Recorrí los nombres de la larga lista vacilando entre el
optimismo y el derrotismo. Uno a uno los fui leyendo hasta llegar al final,
nada podía moverme del sitio, la gente se agolpaba tras de mí, a veces me
empujaban pero resistía, entre toda
aquella desgracia y nombres desconocidos no estaba el tuyo, entonces, y sólo
entonces, pude suspirar aliviada. Quizás en las próximas no tengamos tanta
suerte, entre gritos de desesperación y de alegría de la muchedumbre salí del
gentío.
La prensa había dejado de publicarse meses atrás, el
servicio de correos había dejado de funcionar y las noticias desde el frente
eran escasas. Así estábamos de desinformados aquella mañana mientras con pasos
lentos cruzaba la plaza en ese lunes de mercado.
Sonaron las alarmas y corrí a esconderme bajo el arco que me
indicaste, cerré los ojos mientras agarraba con las manos mi vientre intentando
relajar en vano a nuestro hijo y deseando estar a miles de kilómetros de allí,
y mis labios en compás de locura lanzaba al cielo esperanzas encendidas.
Era obvio que no corrían buenos tiempos para la vida o el
amor, pero ambos seguían siendo valiosos y se abrían paso en mi cuerpo con
inesperado brío. Eso es lo que me ayudaba a soportar el miedo y la constante
incertidumbre sobre ti, sobre nuestro hijo, sobre mí misma.
Cuando todo hubo terminado intenté volver a casa esquivando
nubes de polvo, caras desencajadas y carreras apresuradas de los demás. Rezaba
con rabia y desespero a un dios en el que no creía ya, como para avergonzarle
de que permitiera aquella barbarie sin sentido. Con mis pasos no solo quedaba
atrás el camino, sino tantas otras cosas que habían sido y que ya nunca más
volverían: la cándida inocencia, la confianza en una existencia plácida, la
creencia de que la bondad es innata en los hombres, los sueños sin pesadillas.
Pero ya habría tiempo de lamentaciones, en otra vida quizás, ahora era momento
de proteger el precioso don que crecía dentro de mí, de procurarle un mundo
mejor si era posible y de sobrevivir a toda costa.
Con la espalda apoyada sobre la puerta de casa bien trabada
encontré algo de consuelo y respiré en busca del aire que me faltaba hacía
rato, hasta que reparé en un detalle que hizo detenerse mi corazón. Una raída
chaqueta militar colgaba del respaldo de la silla, maltrecha y herida, como
estábamos todos en aquellos días. Quizás debiera haber salido corriendo, pero
el instinto me hizo acercarme y alargar la mano para tocarla… ¡Era tu chaqueta!
No me importa qué nombre le diera el ejército a tu vuelta,
el caso es que estabas otra vez con nosotros…
Julia C. y Laura Mir
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