Una suave brisa aminoraba el calor
estival del mediodía. El camino estaba en buenas condiciones, y siempre que te
mantuvieras fuera de las carriladas que habían dejado los carros en las lluvias
de primavera, podías circular cómodamente en bicicleta. Ambos lados de la vía
estaban flanqueados por márgenes de adobe seco, que permitían contemplar el
paisaje de trigales dorados, salpicado de granjas y de casas unifamiliares que
se distribuían espontáneamente en pequeños grupos, como para compartir el calor
en invierno.
Tras un rato de agradable pedaleo,
vi a lo lejos una casita de tejado rojo, rodeada de un jardín protegida, a
escasos quinientos metros, por un gran bosque de pinos en su parte trasera.
Justo lo que andaba buscando. Me acerqué, contento, pues me había costado
encontrarla y me interesaba mucho conocer a Julia.
Apoyé la bicicleta al lado del
portón de la cerca y llamé a la señora:
— ¡Buenos días, Julia, soy David!
— ¡Buenos días, perdone un momento,
ahora le abro!
Me contestó una voz juvenil que
provenía del corazón de aquel jardín selvático. Al momento apareció una cabeza
coronada por una hermosa cabellera totalmente blanca. Cuando acabó de
incorporarse, se presentó ante mí una anciana sonriente, de porte esbelto y
elegancia natural. Me franqueó la entrada y me saludó con un par de besos.
— ¿Qué tal David, ha sido difícil
encontrarme? Me alegra que haya venido, pase, pase, le estaba esperando.
— Gracias Julia, ha sido un poco
complicado, pero aquí estoy al fin. No puede usted imaginar las ganas que tenía
de conocerla.
— Espero estar a la altura de sus
expectativas. Vamos, entremos en casa, estará usted cansado.
Me condujo a un acogedor saloncito,
con dos sillones ante la chimenea apagada. Estuvimos horas y horas hablando. Yo
era incapaz de apartar mis ojos de los suyos, grandes, levemente rasgados y de
un azul purísimo. Eran unos ojos de dieciocho años en un rostro de ochenta.
Tenían tal frescura, tal expresividad, que seducían.
Mi doctorado sobre los espíritus
guardianes de los bosques y las corrientes de agua me habían llevado hasta
Julia, conocida mundialmente por los poemas que escribía sobre el particular.
Entre líneas se advertía que ella era depositaria de unos conocimientos ancestrales, más allá de la cuidada expresión
poética. Por ello me sentí ridículo, haberme presentado allí con mis flamantes
conocimientos académicos y cargado de notas y bibliografía. Así que dejé que,
con su bonita voz, me enseñase cosas que desconocía por completo, saberes
antiguos, arcanos…
Cuando comenzó a instruirme sobre
las náyades, supe que, hasta aquel momento, no había adquirido ninguna certeza,
ningún conocimiento real. Mi tesis doctoral se había limitado a una visión
antropológica de un área de la mitología grecolatina, a erudición simplemente,
sin conexión con la realidad de lo estudiado.
Julia me estaba haciendo cruzar el
umbral hacia otra dimensión. Durante tres días me instruyó, me hizo concebir
nuevas categorías mentales, otros aspectos de lo real. Todo ello bajo un ayuno absoluto, salpicado con sesiones de
meditación y contemplación.
La noche del tercer al cuarto día,
dormí con una profundidad sin precedentes. Desperté alegre, feliz y confiado,
tras haber tomado la decisión más extraña de mi vida.
Julia dio unos golpecitos a la
puerta del dormitorio y entró.
— Buenos días, David—. Dijo
sonriendo.
—Toma, bebe esta infusión. No rompe
el ayuno, pero te mantendrá bien lúcido hasta la noche.
La bebí, estaba amarga y aromática.
Hizo que me encontrara mejor durante todo el día, hasta el punto que ayudé a
Julia en el jardín y realicé pequeñas reparaciones en el tejado, amén de repintar
la valla.
Al caer la tarde, Julia me hizo las
últimas recomendaciones y nos despedimos con un largo abrazo.
— Marcha con alegría y sin temor
alguno.
Como respuesta, tomé sus manos y la besé
en las mejillas sorprendentemente suaves. Acto seguido me puse en camino hacia
mi objetivo.
En
la noche estival, una brisa fresca y sutil acariciaba mi rostro. Guiado por el
camino, me adentré en la espesura. Nada desenfocaba mi mente absorta en su
propósito, pretendía llegar al arroyo antes que mi cuerpo, mientras guardaba en
su interior las maravillas nocturnas que la envolvían como los tesoros que
siempre quiso poseer.
La luna corría tras las nubes, estrellas
centelleaban sobre la silueta negra de un pino enorme. De pronto, una masa
alada me rozó, tal vez un búho de caza, silencioso y discreto.
Transcurrido un tiempo indeterminado,
el fiel sendero, apenas visible, me llevaba con seguridad al corazón del
bosque. Por fin penetré en las tinieblas. Ya no podía ver el camino, pero me
guiaban gorjeos de pájaros ¿Notas de flautines y píccolos, violines, chelos y
bajos? ¡Oh, no, eran voces de mujer! Percibí entre los juncos formas femeninas
de luz, jugando juntas en el arroyo.
Ya nadaban, ya surcaban el aire. Unían
por momentos, etéreos, sus bellos cuerpos refulgentes, no poco más que núbiles,
en sublimes pasos de danza. Esparcían corpúsculos de oro y azul en cada
movimiento de sus brazos, en cada pirueta de sus piernas.
Entonces, cautivado por tanta
hermosura, osé decirles en mi arrobamiento:
— Divinas hijas de la Tierra. Benditas
seáis, mis náyades, siempre protectores espíritus. Bellas, armónicas, graciosas!
Maravillosas criaturas, encarnáis las fuerzas telúricas y los primigenios
poderes ¡Llevadme con vosotras!
Al
instante, me envolvieron todas. Noté un delicado beso y, al volverme hacia la
fuente de la caricia, vi unos ojos que reconocí al instante, eran los ojos de
Julia en un cuerpo de náyade. Una mirada y una sonrisa de complicidad bastaron
para explicarlo todo.
Seguimos juntos, cual cardumen de
peces, hasta las copas de los árboles,
hasta el fondo del arroyo. Finalmente sentí que mi cuerpo transmutado, se
fundía con el de ellas. Pertenecía a la Tierra, tal que las náyades. Presente,
pasado y futuro me fueron revelados.
En un último descenso, atravesamos
el agua y nos hundimos en la tierra. Allí me acomodaron en las profundidades. Una
oquedad, como el útero de la Madre Tierra,
sería el hogar al que regresaba. Acunado por su gigantesca masa,
recorrería los espacios siderales eternamente.
Kairos42
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