domingo, 22 de febrero de 2015

Mi gozo en un pozo, no, no, no, fue en una farola



De joven era muy aficionado a la bici y con ella iba a todas partes. Ese día me dirigía a comenzar mi aventura, la incorporación a un nuevo puesto de trabajo. Me lo había conseguido mi padre a través de un cliente de su pequeño negocio. Esta decisión fue tomada para evitar males mayores, pues mi hermano y yo en aquellos tiempos, siempre andábamos a la gresca. El pobre hombre consideró que no nos iría mal trabajar un tiempo separados. La empresa era un laboratorio de POTINGAS y como me encantaba la química, todos felices y contentos.

Apenas habían transcurrido quince minutos desde que salí de casa, cuando por arte de magia y sin saber cómo, me vi empotrado en una farola por una furgoneta. Los accidentes en aquella época no eran inusuales, lo que sí era inusual, eran las farolas que se encontraban muy distanciadas entre sí. Y fui a dar con la única existente en la zona, mejor digo que ella me encontró a mí.

De pronto todos mis sueños de llegar a ser una gran personalidad tipo Einstein, pero en química, se vieron truncados por un: ¡Quítale de ahí ese obstáculo!

Quedé despanzurrado boca arriba sobre el suelo, sin asfalto, sin visión, sin idea de lo que había ocurrido pero, escuchando los comentarios del público asistente a la función de la que, sin saberlo ni quererlo, era el principal protagonista.

— ¡Este chico está muerto! — Decían sin parar.

— ¡Hay que llamar a una ambulancia! — Pedían.

Mientras tanto, perplejo y dolorido, me interrogaba sobre lo que estaba ocurriendo.

Llegó la ambulancia, un cacharro heredado de los americanos tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. ¿O, era de la Primera? No tiene importancia, el caso es que me introdujeron en ella y el conductor se dispuso a iniciar la marchar.

— ¡Arranca, arranca! — Le decían, pero la vieja reliquia se negaba.

Tras duras negociaciones entre chófer, enfermero y público, decidieron que en lugar de esperar a otra ambulancia, dada la gravedad del tema, lo mejor sería empujarla y así con el impulso conseguir que arrancase.

Llovían los voluntarios, obreros a los que no les importaba llegar tarde a sus puestos de trabajo, jubilados para los que el incidente era vivir una especie de insólita aventura, amas de casa que iban con su cesto hacía el mercado, y hasta niños con sus carteras repletas de libros y cuadernos que se dirigían a sus respectivos colegios.

Se pusieron manos a la obra, ahora empujaban unos, ahora empujaban otros. El motor comenzó a explosionar con unos petardeos tremendos hasta que finalmente lo consiguieron. Nos incorporamos al tránsito. La camilla comenzó a golpear en las paredes y, según lo que pude percibir, hasta en el techo.

— ¡Oh no, con las prisas nos hemos olvidado de anclar la camilla, de ésta no salimos! — Exclamó el camillero.

Llegamos al hospital y tras atenderme del múltiple accidente, tan sólo diagnosticaron cuatro costillas rotas. Al cuarto día me enviaron para casa. No tardamos en descubrir que el diagnóstico era erróneo pero… ésa es una historia que mejor dejo para otro día.

Treinta y seis años después, con la confianza que da comprar el pan siempre en el mismo establecimiento, me enteré por boca de la panadera, que andaba aquella mañana rememorando historias graciosas, y refiriéndose a una protagonizada por su mejor amigo, muy fitipaldi por cierto; el cómo empotró a un pobre ciclista, debía ser un muchacho por aquel entonces, contra la única farola existente en aquella calle, aquel día fatídico que amaneció con los mejores vaticinios internos de que sería muy especial para mí.


Nora Biel


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