Te presioné
porque no podía soportarlo, y te fuiste sin decirme que hacer con María.
Dijiste que necesitabas pensarlo, que no tenías corazón para ello y que a la
vuelta, me lo dirías. Me quedé esperando e intentando pasar los días, y día a
día, como en procesión, fui recorriendo con pasos cansinos aquel largo pasillo.
Cruzando la
madrugada, me despertó angustiada un sueño, no lo recuerdo bien, pero eran
gritos y humo, mucho humo, se veían por entre las montañas. Pasaron unos
minutos en los que estaba desconcertada, quise recordarlo entero por si era un
vaticinio, al menos para serenarme un poco, pero por muchas vueltas que le di,
no hubo forma, no le encontré sentido.
Me levanté
dejando esa pesadilla enredada en la cabecera de la cama, entre el embozo y la
perra acurrucada, no le dije nada a la oportunista, para qué, era día de
cambiar las sábanas. Entonces preparé café y resignada, comencé mi jornada,
poca cosa más podía hacer.
Llegó Adela para
removerlo todo, tocaba limpieza general. La oía trajinar y cantar, estaba contenta.
Me hacía mucho daño su felicidad en esas lentas horas de larga espera, ella no
sabía que prefería el silencio y la soledad, y me preguntaba, me preguntaba
hasta la saciedad, cómo lo quería todo y si hacía los cristales.
— Hoy, señora,
no lloverá.
— ¿No
lloverá?—. Le sonreí por no sollozar, qué me importaba lo que hiciera fuera
cuando en mi interior sentía un huracán que me movía y removía, en
contradicción al transcurso habitual y lento de la mañana.
Tocaron al
timbre.
— Señora.
¿Va?
Era una
carta del banco por la nueva ley de evasiones de capital.
— Ya iré, no hay prisa, poco hay para evadir,
puede esperar.
Llamó mi
madre, otra mala noche en un estar sin estar, acongojada como siempre en su
penar.
— Y María,
hija mía, Dios la guardará.
No dije mucho,
la entendí, la tranquilicé un poco, no pude hacer mucho más.
Llamaron
otra vez a la puerta.
— Señora.
¿Va?
Dos trajes impecables,
impersonales y con voz grave, me dijeron que tu avión se había estrellado entre
las montañas, no volverías jamás.
— Señora,
recoja el abrigo, nos tiene que acompañar.
— No, ahora
no puedo—. Logré balbucear entre prisas mientras recogía el gabán.
No lo
entendían, hablaban y hablaban entre ellos, como si yo no estuviera, con la
rabia que eso me da. Sobre un shock, decían, en el que no era capaz de reparar,
qué sabían… Nada. No sabían absolutamente nada de nuestros meses de
sufrimiento.
Y seguían
diciendo que necesitaba asistencia profesional. Les dije que tenía algo urgente
que hacer, que no podía esperar. Se miraron indecisos, no sabían cómo actuar, mientras
les seguía diciendo y rediciendo, que antes debía pasar por el hospital. Recorrer
aquel largo pasillo donde cada día perdía la esperanza un poco más, y acabar de
una vez. Tenía que firmar, y firmar ya, sin demora.
— ¿Firmar,
señora?—. Se miraron extrañados.
— Sí, sí,
firmar.
Ya no
quedaba mucho por lo que luchar, por fin pude dar el paso que tanto nos costó
ordenar, para que nuestra única hija, María, pudiese descansar y reunirse
contigo, allá donde Dios os quisiera guardar.
Laura Mir