* Ilustación: Fanny Campbell
Ahora que
el frío queda detrás de las ventanas, y que nos vemos reunidos alrededor de
esta candela, os narraré una historia que comenzó el treinta de diciembre del
año 1885.
Recuerdo
que el invierno de aquel año fue muy frío y había nevado copiosamente. Las
dilatadas llanuras de la Mancha se hallaban cubiertas por una gruesa capa de nieve,
y en las calles de Ciudad Real los chicos se entretenían entre batallas con
bolas de nieve de tanta que había. En una de las calles unos niños llevaban
media mañana enfrascados en su guerra, revolcándose por la nieve entre gritos y
risas, montando un ruidoso alboroto. En fin lo que hacían los niños en cuanto
se les dejaba solos, divertirse.
Cansados de
jugar y, siendo ya hora de comer, los niños dejaron sus juegos para dirigirse a
sus respetivas casas. Uno de ellos vio un muchacho medio desnudo que intentaba
resguardarse del frío en un portal. Tiritaba de tal modo que le castañeaban los
dientes. Bautista, que era el nombre del niño, impresionado por el lamentable
estado de aquel otro se acercó y le preguntó que por qué no se abrigaba mejor,
por qué no se retiraba a su casa. El niño le contestó que no tenía más abrigo
que aquél y que su padre le había echado de casa por no haber llevado más que
un trozo de pan y un par de céntimos. Se llamaba Juan y se dedicaba a la
mendicidad.
Al
escuchar estas palabras Bautista, cogiéndole de la mano, le llevó a su casa y
con el permiso de sus padres le dio ropa de abrigo de la que él tenía de sobra,
y comida suficiente para que aquel día no tuviera que volver a pensar en su
hambre. A estos nobles gestos añadió el casi medio real que tenía en su hucha,
que era todo lo que había conseguido ahorrar de la paga de sus padres.
Aquel niño
al verse abrigado, comido y con aquella cantidad de dinero en sus manos, con
lágrimas en los ojos y el corazón agradecido, no pudo hacer otra cosa que
exclamar al cielo y bendecir aquella familia que tanto estaba haciendo por él.
Se fue mejor abrigado de lo que vino y habiendo comido caliente, cosa que no
recordaba haber hecho en mucho tiempo. Desapareció entre las blancas calles de
aquel frío día de crudo invierno.
Pasaron
los años y Bautista creció sin que la suerte dejara nunca de acompañarle. Se
convirtió en un hombre honrado de buenos principios, contrajo matrimonio con una
mujer encantadora y tenía dos preciosas niñas. Él y su familia vivían en una
casa de campo, modesta pero próspera en las afueras de la ciudad.
A Bautista
le encantaba la caza y siempre que podía le gustaba salir al monte y traerse
algunas piezas para completar el rancho familiar. Un día mientras cazaba en un
bosque de los alrededores, distraído por la emoción de aquella buena jornada de
caza con varias piezas cobradas, se adentró más de lo que tenía por costumbre
en el bosque, donde fue sorprendido por dos hombres armados con trabucos. Tras
quitarle la escopeta y las presas, le condujeron hacia el interior del bosque por
unos senderos tortuosos, hasta llegar a una cueva que debía de servir de
guarida a los bandidos. Había más hombres, también armados con trabucos,
machetes y espadas que les esperaban.
Uno de
ellos se adelantó, mientras los otros se apartaban para darle paso. Bautista
pensó que debía ser el jefe de aquella banda. Se le quedó mirando, de arriba
abajo por unos segundos, hasta que clavó su mirada en sus ojos. Sin pestañear
le preguntó por su nombre y por su casa. Bautista se negó, temiendo que los bandoleros
quisieran hacer daño a su familia, lo que en aquellos tiempos solía pasar a
menudo. Los maleantes solían asaltar casas de campo alejadas, llevándose todo
lo que encontraran de valor sin importarles que la sangre corriera. Pero el
bandolero, poniéndole la boca del trabuco debajo de la barbilla, le dijo que
podía guardar su nombre, si así lo deseaba, pero sólo si le quitaba importancia
a dejar los sesos manchando las paredes de la cueva. Bautista sólo pudo que
obedecer.
Cuando Bautista
le dijo su nombre y apellidos ocurrió algo que le sorprendió de sobremanera. El
que sin ningún lugar a dudas era el jefe de esos bandoleros, dirigiéndose a sus
compañeros dijo que le devolvieran a ese
hombre su escopeta y su caza, que le acompañaran hasta el camino para que
pudiera llegar temprano a su casa y sobre todo sin causarle el más mínimo
agravio. Pidió a Bautista que no descubriera
su escondrijo.
Se
comenzaron a oír protestas y recriminaciones, “desvelará el escondite”, “tiene
armas valiosas”, “es de mayor provecho degollado.” El jefe levantó la mano y con
una mirada fría dijo unas palabras:
— Da pan
al que tiene hambre y abrigo al que tiene frío. Quién tenga valor para tocar a
este hombre tendrá que vérselas conmigo. ¡Juro por la sangre que me corre que mataré
como a un perro a quien toque un pelo de su cabeza! —. Dijo con la expresión
feroz en la cara.
Sin decir
nada más se volvió hacia el involuntario invitado, se acercó a él y le puso en
la mano medio real. Bautista recordó al niño desvalido, hambriento y medio
desnudo de su niñez, que temblaba medio muerto de frío en aquel portal, se
llamaba Juan.
Aquel día
Bautista regresó pronto a su casa, poseedor de un secreto que jamás desvelaría.
A partir de entonces, sobre unos de los pilares que sujetaban la cancela de su
casa, todas las noches dejaba medio real. De tanto en tanto desaparecía, pero
quién sabe si el agradecimiento, hacía que a veces apareciese más dinero del
que había dejado el día anterior.
Esta
historia ocurrió hace muchos años y os aseguro que es real, porque el niño
desvalido y muerto de frío no fue otro que yo mismo. Hace ya algunos años que
no visito la casa de Bautista, ahora ya no lo necesito, sé que están bien, él y
su familia. Quiero suponer que envejeciendo como yo lo hago cada día alrededor
de esta candela y de los míos. Puede que
un día de estos, antes de que la vida se me escape, vaya a visitarlo. Esta vez,
pero, no pasaré de largo y llamaré a su puerta. Puede, hijos míos, que os haya
gustado este pasaje de mi vida.
Hipólito