De
joven era muy aficionado a la bici y con ella iba a todas partes. Ese día me
dirigía a comenzar mi aventura, la incorporación a un nuevo puesto de trabajo. Me
lo había conseguido mi padre a través de un cliente de su pequeño negocio. Esta
decisión fue tomada para evitar males mayores, pues mi hermano y yo en aquellos
tiempos, siempre andábamos a la gresca. El pobre hombre consideró que no nos
iría mal trabajar un tiempo separados. La empresa era un laboratorio de POTINGAS y como me encantaba la química,
todos felices y contentos.
Apenas
habían transcurrido quince minutos desde que salí de casa, cuando por arte de
magia y sin saber cómo, me vi empotrado en una farola por una furgoneta. Los
accidentes en aquella época no eran inusuales, lo que sí era inusual, eran las
farolas que se encontraban muy distanciadas entre sí. Y fui a dar con la única
existente en la zona, mejor digo que ella me encontró a mí.
De
pronto todos mis sueños de llegar a ser una gran personalidad tipo Einstein,
pero en química, se vieron truncados por un: ¡Quítale de ahí ese obstáculo!
Quedé
despanzurrado boca arriba sobre el suelo, sin asfalto, sin visión, sin idea de
lo que había ocurrido pero, escuchando los comentarios del público asistente a
la función de la que, sin saberlo ni quererlo, era el principal protagonista.
— ¡Este
chico está muerto! — Decían sin parar.
— ¡Hay
que llamar a una ambulancia! — Pedían.
Mientras
tanto, perplejo y dolorido, me interrogaba sobre lo que estaba ocurriendo.
Llegó
la ambulancia, un cacharro heredado de los americanos tras finalizar la Segunda
Guerra Mundial. ¿O, era de la Primera? No tiene importancia, el caso es que me
introdujeron en ella y el conductor se dispuso a iniciar la marchar.
— ¡Arranca,
arranca! — Le decían, pero la vieja reliquia se negaba.
Tras
duras negociaciones entre chófer, enfermero y público, decidieron que en lugar
de esperar a otra ambulancia, dada la gravedad del tema, lo mejor sería
empujarla y así con el impulso conseguir que arrancase.
Llovían
los voluntarios, obreros a los que no les importaba llegar tarde a sus puestos
de trabajo, jubilados para los que el incidente era vivir una especie de insólita
aventura, amas de casa que iban con su cesto hacía el mercado, y hasta niños
con sus carteras repletas de libros y cuadernos que se dirigían a sus
respectivos colegios.
Se
pusieron manos a la obra, ahora empujaban unos, ahora empujaban otros. El motor
comenzó a explosionar con unos petardeos tremendos hasta que finalmente lo
consiguieron. Nos incorporamos al tránsito. La camilla comenzó a golpear en las
paredes y, según lo que pude percibir, hasta en el techo.
— ¡Oh
no, con las prisas nos hemos olvidado de anclar la camilla, de ésta no salimos!
— Exclamó el camillero.
Llegamos
al hospital y tras atenderme del múltiple accidente, tan sólo diagnosticaron
cuatro costillas rotas. Al cuarto día me enviaron para casa. No tardamos en
descubrir que el diagnóstico era erróneo pero… ésa es una historia que mejor
dejo para otro día.
Treinta
y seis años después, con la confianza que da comprar el pan siempre en el mismo
establecimiento, me enteré por boca de la panadera, que andaba aquella mañana rememorando
historias graciosas, y refiriéndose a una protagonizada por su mejor amigo, muy
fitipaldi por cierto; el cómo empotró a un pobre ciclista, debía ser un
muchacho por aquel entonces, contra la única farola existente en aquella calle,
aquel día fatídico que amaneció con los mejores vaticinios internos de que
sería muy especial para mí.
Nora
Biel
No hay comentarios:
Publicar un comentario