jueves, 25 de diciembre de 2014

La niña de la nube



Todas las noches soñaba que se balanceaba entre sus padres cogida a sus manos, que la alzaban en sus brazos para besarla y decirle que era la niña más bonita del mundo. En sus sueños jugaba con su perro Flopy en el jardín, mientras su madre cosía sentada debajo de una sombrilla observándola y sonriéndole.

Sueños que se transformaban en pesadillas cuando aparecía en su memoria la fatídica tarde en la que la separaron de sus padres. Entonces se despertaba llorando y sintiéndose muy sola, tenía tantas ganas de abrazar a su mamá para sentir su cariño, que su nube la arropaba y le cantaba una nana, hasta que volvía a dormirse.

La niña de nuestra historia vivía en una nube blanca y desde hacía algún tiempo viajaba por el mundo buscando a sus padres. Ella y su nube surcaban las corrientes de aire preguntándole a todo el mundo si alguien había visto a sus queridos y añorados padres. Les preguntaba a los pájaros que se encontraba en el camino, a las aves migratorias, a los albatros, grandes viajeros, a las águilas y halcones, a los gansos, a las ocas, a otras nubes. En fin a todo aquello que tuviera alas o que volara, y que quisiera escucharla.

También les preguntaba a las altas montañas que traspasaban las nubes, a la lluvia, a los vientos y a tormentas, al rayo y a veces también a la luna. Hacía meses que viajaba y preguntaba sin descanso. Su nube y ella, habían recorrido casi toda la tierra sin que nadie supiera decirle nada de sus padres.

Cierto día mientras sobrevolaba el norte del mundo vio algo que le pareció muy extraño. Era un pequeño grupo de animales con cuernos parecidos a los ciervos de la tierra, aderezados con adornos rojos y dejando una estela de estrellitas diminutas detrás de ellos. La niña comenzó a saltar y a gritar intentando llamar la atención del grupito de ciervos voladores, pero éstos al estar tan lejos no la oyeron siguiendo su camino veloces como el viento.

— Nube, ¿qué podemos hacer para poder hablar con ellos? — Preguntó llorando la desconsolada niña a su amiga—. No me han oído y se han ido.

 No te preocupes niña bonita de mi alma — ¿No sabes que soy una nube de carreras? Éstos se van a enterar de cómo me llamo, ahora verás.

Así lo dijo, así lo hizo.

La nube se lanzó detrás de los ciervos a una velocidad asombrosa mientras sorteaba nubes, vientos, tormentas de rayos, bandadas de pájaros. Con la vista fija en los ciervos a los que poco a poco iba acercándose, hasta que casi los tuvo al alcance de la voz.

La niña no cabía en sí de gozo, sentía que conocía a esos ciervos de algo, pero no lograba recordar de qué. Sólo sabía que era algo muy importante para ella y que estaba relacionado con sus padres. Estaba segura que, de alguna manera, los ciervos sabían dónde podría encontrar por fin a sus padres. Pensaba todo eso mientras perseguían a toda velocidad a los ciervos por los cielos.

Fue una carrera de locos, los ciervos hacían muchos cambios de dirección, además de un sinfín de cabriolas alocadas. Mucho le costó a la nube poder alcanzarlos hasta que lo consiguió por fin.

 ¡Ciervos, ciervos!—  Gritaba la niña— ¡Ciervos, ciervitos! — Pero estos no se daban por aludidos y seguían sin oírle.

 ¡Más rápido, más rápido! — Le suplicó la niña a la nube—. Tenemos que cortarles el paso, por favor corre, corre, corre más.

La nube envolvió aún más a la niña entre sus mullidos brazos y dobló su velocidad decidida a parar, como fuera, a aquellos ciervos sordos y maleducados. Cuando por fin consiguió ponerse delante ellos, lo que no fue nada fácil visto la manera que tenían de correr, la nube frenó tan fuerte que los ciervos que iban a toda velocidad, sorprendidos, quedaron amontonados detrás de ella.

Uno de los ciervos después de desenmarañarse de la melé que la nube había provocado, la increpó:

— ¿Se puede saber que estás haciendo? ¡Casi nos matas a todos! ¿Te parece bonito?— dijo el ciervo enfadado.

— Por favor ciervo no te enfades—  dijo la niña con lágrimas en los ojos—. Sólo quería preguntaros si alguno de vosotros había visto a mis padres.

— ¡Ciervo! No somos ciervos niña, somos  renos de la alta Laponia y nos dirigimos al Polo Norte a recoger a Papa Noel para empezar a repartir los juguetes a los niños de todo el mundo ¿No sabes que ya es Navidad y que todos los niños del mundo tienen derecho a un regalo?

— ¿Entonces yo también tengo derecho a un regalo?—. Preguntó la niña con un nudo en la garganta.

 Claro, como todos los demás. ¿Por qué ibas a ser diferente, niña?

Entonces la niña le contó a los renos su triste historia.

Un día estaba jugando en el jardín de su casa cuando alguien, después de golpearla, se la había llevado del lado de sus padres. Al día siguiente se había despertado subida a esta nube que desde entonces la cuidaba. No había vuelto a ver más a sus padres ni a su perro Flopy y les echaba muchísimo de menos.

Los renos se juntaron para hablar entre ellos, ya que sabían dónde estaban los padres de la niña y necesitaban una estrategia para devolverla a su hogar. La cosa era bastante complicada y debían hacer las cosas bien, si no sería una catástrofe que el día de Navidad esta niña estuviera sola.

Decidieron entonces llevarla con ellos al Polo Norte a ver qué opinaba su jefe del plan que habían urdido, el guardián de los regalos que se llamaba Papa Noel.

La niña nunca había visto tal cantidad de regalos juntos. Había miles en este lugar, montañas de ellos por todas partes, paquetes grandes, pequeños, medianos, rojos, azules, a rayas, a lunares, y de todas las formas posibles e imaginables.

Ella lo miraba todo con la boca abierta de par en par mientras seguía al reno que la guiaba por aquel sitio tan atiborrado, hasta que éste se paró delante de un árbol tan grande que tenía una puerta. El reno volviendo la cabeza le dijo:

— Espera aquí un momento, niña. Voy a ver si está en casa el jefe, ahora vuelvo.

La niña se quedó quieta viendo como el reno abría la puerta y entraba en aquel árbol verde que parecía llegar al cielo. No tuvo que esperar mucho.  Cuando bajó la vista, el reno estaba delante de ella y a su lado un hombre rechoncho, vestido de verde con una larga barba blanca que la miraba sonriente.

— Hola bonita ¿En qué puedo ayudarte?
 
La niña volvió a contar su historia a aquel hombrecillo mientras éste la cogía en brazos y le pellizcaba las mejillas. Cuando hubo acabado la niña se echó a llorar de nuevo, diciéndole que sentía mucha añoranza y ya no sabía dónde buscar a sus padres, que había recorrido el mundo entero sin encontrar nada ni a nadie que supiera algo de ellos.

—Tranquila — le susurró al oído—. Yo sé donde están tus padres y te voy a llevar hasta ellos, esta misma noche sin falta, será como un maravilloso obsequio de Navidad. Lo único que tienes que hacer es dejar que te envuelva como si fueras un regalo. Te prometo que cuando te abran, los que lo hagan, serán tus padres.

La niña se volvió loca de contenta abrazando al viejo y a los renos, sólo lloró un poco al despedirse de su nube. Ésta la había acompañado cuidándola a lo largo de este periplo alrededor del mundo y se habían cogido mucho cariño.

Antes de que pudiera decir más, decenas de elfos se la llevaron a la sala donde se envolvían los paquetes y se pusieron a medirla, a cortar tiras de papel, a pegar, todos al mismo tiempo como si aquello fuera un baile. En un santiamén la niña estaba preparada como si fuera un maravilloso regalo. El hombre de verde le dijo que debía estarse quieta un momento, mientras la llevaba a donde estaban sus padres, no iban a tardar nada.


24 de Diciembre a altas horas de la noche.


En la habitación de un hospital de la ciudad dos padres estaban sentados juntos con sus manos cogidas. Habían decorado la habitación con guirnaldas, flores, globos, renos tirando de su carro lleno de regalos, un pequeño árbol verde de navidad engalanaba un rincón, coronado con una estrella de plata y unos cuantos paquetes en su base. Miraban todo aquello con el corazón encogido, porque en el centro de la sala, en una cama, su hija Isabel de cinco años se debatía entre la vida y la muerte.

Hacía tres semanas que Isabel se había caído jugando y se había golpeado la cabeza muy fuerte contra el suelo. Ahora estaba en aquella cama inconsciente mientras se agarraban el uno al otro desesperadamente, como si así pudieran, de alguna manera, traer a su única hija de vuelta con ellos. Iba a ser la peor Navidad de sus vidas. El único ruido que se escuchaba era el pitido de la máquina que controlaba la respiración de Isabel.

Desde la ventana de aquella habitación podían ver las casas de los alrededores, todas decoradas con algún motivo navideño y las chimeneas apagadas. Toda la ciudad dormía menos ellos, apoyados uno contra otro, miraban a través del cristal, sin ver, con el corazón encogido palpitando en un puño.

— Mamá, papá. ¿Estáis allí? ¡No os veo, ya he vuelto! ¿Dónde estoy?

Los padres que se habían quedado adormilados se despertaron por fin. No era un sueño, su hija estaba despierta y les estaba llamando. Lloraron de felicidad mientras los tres se abrazaban y se besaban. Ésta iba a ser, sin duda, la mejor Navidad de sus vidas.

Un poco más allá, al otro lado del cristal, un hombre vestido de verde, subido a un carro tirado por unos renos, sonreía, guiñó el ojo a la niña mientras se alejaba a repartir los regalos que le quedaban. Pensado que en Navidad los padres también deberían tener su regalo.


* Este cuento está dedicado a todos los padres que por alguna razón tienen que pasar las navidades en los hospitales al lado de sus hijos e hijas con la incertidumbre arraigada en el corazón y el alma perdida.



Benjamín J. Green





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