, a las águilas y halcones, a los gansos, a las ocas, a otras
nubes. En fin a todo aquello que tuviera alas o que volara, y que quisiera
escucharla.
También les preguntaba a las altas montañas
que traspasaban las nubes, a la lluvia, a los vientos y a tormentas, al rayo y
a veces también a la luna. Hacía meses que viajaba y preguntaba sin descanso.
Su nube y ella, habían recorrido casi toda la tierra sin que nadie supiera
decirle nada de sus padres.
Cierto día mientras sobrevolaba el norte del
mundo vio algo que le pareció muy extraño. Era un pequeño grupo de animales con
cuernos parecidos a los ciervos de la tierra, aderezados con adornos rojos y
dejando una estela de estrellitas diminutas detrás de ellos. La niña comenzó a
saltar y a gritar intentando llamar la atención del grupito de ciervos
voladores, pero éstos al estar tan lejos no la oyeron siguiendo su camino
veloces como el viento.
— Nube,
¿qué podemos hacer para poder hablar con ellos? — Preguntó llorando la
desconsolada niña a su amiga—. No me han oído y se han ido.
— No te preocupes niña bonita de mi alma — ¿No sabes que soy una nube de carreras? Éstos
se van a enterar de cómo me llamo, ahora verás.
Así lo dijo, así lo hizo.
La nube se lanzó detrás de los ciervos a una
velocidad asombrosa mientras sorteaba nubes, vientos, tormentas de rayos,
bandadas de pájaros. Con la vista fija en los ciervos a los que poco a poco iba
acercándose, hasta que casi los tuvo al alcance de la voz.
La niña no cabía en sí de gozo, sentía que
conocía a esos ciervos de algo, pero no lograba recordar de qué. Sólo sabía que
era algo muy importante para ella y que estaba relacionado con sus padres. Estaba
segura que, de alguna manera, los ciervos sabían dónde podría encontrar por fin
a sus padres. Pensaba todo eso mientras perseguían a toda velocidad a los
ciervos por los cielos.
Fue una carrera de locos, los ciervos hacían
muchos cambios de dirección, además de un sinfín de cabriolas alocadas. Mucho
le costó a la nube poder alcanzarlos hasta que lo consiguió por fin.
— ¡Ciervos, ciervos!— Gritaba la niña— ¡Ciervos, ciervitos! — Pero estos no se daban por aludidos
y seguían sin oírle.
— ¡Más rápido, más rápido! —
Le suplicó la niña a la nube—. Tenemos
que cortarles el paso, por favor corre, corre, corre más.
La nube envolvió aún más a la niña entre sus
mullidos brazos y dobló su velocidad decidida a parar, como fuera, a aquellos
ciervos sordos y maleducados. Cuando por fin consiguió ponerse delante ellos,
lo que no fue nada fácil visto la manera que tenían de correr, la nube frenó
tan fuerte que los ciervos que iban a toda velocidad, sorprendidos, quedaron
amontonados detrás de ella.
Uno de los ciervos después de desenmarañarse
de la melé que la nube había provocado, la increpó:
— ¿Se
puede saber que estás haciendo? ¡Casi nos matas a todos! ¿Te parece bonito?—
dijo el ciervo enfadado.
— Por
favor ciervo no te enfades— dijo
la niña con lágrimas en los ojos—. Sólo
quería preguntaros si alguno de vosotros había visto a mis padres.
— ¡Ciervo! No
somos ciervos niña, somos renos de la alta Laponia y nos dirigimos al Polo
Norte a recoger a Papa Noel para empezar a repartir los juguetes a los niños de
todo el mundo ¿No sabes que ya es Navidad y que todos los niños del mundo
tienen derecho a un regalo?
— ¿Entonces
yo también tengo derecho a un regalo?—. Preguntó la niña con un nudo en
la garganta.
— Claro, como
todos los demás. ¿Por qué ibas
a ser diferente, niña?
Entonces la niña le contó a los renos su
triste historia.
Un día estaba jugando en el jardín de su casa
cuando alguien, después de golpearla, se la había llevado del lado de sus
padres. Al día siguiente se había despertado subida a esta nube que desde
entonces la cuidaba. No había vuelto a ver más a sus padres ni a su perro Flopy
y les echaba muchísimo de menos.
Los renos se juntaron para hablar entre ellos,
ya que sabían dónde estaban los padres de la niña y necesitaban una estrategia
para devolverla a su hogar. La cosa era bastante complicada y debían hacer las
cosas bien, si no sería una catástrofe que el día de Navidad esta niña
estuviera sola.
Decidieron entonces llevarla con ellos al Polo
Norte a ver qué opinaba su jefe del plan que habían urdido, el guardián de los
regalos que se llamaba Papa Noel.
La niña nunca había visto tal cantidad de
regalos juntos. Había miles en este lugar, montañas de ellos por todas partes,
paquetes grandes, pequeños, medianos, rojos, azules, a rayas, a lunares, y de
todas las formas posibles e imaginables.
Ella lo miraba todo con la boca abierta de
par en par mientras seguía al reno que la guiaba por aquel sitio tan atiborrado,
hasta que éste se paró delante de un árbol tan grande que tenía una puerta. El
reno volviendo la cabeza le dijo:
— Espera aquí un momento, niña. Voy a ver si está en casa el jefe, ahora
vuelvo.
La niña se quedó quieta viendo como el reno
abría la puerta y entraba en aquel árbol verde que parecía llegar al cielo. No
tuvo que esperar mucho. Cuando
bajó la vista, el reno estaba delante de ella y a su lado un hombre rechoncho,
vestido de verde con una larga barba blanca que la miraba sonriente.
— Hola
bonita ¿En qué puedo ayudarte?
La niña volvió a contar su historia a aquel
hombrecillo mientras éste la cogía en brazos y le pellizcaba las mejillas. Cuando
hubo acabado la niña se echó a llorar de nuevo, diciéndole que sentía mucha
añoranza y ya no sabía dónde buscar a sus padres, que había recorrido el mundo
entero sin encontrar nada ni a nadie que supiera algo de ellos.
—Tranquila
— le susurró al oído—. Yo sé donde están tus padres y te voy a
llevar hasta ellos, esta misma noche sin falta, será como un maravilloso
obsequio de Navidad. Lo único que tienes que hacer es dejar que te envuelva como
si fueras un regalo. Te prometo que cuando te abran, los que lo hagan, serán
tus padres.
La niña se volvió loca de contenta abrazando
al viejo y a los renos, sólo lloró un poco al despedirse de su nube. Ésta la
había acompañado cuidándola a lo largo de este periplo alrededor del mundo y se
habían cogido mucho cariño.
Antes de que pudiera decir más, decenas de
elfos se la llevaron a la sala donde se envolvían los paquetes y se pusieron a
medirla, a cortar tiras de papel, a pegar, todos al mismo tiempo como si
aquello fuera un baile. En un santiamén la niña estaba preparada como si fuera
un maravilloso regalo. El hombre de verde le dijo que debía estarse quieta un
momento, mientras la llevaba a donde estaban sus padres, no iban a tardar nada.
24 de Diciembre a altas horas de la noche.
En la habitación de un hospital de la ciudad
dos padres estaban sentados juntos con sus manos cogidas. Habían decorado la
habitación con guirnaldas, flores, globos, renos tirando de su carro lleno de
regalos, un pequeño árbol verde de navidad engalanaba un rincón, coronado con
una estrella de plata y unos cuantos paquetes en su base. Miraban todo aquello
con el corazón encogido, porque en el centro de la sala, en una cama, su hija
Isabel de cinco años se debatía entre la vida y la muerte.
Hacía tres semanas que Isabel se había caído
jugando y se había golpeado la cabeza muy fuerte contra el suelo. Ahora estaba
en aquella cama inconsciente mientras se agarraban el uno al otro
desesperadamente, como si así pudieran, de alguna manera, traer a su única hija
de vuelta con ellos. Iba a ser la peor Navidad de sus vidas. El único ruido que
se escuchaba era el pitido de la máquina que controlaba la respiración de
Isabel.
Desde la ventana de aquella habitación podían
ver las casas de los alrededores, todas decoradas con algún motivo navideño y
las chimeneas apagadas. Toda la ciudad dormía menos ellos, apoyados uno contra
otro, miraban a través del cristal, sin ver, con el corazón encogido palpitando
en un puño.
—
Mamá, papá. ¿Estáis allí? ¡No os veo, ya he vuelto! ¿Dónde estoy?
Los padres que se habían quedado adormilados
se despertaron por fin. No era un sueño, su hija estaba despierta y les estaba
llamando. Lloraron de felicidad mientras los tres se abrazaban y se besaban. Ésta
iba a ser, sin duda, la mejor Navidad de sus vidas.
Un poco más allá, al otro lado del cristal,
un hombre vestido de verde, subido a un carro tirado por unos renos, sonreía, guiñó
el ojo a la niña mientras se alejaba a repartir los regalos que le quedaban. Pensado
que en Navidad los padres también deberían tener su regalo.
* Este cuento está dedicado a todos los
padres que por alguna razón tienen que pasar las navidades en los hospitales al
lado de sus hijos e hijas con la incertidumbre arraigada en el corazón y el
alma perdida.
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