Aquella tarde tras remover mucho en el
armario, optó por ponerse un clásico vaquero azul y un jersey ancho de cuello
alto, era discreto, justo lo que necesitaba, ocultar su esbelta figura para
pasar desapercibida.
Elisenda era una chica tranquila. Le gustaba estudiar y apenas
había salido de casa en sus veinticuatro años. Para ella ese tipo de ambiente
era nuevo, diferente para una chica de bien y cargada de prejuicios.
Por su cabeza sólo pasaba una pregunta: ¿Por qué llegaría tarde
a clase justamente el día en que debían de elegir la actividad para el proyecto
final de carrera? Cuando el listado llegó a sus manos, sólo quedaban dos
opciones disponibles, jóvenes drogadictos o el centro penitenciario. Ninguna le
hacía demasiada gracia, así que, tras echar una moneda al aire, le tocó la
segunda opción, se resignó.
Cuando llegó, vio una larga cola de gente esperando en la puerta
del pabellón de visitas a que sonara la señal de entrada. Un nudo en su
estómago le hizo palpable el miedo, era la primera vez que iba a tratar con un delincuente
y era normal sentir pavor, quiso disimularlo mirando a su alrededor, observando
aquella muchedumbre se podía hacer una idea del tipo de gente que había dentro.
Si los que estaban fuera la estremecían, cómo se sentiría con los internos.
Desechando estos y otros pensamientos, dio unos pasos hasta la fila tratando de
incorporarse entre aquel gentío.
De repente se oyó una orden:
— ¡Por favor, colóquense bien en la fila y vayan pasando de uno
en uno!
Después de pasar los controles de seguridad y nada más cruzar la
puerta, lo identificó sentado en un banco al fondo de la sala. Allí estaba Enrique
Sánchez Hernández, más conocido como Quique, el preso número trece.
Elisenda lo miró unos instantes, y cruzándose con determinación
el chaquetón en un acto simbólico de protección, comenzó a caminar hacia él.
— Ho-hola ¿E-eres Qui-quique, verdad? – tartamudeó levemente a
causa del nerviosismo.
— Sí ¿Qué quieres de mí? Ya he declarado todo lo que tenía que declarar.
Dejadme tranquilo.
—No, se equivoca usted—dijo ella, haciendo un gran esfuerzo
por parecer serena—. Me llamo Elisenda, y estoy aquí para realizar mi proyecto
de final de carrera de psicología. Quisiera escribir acerca de su experiencia.
Quique después de pensarlo durante unos instantes que a Elisenda
le parecieron años, preguntó con tono grave:
— ¿Qué quieres saber?
De este modo se inició la primera entrevista, ella tomaba nota
de todo lo que el preso decía, no quería obviar nada. Ese día obtuvo
información básica acerca de su pasado, y en posteriores visitas, consiguió
detalles más profundos de su niñez, sus vivencias y sus anhelos, para
relacionar la conducta delictiva de Quique con el ambiente desfragmentado en el
que creció.
Reflexionando se dio cuenta de que aquel hombre no era malo por
naturaleza, la vida le había impulsado a comportarse de esa manera y recordó
una cita que había leído años atrás:
“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas
inconstantes, ese montón de espejos rotos.”
Qué cierta era, pensó. Qué diferente podía
haber sido la vida de Quique. Qué diferente podría haber sido la suya de haber
nacido en otra familia, en otro entorno, en otro país. Suspiró sintiendo una
compasión infinita por él, y en ese momento supo que aquello que se había
iniciado sin demasiado entusiasmo, se había convertido en más que un simple
proyecto académico. Tenía una misión, ayudarle a reconstruir su vida. No era
posible cambiar su pasado, pero sí su presente y en consecuencia, su futuro.
Conseguiría que los buenos momentos aún por vivir, remplazaran aquellos
tormentosos recuerdos.
Minerva
"Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos."
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