Andrea y Pau tomaban el primer café de la mañana, cuando les
anunciaron que la momia egipcia ya había salido de camino al museo, y que en
una escasa media hora la tendrían sobre la mesa de trabajo. Las caras
demostraban que las relaciones entre ellos, no habían mejorado en los últimos
días, desde que Pau puso su nombre encima de su compañera sin haber participado
en el reciente estudio sobre los hallazgos de oro bajo las uñas de algunos
monjes egipcios. Y aunque el humor no era para ir a partir piñones juntos, se soportaban y se
hablaban de modo cortés.
— Pau, antes que nada, tendríamos que hacer una toma completa,
para saber a que nos enfrentamos.
La cucharilla iba golpeando los bordes de la taza mientras se
meneaba en manos de Pau.
— Pues ya sabes. Prepara las placas y el equipo—. Chupó la
cucharilla—. Ya me encargo de ir haciendo las primeras incisiones.
— Pau, el procedimiento es el de
siempre, primero se hacen las tomas, se cotejan y luego se hace las cisuras
precisas, pareces nuevo.
— Ya no soy nuevo en ninguna parte — dijo
desfrunciendo el ceño—. Venga, vamos preparándolo todo que no tardará en
llegar.
Mientras observaban las radiografías:
— ¿Ves eso? — Preguntó
Andrea.
Pau la miró de reojo. No
lo había visto. Eso le sorprendió. Él era el que tenía la plaza en el aquel laboratorio,
y en él había reposado la confianza hasta que la doña rizos dorados, osó poner
los pies en su sagrado suelo.
— Sí, ya lo había visto—.
Contestó aún buscando.
— Parece una placa de metal.
— Si, posiblemente sea una placa. Pero
si te fijas, no tiene un corte regular.
— Ya lo veo, ciega no soy — le respondió
ella—. Por aquellas casualidades, ¿no sabrás copto?
— No hace falta que alardees.
— Parece ser que algo puedo aportar—.
Dijo Andrea con recochineo.
A Pau eso le sorprendió
y no pudo evitar que le viniese la imagen del cuello de la gallina que cayó en
manos de su musculosa abuela. De inmediato, desechó la ocurrencia y ocupó sus
pensamientos en otra cosa.
Andrea limpió y secó la
placa y mientras la observaba detenidamente, Pau escribía un email a su jefe,
de espaldas a ella, solicitando que la
cambiaran de ubicación, no la aguantaba.
—... No empi… no
empieces… lo que no… puedes… puedes acabar.
— ¿Qué estás diciendo? —
Le preguntó Pau con la sospecha de que lo había descubierto y mirando para
atrás. — Me estás chuleando, ¿Verdad?
— ¿Por qué siempre
piensas que todo lo que digo es para incordiarte?
— Porque desde que
llegaste al departamento, se acabó mi paz.
— Siempre exagerando.
Pau se levantó como si
la silla estuviese electrificada. A grandes zancadas, y entre murmuraciones mal sonantes se dirigió
al vestuario. Allí dio un grito apretando los puños, se quitó la bata, que
quedó tendida en el suelo, y se puso a golpear un punch ball, con la foto de
Andrea y una fregona Vileda girada a forma de rizos.
Ahora se sentía
tranquilo, el sudor se deslizaba por la frente, por el torso. Mientras se iba
secando se repetía: “Este laboratorio es
mío, todo lo que hay aquí es mío”. Volvía
hacia el laboratorio repitiendo: “Este
laboratorio es mío, todo lo que hay aquí
es mío”. Se plantó detrás de ella, y se repitió: “Este laboratorio es mío, y el culo de esta es mío.”
Levantó la mano, y antes
de que pudiera hacer posesión del culo, Andrea se giró diciendo, con cara de
sorpresa:
— Si tienes pensado tocarme el
culo, no empieces lo que no puedes acabar.
Jaime Ros
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