La vida tiene estos descaros
de mala suerte. Corro, caigo, y sin poder ni sacudir la ropa, sigo corriendo
para llegar al tren que me llevará a la pasión de la Semana Santa. De verdad,
quería unas tapas, unas saetas y un par de finos y una fina que se deje beber.
Dos minutos más, y pierdo el tren. Podía haberlo perdido en lugar de haber
encontrado el castigo.
Aquellas noches vuelven
inevitablemente a mi memoria. Vuelven, a la hora de que la sábana cubre mi
cuerpo. Necesito volar, despejar y airear mi propia alma. Fue un error que se
guardó como la llave bajo el felpudo. Llegué tarde a la relación, cuando tuve
que haberlo hecho mucho antes. Ahora un simple billete me llevará lejos de
aquí, cerca del sol del sur, que me aleje de este frío que trae este mes de
marzo.
Lo echo tanto de
menos, cuando me meto en la cama es como si me faltara el aire, necesito sentir
su cuerpo a mi lado, su peso sobre el mullido colchón, su respiración, su calor…
este frío no hay edredón que lo quite. Incluso la perra lo echa de menos, lo
busca, husmea y sólo encuentra su vacío. No comprendo cómo pude dejar que la
relación se deteriorara tanto. Ahora no puedo pensar en ello, tengo que ir a
solucionar un tema personal a Sevilla, increíble en plenas fiestas, con lo poco
que me gustan las saetas, las procesiones y el gentío.
Espero que la compañía de
asiento se vista de corto y apretado, que tenga sabor a nueva oportunidad, a
nuevo inicio, un nuevo aliento que se ahogue mientras deje de exhalarse el
antiguo. La maleta es liviana como lo fueron mis razones. Pero son sólo unas
horas de viaje, contando traqueteos que suman metros de lejanía.
Pero no hubo ningún sabor a
nueva oportunidad en el asiento de al lado. Vino el regusto de lo perdido, de
lo que se dejó de ganar, de aquello que se dejó de sentir, para que las
entrañas voltearan en el interior de su abdomen.
Tenía pensado que
mi viaje fuera placentero, ya saben, un buen libro y un humeante café,
necesitaba relajarme, pero no, tuve que encontrarme con él en el asiento de al
lado. Tan alto, con esas piernas que estorban en todos sitios, y encima, no me
tocó ventanilla, lo veía muy incómodo y con demasiadas reticencias.
— Al margen de nuestras diferencias y habiendo
cariño por ti, te cedo el sitio.
— Gracias, para ti es más
fácil, porque eres pequeña. Pero para mí siempre fue más difícil, ni encontré
el lugar en la cama. Tuviste que meterte tú para probarla.
— El problema fue del colchón, te dije que de
dos metros.
— Dicen que para todos los males, hay dos remedios: el
tiempo y el silencio, pero por lo visto a nosotros no nos funciona,
seguimos igual cuando nos vemos.
— Pues no sé de qué
tiempo hablas. No se dejó que pasase. Ni sé de qué silencio, si tengo
aborrecido el sonido del móvil. Lo cambio tres veces al día, para pensar que
siempre le suena a otra persona. Pero la dichosa luz, parpadea y parpadea.
Y mira que al principio pensé que me sacarías de este planeta para llevarme a
K-Pax.
— El problema es que no me
escribiste la carta.
— Te escribí
cientos de ellas mientras duró lo nuestro. Las dejaba acostadas en la cabecera
de la cama, donde dormitaban los cabellos que te iban abandonando.
— ¿Donde la perra iba a
dormir mientras trabajábamos?
— Sí.
— Se las debió de comer todas.
— Resulta que el
amor murió entre dentelladas caninas. Culpa del muerto, typical spanish.
— Será tu amor porque el mío
sigue siendo el mismo.
Al decir esto, sus miradas
se cruzaron, se sostuvieron y comprendieron que nada había muerto entre ellos,
sólo las cartas para ir a K-Pax, viéndose sin posibilidad de realizar un viaje
interplanetario, decidieron irse juntos tras el Santo Cristo y que fuera lo que
este señor en taparrabos quisiera.
Laura Mir y Jaime Ros