viernes, 30 de enero de 2015

La otra rama



Nací en Brasil, mi nombre no tiene ninguna importancia. En ese país mi padre, un gran hombre de negocios, supo hacer fortuna, por lo que crecí teniéndolo todo, ajena a la miseria y adversidad de todos los que nos rodeaban.

A los pocos años volvimos a España y se instaló a vivir con nosotros la única familiar que teníamos viva, mi abuela materna, hasta hace pocos años que murió.

La vida transcurrió con normalidad hasta estas navidades pasadas en las que recibí, una extraña llamada telefónica de una tal Alicia, una chica que decía ser mi prima y comenzó a narrar una historia increíble de una familia, la mía y que desde siempre había desconocido.

Alicia me contó que tengo tíos, primos y abuela por parte de mi padre. Estaba atónita y necesitaba saber, comprender y aceptar. Me refirió que mi abuela residía en una mala residencia, a falta de recursos para una mejor, y que había perdido la cabeza cuando su hijo predilecto, mi padre, vendió el piso donde residían y abandonándolos a su suerte, marchó a Brasil.

Pasadas las fiestas me encaminé para conocer a toda esa rama familiar que desconocía, tíos, primos, eran gente sencilla y trabajadora; y claro está, a mi abuela. Una mujer delgada, nerviosa y totalmente ida. Me partió el alma en dos ver las condiciones en las que vivía en aquel centro estatal para enfermos mentales. Me dolió saber lo que mi padre había hecho y me decidí a hablar con él del asunto, para que al menos pudiera devolver parte de lo que en su día robó pagándole a su madre un sitio mejor.

— Si tienes pensado tocarme el culo, no empieces lo que no puedes acabar, esto te viene demasiado grande. No hay más que hablar.

Esas fueron sus últimas palabras aquella tarde en aquel café de aquella solitaria calle, antes de que girara sobre mí misma, rota por la pérdida del ídolo, y me alejará por siempre de su vida, dándole la espalda a él, dándole la espalda al imperio que construyó con el dolor de otros. Mientras sobre la mesa, un vaso de cristal se llenaba de diminutas burbujas guardando en el interior de cada una de ellas, minúsculas fracciones de oscuros secretos y grandes rencores.


Laura Mir


Un poeta sentado en el borde del mundo



Sentado en el borde del mundo, siento la brisa suave, eterna hija del tiempo lamiéndome  los pies. Sueño mientras los balanceo sobre el abismo que se abre debajo de ellos, viendo como el mundo se hunde envuelto en la locura ignorante que le ciega, llevándolo por el camino de la perdición.

Es extraño ver, que lo único que permanece inmutable sea la roca escarpada que estoy utilizando de asiento, se diría que he sido elegido para poder contemplar el implacable destino que está a punto de acontecer. Puede que me haya convertido en el escribano de un tiempo que será un fin o, el incipiente nacimiento de una nueva raza de seres de los cuales nunca se podría oír algo como:

¡Si tienes pensado tocarme el culo, no empieces lo que no puedes acabar! ¡Generalmente antes de joderme me suelen besar!
¡Joderte yo! Antes me la corto…
Y varias lindezas por el estilo.

Que es lo que se están gritando los vecinos de al lado, arruinando completamente el momento poético en el cual me encuentro.

A veces me pregunto por qué me ha dado por escribir poemas, cuando podría escribir relatos soeces a puñados a cuenta de mi vecindad.

Bajaré a tomarme un cerveza mientras estos dos se deciden de una vez a hacer las paces, cosa que no sé si es mejor, total, se van a pasar parte del día aullando en la cama.

Solo es un día más en el edificio en el cual vivo.

Cuando venda mis poemas, esos que no me dejan escribir, y sea rico, lo tendré todo insonorizado, por estas.


Benjamín J. Green



jueves, 29 de enero de 2015

Tú, tu momia y yo


Andrea y Pau tomaban el primer café de la mañana, cuando les anunciaron que la momia egipcia ya había salido de camino al museo, y que en una escasa media hora la tendrían sobre la mesa de trabajo. Las caras demostraban que las relaciones entre ellos, no habían mejorado en los últimos días, desde que Pau puso su nombre encima de su compañera sin haber participado en el reciente estudio sobre los hallazgos de oro bajo las uñas de algunos monjes egipcios. Y aunque el humor no era para ir a  partir piñones juntos, se soportaban y se hablaban de modo cortés.

— Pau, antes que nada, tendríamos que hacer una toma completa, para saber a que nos enfrentamos.

La cucharilla iba golpeando los bordes de la taza mientras se meneaba en manos de Pau.

— Pues ya sabes. Prepara las placas y el equipo—. Chupó la cucharilla—. Ya me encargo de ir haciendo las primeras incisiones.

— Pau, el procedimiento es el de siempre, primero se hacen las tomas, se cotejan y luego se hace las cisuras precisas, pareces nuevo.

— Ya no soy nuevo en ninguna parte — dijo desfrunciendo el ceño—. Venga, vamos preparándolo todo que no tardará en llegar.

Mientras observaban las radiografías:

— ¿Ves eso? — Preguntó Andrea.

Pau la miró de reojo. No lo había visto. Eso le sorprendió. Él era el que tenía la plaza en el aquel laboratorio, y en él había reposado la confianza hasta que la doña rizos dorados, osó poner los pies en su sagrado suelo.

— Sí, ya lo había visto—. Contestó aún buscando.

— Parece una placa de metal.

— Si, posiblemente sea una placa. Pero si te fijas, no tiene un corte regular.

— Ya lo veo, ciega no soy — le respondió ella—. Por aquellas casualidades, ¿no sabrás copto?

— No hace falta que alardees.

— Parece ser que algo puedo aportar—. Dijo Andrea con recochineo.

A Pau eso le sorprendió y no pudo evitar que le viniese la imagen del cuello de la gallina que cayó en manos de su musculosa abuela. De inmediato, desechó la ocurrencia y ocupó sus pensamientos en otra cosa.

Andrea limpió y secó la placa y mientras la observaba detenidamente, Pau escribía un email a su jefe, de espaldas a ella, solicitando  que la cambiaran de ubicación, no la aguantaba.

—... No empi… no empieces… lo que no… puedes… puedes acabar.

— ¿Qué estás diciendo? — Le preguntó Pau con la sospecha de que lo había descubierto y mirando para atrás. — Me estás chuleando, ¿Verdad?

— ¿Por qué siempre piensas que todo lo que digo es para incordiarte?

— Porque desde que llegaste al departamento, se acabó mi paz.

— Siempre exagerando.

Pau se levantó como si la silla estuviese electrificada. A grandes zancadas,  y entre murmuraciones mal sonantes se dirigió al vestuario. Allí dio un grito apretando los puños, se quitó la bata, que quedó tendida en el suelo, y se puso a golpear un punch ball, con la foto de Andrea y una fregona Vileda girada a forma de rizos. 

Ahora se sentía tranquilo, el sudor se deslizaba por la frente, por el torso. Mientras se iba secando se repetía: “Este laboratorio es mío,  todo lo que hay aquí es mío”. Volvía hacia el laboratorio repitiendo: “Este laboratorio es mío,  todo lo que hay aquí es mío”. Se plantó detrás de ella, y se repitió: “Este laboratorio es mío, y el culo de esta es mío.”

Levantó la mano, y antes de que pudiera hacer posesión del culo, Andrea se giró diciendo, con cara de sorpresa:

Si tienes pensado tocarme el culo, no empieces lo que no puedes acabar.


Jaime Ros



jueves, 22 de enero de 2015

Más que ayer




Unos dedos que se aprietan en su antebrazo, tirando de ella hasta levantarla del suelo, casi parece que va a desarmarse, hasta aterrizar en el pecho de su padre, notar cómo se aferran sus brazos a ella, y sentir el viento que golpea sobre su cara.

Ese es el primer recuerdo que guarda. Después de ese, todos se convirtieron en una sucesión de huídas. Pasó su vida entre allí y allá, sin encontrar reposo en ningún lugar. Nunca tuvo el cariño de una almohada dos noches seguidas, ni supo si amanecía de la misma forma en el mismo lugar. Su madre quedó en el recuerdo de algún andén del olvido. Con su pelo del color del sol sobre un campo de trigo, agitando la mano, fabricando un adiós. Buscó a su padre en las palabras, pero nunca le encontró en la explicación. Sólo sabía que huía. Huía. Huía.

Unos dedos se apretaron al antebrazo, tirando de ella, hasta dejarla clavada en el suelo. Su padre paró en la huída, la miró, comprendió y asintió. Desapareció doblando una esquina para no volver a aparecer nunca más. En la mano que le sujetó quiso encontrar la pausa que nunca había tenido, quería olvidar la costumbre de ser una sombra siempre inquieta. Quería respirar en los actos sencillos, de dormir sin que sea un sobresalto el despertador, cocinar pudiendo saborear los olores. Había vivido con la excesiva prisa de la huída, y con ello, las comparaciones siempre quedaban detrás. No encontró un uno más uno, porque todo se resumió en uno.

— Pero no puedo saber cuánto me quieres.

Más que ayer. Era la única contestación que él creía posible. Consciente, que la medida seguía siendo imprecisa. Quiso encontrar un metro para poder situar junto a él cada milímetro de amor, pero no quería sacarlo de dentro de sus entrañas. También, creía, que podía perderse si salía de dentro de él, y no quería arriesgarse a perderlo por poder medirlo. Tampoco sabía cómo verter su amor dentro de una vasija, y es que cada milímetro se le hacía tan precioso, que no se convencía de vomitar algo tan preciado, ni era riesgo de que se evaporase a rayos de una Luna tímida. Así, cada noche, mientras las sábanas cogían instintivamente la forma de ella, él desaparecía por las escaleras del sótano, convencido de que la quería más que ayer, y que debajo de que cada haber, se escondía un hacer.

Cuando la senectud ya no era un destino, se sentó frente a ella en la mesa que se había impregnado de largos años de recuerdos. Un aparato brillaba bajo su sonrisa, y su mano, puesta sobre la mano de ella, comenzó a temblar de excitación.

— Lo encontré.

— Sabía que lo harías.

— Sólo era cuestión de buscar entre las moléculas de amor que se esconden en la sangre. Era el único secreto, lo demás, lo llevo todo expuesto.

Los canos pelos del pecho escapaban del botón desabrochado. Una aguja atravesó su piel justo donde el corazón latía más fuerte. De allí, escapó una gota de sangre, quedó atrapada juguetonamente en la aguja, hasta precipitarse en el aparato. Se escuchó un pitido. Acercándose las gafas leyó, moviendo unos labios mudos, con la tranquilidad de la edad.

— ¿Cuánto me quieres?

—  Más que ayer.

Ella sonrió convencida de la respuesta. Se levantó apoyándose en el bastón de él, encontrando el apoyo que hubo después de huir. Él se apoyó en el bastón de ella, recostando sus años de pausa. Caminaron hacia el atardecer tantas veces repetido, en busca del sol que calentara todo el amor que quedaba, que era, menos del que se guardó ayer.


Jaime Ros





                                                                                        ... Menos que mañana.

martes, 20 de enero de 2015

En tiempos de espera



Recorrí los nombres de la larga lista vacilando entre el optimismo y el derrotismo. Uno a uno los fui leyendo hasta llegar al final, nada podía moverme del sitio, la gente se agolpaba tras de mí, a veces me empujaban pero resistía,  entre toda aquella desgracia y nombres desconocidos no estaba el tuyo, entonces, y sólo entonces, pude suspirar aliviada. Quizás en las próximas no tengamos tanta suerte, entre gritos de desesperación y de alegría de la muchedumbre salí del gentío.

La prensa había dejado de publicarse meses atrás, el servicio de correos había dejado de funcionar y las noticias desde el frente eran escasas. Así estábamos de desinformados aquella mañana mientras con pasos lentos cruzaba la plaza en ese lunes de mercado.

Sonaron las alarmas y corrí a esconderme bajo el arco que me indicaste, cerré los ojos mientras agarraba con las manos mi vientre intentando relajar en vano a nuestro hijo y deseando estar a miles de kilómetros de allí, y mis labios en compás de locura lanzaba al cielo esperanzas encendidas.

Era obvio que no corrían buenos tiempos para la vida o el amor, pero ambos seguían siendo valiosos y se abrían paso en mi cuerpo con inesperado brío. Eso es lo que me ayudaba a soportar el miedo y la constante incertidumbre sobre ti, sobre nuestro hijo, sobre mí misma.

Cuando todo hubo terminado intenté volver a casa esquivando nubes de polvo, caras desencajadas y carreras apresuradas de los demás. Rezaba con rabia y desespero a un dios en el que no creía ya, como para avergonzarle de que permitiera aquella barbarie sin sentido. Con mis pasos no solo quedaba atrás el camino, sino tantas otras cosas que habían sido y que ya nunca más volverían: la cándida inocencia, la confianza en una existencia plácida, la creencia de que la bondad es innata en los hombres, los sueños sin pesadillas. Pero ya habría tiempo de lamentaciones, en otra vida quizás, ahora era momento de proteger el precioso don que crecía dentro de mí, de procurarle un mundo mejor si era posible y de sobrevivir a toda costa.

Con la espalda apoyada sobre la puerta de casa bien trabada encontré algo de consuelo y respiré en busca del aire que me faltaba hacía rato, hasta que reparé en un detalle que hizo detenerse mi corazón. Una raída chaqueta militar colgaba del respaldo de la silla, maltrecha y herida, como estábamos todos en aquellos días. Quizás debiera haber salido corriendo, pero el instinto me hizo acercarme y alargar la mano para tocarla… ¡Era tu chaqueta!

No me importa qué nombre le diera el ejército a tu vuelta, el caso es que estabas otra vez con nosotros…



Julia C. y Laura Mir


lunes, 19 de enero de 2015

SIEMPRE POR DOS



Y en ese estado hipnótico mi mente no paraba de pensar y me di cuenta de que toda mi vida había girado en torno a ti, a tus sonrisas, a tus abrazos y a todo ese amor que nunca nadie ha vuelto a darme. 

Cuando quise estirar los brazos y tocarte, sólo palpé la nada.

Nacimos y crecimos juntos, nos dimos todo, incluso me diste el aire para que yo pudiera seguir respirando.

Se nos hizo tarde demasiado pronto, y sólo me quedó arrastrar tu cuerpo sin vida hasta la orilla.

Me quedé esperando en el silencio, en la oscuridad y en el vacío en pleno día.

Me consolaba pensar, que cuando uno toca fondo ya no puede caer más bajo, ese pensamiento era a diario y me ataba a la vida pero no evitaba el dudar, si valía la pena seguir viviéndola.

Fueron muchos meses con ese gran agujero en mi interior, tan grande que impedía moverme, estaba paralizada en medio del silencio más desgarrador que una persona es capaz de soportar. Y volvía cada día a la cala a tocar las olas de ese mar azul donde te perdí.

Una mañana de esos días, no recuerdo bien porque en realidad no importaba, decidí en el último instante no girar el volante en una curva y caer por el precipicio, quizás buscando la fortuna de reencontrarnos, pero hasta eso me fue vedado.

Y después de muchos meses de hospital y rehabilitación, aquí sigo. Respirando por dos, viviendo por dos e intentando que esta fractura y culpabilidad no se haga más grande para no dañar a otros.

Cuando me he permitido amar y entregarme sólo han sido traiciones y engaños, bonitas palabras y acciones contradictorias, por lo que he decidido vivir dentro de esta soledad y reserva.

Por profesión me está prohibido hablar de mí, esto que estoy haciendo me supone un gran esfuerzo y aunque quisiera correr hacia alguien y entregarme sin reservas, el miedo a perderlo que hay en mi interior, me lo impide.

Es la primera vez que esta historia sale de mis labios, quizá al lanzarla a los cuatro vientos mi alma pueda aligerarse de tanto peso.


Nora Biel


Una noche para recordar




Recuerdos de un sueño.

En ese estado hipnótico mi mente no paraba de pensar y me di cuenta de que
mañana, posiblemente no estuvieras, que lo único que quedaría eran las imaginaciones en manchas de carmín y suaves aromas sobre las arrugadas sábanas. Habrías desaparecido, llevándote contigo los rastros de tu piel, sin dejar siquiera una nota, para no cambiar.

Pero por el presente, tu mirada roza mi alma, sin querer me ahogo en su verde mar y mi cuerpo cuasi vacío, acaba descansando sobre tus labios rojos de coral. Las mareas quieren llevarme de un lado para el otro, pero me resisto a sus embestidas, no quiero dejar tu boca ni su dulce abrazo.

Me gusta cuando tu pelo me acaricia la piel, suaves olas de sensaciones me recorren y me trastornan, llevándome a mundos desconocidos que estoy loco por recorrer y explorar. Sigo la curva de tu cadera con el dedo, mientras te susurro al oído lo que deseo que hagas para mí y lo que puedo llegar a hacer por ti a poco que te prestes.

Tus suspiros me hablan de lugares lejanos bañados por los gemidos de los amantes, te sigo por ellos, encadenado, sometido, expectante y perdido. Amarrado a pesar de mí, a tu placer y a tu voluntad.

Ya no me importa lo que pueda pasar mañana, solo sigo tus andares por la vereda que nos conduce a la dulce locura de los sentidos, a la pérdida o al reencuentro de la vida. Nunca sé muy bien donde acaba una y empieza la otra, debo decir que tampoco me importa mucho, solo tengo sentidos para ti, mientras mi lengua recorre el hueco de tu espalda.

Sudor salado y caliente que reavivan los fuegos de mi imaginación, mi cabeza sobre tu pecho, los pezones duros y erectos al alcance de mi boca, mis manos perdidas en recovecos llenos de promesas y de delicias. Mientras me hablas de los amantes que nunca se encuentran aunque duerman en la misma cama. Me hace gracia, no sé ni cómo te llamas ni de dónde vienes.

Lo recordaré todo de ti, tu mirada excitada y tu respiración agitada en el ascensor, mientras mi mano se perdía bajo tu falda, tu manera de decirme al oído que querías ser amada como fuera, los largos besos húmedos, cuyo recuerdo me atormentaran en mis noches de soledad. Tus manos suaves y firmes llevándome al paroxismo sin dejar de mirarme a los ojos, sonriendo con  tus labios rojos enseñando un poco la punta de tu lengua.

Pegado a tu espalda mientras acaricio tu cuello y tu vientre,  tu cuerpo me  llama y me alienta a seguirle por un pasillo que solo conduce a mi alcoba y a la desnudez de los amantes. No recuerdo como he llegado hasta aquí, no sé porque estás subida encima de mí, solo sé que me olvido, y que siento que podría estar a tu merced hasta el fin de los tiempos.

La hora mágica se está acabando y despertaré, otra vez solo en mi lecho con tu sabor aún en mí boca, me costará creer que solo has sido un sueño. Sábanas impregnadas de recuerdos, perfume sutil flotando en el aire y como siempre, ni tan siquiera esa nota.

Has aparecido con la luna y te has ido con la aurora, desconocida de mis sueños, aquí estaré esperando tu vuelta.


Benjamín J.Green


viernes, 16 de enero de 2015

Historias de acera



Sueño hipnótico.

En ese estado hipnótico mi mente no paraba de pensar y me di cuenta de que estaba cansado de aguardar miradas que no decían nada, mientras paseaban por las calles mendigando lengua para poder hablar. Es la hora de los sueños inciertos y perdidos del final de una noche sin luna.

Creo mirar como por una ventana como caminas a la luz de una farola, esperando a otro incauto a quien sorberás el seso y de quien escupirás los huesos. Llenando tus suelos de restos de almas puras, solamente vestidas de papeleras llenas de condones usados por los demonios que solo existen en tus noches.

Tu mañana será olvidada y enterrada bajo los adoquines que recubren un mundo que no tuvo tiempo de nacer, se ha perdido en un pasado que nunca ha sido suyo, pasos apresurados resuenan en las noches que nunca han conocido un amanecer, de que te sirve esperar, ya nunca volverá.

— ¿Cuánto cuesta amar? — Preguntas al cielo.

Toda una vida. — Responde el tiempo.

Enterrado en el fondo de un corazón, la verdad se ahoga y se marchita al ritmo de las estaciones de un planeta que nunca ha existido.  

No recuerdo lo que es dormir, nunca sé muy bien en qué día o en qué mes estamos, el tiempo no me habla, y tú, ya no sabes quién soy. Sonido de cadenas acompañan a las quimeras, esas que te llaman madre y que te sirven los cuerpos descuartizados de tus victimas en bonitos platos de oro y plata.

Ilusos de un ayer, deshechos del nuevo día cegados por la luz, devorados por un sueño que nunca fue suyo, pero que guardan delante de tu puerta las migajas que caen de tu boca. Ya no sabes adonde se han ido tus hijos o no recuerdas haberlos inmolado a los pies de un dios de barro, aunque quizá sea el único acto de bondad para con ellos que hayas podido tener.

— ¿Dime en qué mundo habrían crecido?

Uno sin honor, sin verdad, sin amor, si tan siquiera el consuelo de una madre demasiado ocupada en abrirse de piernas al éxito y a las luces de neón.

La muerte ronda y las furias bailan alrededor de los amantes engañados que apretujados lloran y rezan a un dios que nunca ha existido más que en las mentes calenturientas de los iluminados de turno.

Nada nunca es cómo crees verlo y todo lo que crees ver no suele ser cierto, sólo cuando la muerte te muerda la espalda será el día que dejes de ser un tarugo, y entonces verás la verdad, aunque ya será demasiado tarde.

No te das cuenta de que sólo eres el inquilino de un jardín botánico y que no tienes cerebro para poder pensar, sólo eres el soporte de la niebla que poco a poco va recubriendo tu cuerpo y el del chucho momificado que un día a tu lado se sentó, y allí murió, al igual que los sueños de esperanza del junkie que duerme su mundo de pesadillas sobre el banco del ficus que está un poco más allá.

La niebla que todo lo cubre, pronto también lo hará con la única farola que aun funciona y nadie recordará este parque, ni su estatua que contaba la historia de las aceras y de su perro fiel, en un mundo hipnótico ya desaparecido para siempre en algún sueño del final de una noche sin luna.



Ismael Mir


NOTA: La frase “y en ese estado hipnótico mi mente no paraba de pensar y me di cuenta de que…” de la novela “El diario de un hombre decepcionado” de W.N.P. Barbellion, es la que he usado para este cuento en el juego literario FRASELETREANDO, organizado por la comunidad ALMAS DE BIBLIOTECAS Y CINE.


La suspicacia del inspector Gutiérrez



Vivo en un pueblecito de interior, donde nunca sucede nada pero no dejan de pasar cosas, y todo se debe al increíble recelo del inspector de policía que se emplea con verdadera vocación, sin menospreciar la colaboración de sus ineptos ayudantes.

A Gutiérrez lo trasladaron de la capital hace unos meses y me ha llegado a resultar bastante irritante, porque todo lo convierte en un acto delictivo de gran trascendencia; pienso que si fuese juez acusaría a todos los posibles sospechosos a la pena capital sin posibilidad de defensa. Demasiado tesón para esclarecer casos inexistentes, entre ellos: La sustracción de la bicicleta ebria, Los sumideros pasan inadvertidos al atardecer, La okupación fantasma de los sábados tarde y El moroso misterioso que recibía cartas de desamor, en este último fue demasiado lejos, se presentó en nuestra casa con una orden de arresto para llevarse a mi compañera de piso.

En Mayo pasado, Troska cogió pulgas y cuando me di cuenta, Zafiro, Perla y Morgana, eran parásitos propietarios sin escritura legal de animales como avituallamiento. Ante la gravedad de la plaga no me quedó más remedio que bañar a la perra y a los tres gatos.

Todo fue bien hasta que le tocó el turno a Morgana, una gata arisca como pocas. Con la rabia de cien felinos, al meterla en la bañera se enganchó con saña y dientes, me desgarró parte de la carne del antebrazo. Tuve que ir a urgencias y el doctor anotó en el informe: Agresión Animal. Se curó con los días, y aquello quedó en una anécdota sin más.

En otro orden, mi compañera tiene un mono de noche precioso, de raso negro con hombros al descubierto, al probármelo el antepasado año para el festejo de Nochevieja, y por exceso de pandero, lo rajé de arriba abajo, cosa que la disgustó bastante, pero no dijo nada. Con resignación lo guardó para una mejor ocasión.

Después de un año de pasar hambre y realizar ejercicios agotadores, conseguí rebajar los nueve kilos que me sobraban para meterme dentro del mono. Me lo probé y estaba perfecto, el rasgado seguía descosido, pero quedaba bien aunque enseñara hasta donde la espalda pierde su decoroso nombre.

Así es que mi novio Daniel, unos amigos, el mono y yo, decidimos pasar el fin de año en el hotel de Doña Juanita, aprovechando una promoción.

Después de una noche de cierto desenfreno estábamos durmiendo plácidamente, cuando a las seis de la mañana sonó la alarma del móvil que no habíamos desconectado. A las ocho volvió a sonar y para nuestra sorpresa, era el teléfono de la habitación, desde recepción me requerían.

— Señorita Sanz, el inspector Gutiérrez pregunta por usted.

Me quedé pasmada, temblando contesté:

— Ahora mismo bajo.

Con las lagañas pegadas y el mono negro como testigo, porque no bajaba. Daniel y yo, nos acercamos a los cuatro agentes de policías.

— Señorita Núria Sanz, tendría que acompañarnos a comisaría para tomarle declaración. — Ante mi cara de incredulidad prosiguió. — Se ha presentado una denuncia de agresión contra usted. — Mi novio nervioso, observado y conteniéndose, no sabía qué hacer, y paseaba de un lado a otro midiendo el hall del hotel.

Como pude, aclaré la apreciación inadvertida de “animal” y en ese estado hipnótico mi mente no paraba de pensar y me di cuenta de que todo había sido producto de su imaginación enfermiza y mi falta de empadronamiento, mientras mis ojos no podían apartarse de la cara decepcionada que lucía ese primer día del año el inspector Gutiérrez. En el fondo me dio lástima que se quedará sin sospechoso a quien detener.


Sonia Mallorca


*Todo parecido con la realidad no es pura coincidencia.



NOTA: La frase “y en ese estado hipnótico mi mente no paraba de pensar y me di cuenta de que…” de la novela “El diario de un hombre decepcionado” de W.N.P. Barbellion, es la que he usado para este cuento en el juego literario FRASELETREANDO, organizado por la comunidad ALMAS DE BIBLIOTECAS Y CINE.

domingo, 11 de enero de 2015

TODO Y NADA



Siempre al acecho, preparada para cubrirnos con su negro manto. Se desliza ante nosotros, imperceptible incluso a nuestras miradas. Todo es un absurdo, para ella somos una representación teatral con la que, a lo largo de la vida, se regodea pensando:

Antes o después, seréis mis trofeos.

Hoy le toca a él, un hombre falto de sensibilidad y egocéntrico. Totalmente convencido de que todo gira a su alrededor. Un hombre para el que las mujeres son un simple objeto de usar y tirar.

Se acercó a ella en un bar musical, un local frecuentado por él con asidua frecuencia, seguro de que conseguiría su propósito. Una noche de pasión que satisfaga sus deseos más bajos y una conversación ostentosa cargada de pura palabrería. Sería una más de sus cientos de conquistas.

Esta vez todo se le iría de las manos, los papeles cambiarían, él sería la presa y no el cazador.

La invitó a una copa, ella aceptó, pensó:

Ya la tengo en mis redes, ninguna de estas preciosas muñecas se me resiste.

Comenzó a desnudarla con la mirada, soñando despierto en pasar sus manos por la delicada piel y el sedoso cabello de aquella diosa. Sus pensamientos volaban hacia el lugar al que pensaba llevarla y en cuanto vio el momento propicio se lo propuso.

Ella también esperaba ese momento, saboreando la estupidez de su víctima.

Asintió encantada.

–Me encantará cubrirte con mi cuerpo- le contestó.

Se dirigieron a la salida. El aparcacoches les trajo el precioso vehículo digno del mejor conquistador. Él le abrió la puerta con gesto de gran caballero y la invitó a subir, se alejaron de la zona en dirección al hotel.

No había mucha distancia, era su lugar de siempre, allí disponía de aquella habitación a la que, una vez tras otra, llevaba a sus conquistas.

Se sentaron sobre el sofá de plumas situado a los pies de la cama y le sirvió una copa de Moet.

Él siguió con su lluvia de palabras sin sentido.


                                                               ***


— Calla—. Ordenó la bella dama poniendo un dedo enguatado sobre sus labios en señal de silencio. — Acabarás por desvelar todos los secretos, y no es el momento. Demasiadas palabras dices, que expresan y ocultan, cargadas de ofensas, impregnan de incomprensibles estas paredes. Prefiero el silencio a tu verborrea. Os pronunciáis hombres pero en realidad sois bestias. Humanos, disculpa que me ría, os creéis por encima de cualquier ley natural y sois tan vulnerables que en uno de mis alientos dejáis de ser TODO para convertiros en NADA.

Se acercó a la ventana, apartó la cortina y observó al mundo a través del cristal.

— Dime una cosa simple mortal, porqué esa obsesión tan vuestra de querer controlar el tiempo, mil formas de hacerlo y seguís envejeciendo. No entiendo esa fascinación que sentís por algo que jamás podréis dominar—. Se giró y lo observó—. Veo que te tiemblan las manos. ¿Tienes miedo?

La dama extendió los brazos sin esperar respuesta y observándose las uñas por encima de los guantes, añadió:

— Durante mucho tiempo me parecisteis unas curiosas criaturas y os envidié, quise ser uno de vosotros a cualquier precio, poder sentir y ser capaz de emocionarme por una pequeña muestra de este maravilloso mundo en el que habitáis, sentir la pasión cuando se ama, entregarse a la vida sin reservas. Pero después de siglos y siglos anhelando esas facultades y ver como desperdiciáis la existencia propia, muchas veces sin el más mínimo indicio de aprecio ni voluntad, he acabado por decepcionarme por completo. Y estoy muy cansada, demasiado cansada de ver tanta indiferencia.

De la mesilla cogió un cigarro puro y lo prendió, aspirando el humo amargo que no la invadió. Se acercó al hombre recostado en el sofá y exhaló, llenando la estancia de silencio, frío y oscuridad.



Nora Biel y Laura Mir

miércoles, 7 de enero de 2015

Invierno en Castilla


                                                 * Ilustación: Fanny Campbell


Ahora que el frío queda detrás de las ventanas, y que nos vemos reunidos alrededor de esta candela, os narraré una historia que comenzó el treinta de diciembre del año 1885.

Recuerdo que el invierno de aquel año fue muy frío y había nevado copiosamente. Las dilatadas llanuras de la Mancha se hallaban cubiertas por una gruesa capa de nieve, y en las calles de Ciudad Real los chicos se entretenían entre batallas con bolas de nieve de tanta que había. En una de las calles unos niños llevaban media mañana enfrascados en su guerra, revolcándose por la nieve entre gritos y risas, montando un ruidoso alboroto. En fin lo que hacían los niños en cuanto se les dejaba solos, divertirse.

Cansados de jugar y, siendo ya hora de comer, los niños dejaron sus juegos para dirigirse a sus respetivas casas. Uno de ellos vio un muchacho medio desnudo que intentaba resguardarse del frío en un portal. Tiritaba de tal modo que le castañeaban los dientes. Bautista, que era el nombre del niño, impresionado por el lamentable estado de aquel otro se acercó y le preguntó que por qué no se abrigaba mejor, por qué no se retiraba a su casa. El niño le contestó que no tenía más abrigo que aquél y que su padre le había echado de casa por no haber llevado más que un trozo de pan y un par de céntimos. Se llamaba Juan y se dedicaba a la mendicidad.

Al escuchar estas palabras Bautista, cogiéndole de la mano, le llevó a su casa y con el permiso de sus padres le dio ropa de abrigo de la que él tenía de sobra, y comida suficiente para que aquel día no tuviera que volver a pensar en su hambre. A estos nobles gestos añadió el casi medio real que tenía en su hucha, que era todo lo que había conseguido ahorrar de la paga de sus padres.
Aquel niño al verse abrigado, comido y con aquella cantidad de dinero en sus manos, con lágrimas en los ojos y el corazón agradecido, no pudo hacer otra cosa que exclamar al cielo y bendecir aquella familia que tanto estaba haciendo por él. Se fue mejor abrigado de lo que vino y habiendo comido caliente, cosa que no recordaba haber hecho en mucho tiempo. Desapareció entre las blancas calles de aquel frío día de crudo invierno.

Pasaron los años y Bautista creció sin que la suerte dejara nunca de acompañarle. Se convirtió en un hombre honrado de buenos principios, contrajo matrimonio con una mujer encantadora y tenía dos preciosas niñas. Él y su familia vivían en una casa de campo, modesta pero próspera en las afueras de la ciudad.

A Bautista le encantaba la caza y siempre que podía le gustaba salir al monte y traerse algunas piezas para completar el rancho familiar. Un día mientras cazaba en un bosque de los alrededores, distraído por la emoción de aquella buena jornada de caza con varias piezas cobradas, se adentró más de lo que tenía por costumbre en el bosque, donde fue sorprendido por dos hombres armados con trabucos. Tras quitarle la escopeta y las presas, le condujeron hacia el interior del bosque por unos senderos tortuosos, hasta llegar a una cueva que debía de servir de guarida a los bandidos. Había más hombres, también armados con trabucos, machetes y espadas que les esperaban.

Uno de ellos se adelantó, mientras los otros se apartaban para darle paso. Bautista pensó que debía ser el jefe de aquella banda. Se le quedó mirando, de arriba abajo por unos segundos, hasta que clavó su mirada en sus ojos. Sin pestañear le preguntó por su nombre y por su casa. Bautista se negó, temiendo que los bandoleros quisieran hacer daño a su familia, lo que en aquellos tiempos solía pasar a menudo. Los maleantes solían asaltar casas de campo alejadas, llevándose todo lo que encontraran de valor sin importarles que la sangre corriera. Pero el bandolero, poniéndole la boca del trabuco debajo de la barbilla, le dijo que podía guardar su nombre, si así lo deseaba, pero sólo si le quitaba importancia a dejar los sesos manchando las paredes de la cueva. Bautista sólo pudo que obedecer.

Cuando Bautista le dijo su nombre y apellidos ocurrió algo que le sorprendió de sobremanera. El que sin ningún lugar a dudas era el jefe de esos bandoleros, dirigiéndose a sus compañeros  dijo que le devolvieran a ese hombre su escopeta y su caza, que le acompañaran hasta el camino para que pudiera llegar temprano a su casa y sobre todo sin causarle el más mínimo agravio. Pidió a  Bautista que no descubriera su escondrijo.

Se comenzaron a oír protestas y recriminaciones, “desvelará el escondite”, “tiene armas valiosas”, “es de mayor provecho degollado.” El jefe levantó la mano y con una mirada fría dijo unas palabras:

— Da pan al que tiene hambre y abrigo al que tiene frío. Quién tenga valor para tocar a este hombre tendrá que vérselas conmigo. ¡Juro por la sangre que me corre que mataré como a un perro a quien toque un pelo de su cabeza! —. Dijo con la expresión feroz en la cara.

Sin decir nada más se volvió hacia el involuntario invitado, se acercó a él y le puso en la mano medio real. Bautista recordó al niño desvalido, hambriento y medio desnudo de su niñez, que temblaba medio muerto de frío en aquel portal, se llamaba Juan.

Aquel día Bautista regresó pronto a su casa, poseedor de un secreto que jamás desvelaría. A partir de entonces, sobre unos de los pilares que sujetaban la cancela de su casa, todas las noches dejaba medio real. De tanto en tanto desaparecía, pero quién sabe si el agradecimiento, hacía que a veces apareciese más dinero del que había dejado el día anterior.

Esta historia ocurrió hace muchos años y os aseguro que es real, porque el niño desvalido y muerto de frío no fue otro que yo mismo. Hace ya algunos años que no visito la casa de Bautista, ahora ya no lo necesito, sé que están bien, él y su familia. Quiero suponer que envejeciendo como yo lo hago cada día alrededor de esta candela  y de los míos. Puede que un día de estos, antes de que la vida se me escape, vaya a visitarlo. Esta vez, pero, no pasaré de largo y llamaré a su puerta. Puede, hijos míos, que os haya gustado este pasaje de mi vida.



Hipólito