Allí,
ante mí, se alzaba majestuoso el palacio de los Hermosilla. Llevaba ciento cuarenta años deshabitado a causa de
un antiguo litigio sucesorio entre las dos ramas de la familia. Un azar del
destino me había convertido en el último miembro vivo de ambas, con lo que se
resolvía el pleito convirtiéndome en su propietario, junto a una fortuna
considerable y los títulos de Marqués de Hermosilla y Duque de Arlanzón. La
verdad es que yo había sido un pequeño brote, en lo más intrincado de tan
grandioso árbol genealógico, fruto de los amores ilícitos de mi padre con una
funcionaria de Correos.
Tres
meses hacía que dejaba el despacho del Notario con el Título de Propiedad bajo
el brazo. Encargué a una empresa especializada en restauraciones que se hiciera
cargo de hacerlo volver a su primitivo esplendor. No tenía prisa. Mientras
tanto liquidé mis asuntos, dispuesto a comenzar una nueva vida.
El
día de mi llegada, todo el servicio me fue presentado. Me sentía fuera de lugar.
Lo cierto es que me esforcé por parecer desenvuelto y seguro…
Ya en mi habitación, con una excitación casi
infantil, me aseé, cambié de ropa y
llamé al ama de llaves para que me enseñara el palacio. La señora sacó un gran
manojo de llaves etiquetadas y me dijo que podíamos iniciar la visita cuando
quisiera, aunque advertí una cierta vacilación en ella. Le pregunté si había
algún problema y me dijo que realmente no tenía importancia: durante la
restauración había sido imposible encontrar la llave de una habitación del ala sur.
Se trataba de una cerradura muy antigua y habían solicitado los servicios de un
cerrajero especializado, que todavía no había llegado. De todos modos, dijo que
tenía un cestillo con muchas llaves que no correspondían a ninguna cerradura.
Movido
por una súbita curiosidad, le pedí que me diera el cestillo y le dije que, yo
mismo, iba a probar fortuna con aquella puerta.
A
medida que atravesaba el interminable pasillo, mi ansia por penetrar en la
habitación del fondo iba en aumento. Al ritmo de mis pasos hacía sonar el
cestillo, lleno de llaves de todos los tamaños y formas. Por fin llegué a la
puerta, estudié la cerradura, miré las llaves y se me antojó que la cosa no iba
a ser fácil.
Al
cabo de media hora de infructuosos ensayos, empecé a pensar que quizás fuera
más práctico echar la puerta abajo… Pero, por otra parte, aquella me parecía
una forma salvaje de invadir la intimidad de una habitación cerrada, sería como
si la violase. De modo que abandoné semejante idea y seguí probando llaves. Aún
quedaban muchas en el canastillo.
Tal
vez el azar fuera más efectivo. Comencé a revolver con la mano el montón de
llaves para tomar la primera que tocaran mis dedos. De pronto noté una que
estaba caliente. Retiré la mano como si me hubiese quemado ¡No era posible! Se
trataría de una ilusión provocada por la excitación de la búsqueda.
Torné a meter la mano y revolví de
nuevo. Tropecé otra vez con una llave que estaba a mayor temperatura que las
demás. Venciendo la mezcla de aprensión y desconcierto que sentía, cogí la
llave y la separé de sus compañeras.
Era
dorada, mediana, como tantas otras que había en el montón. Presa de una
considerable excitación, la introduje en la cerradura y la giré a la izquierda
con facilidad. En efecto, ésta era la llave. Jamás la hubiera encontrado tan
pronto de no ser por la misteriosa ayuda recibida.
Empujé suavemente, la puerta se abrió
sin ruido. Una oscuridad espesa pareció salir a mi encuentro. Vencí las ganas
de salir corriendo…, y busqué a tientas el interruptor, que, afortunadamente,
estaba cerca del quicio. La luz reveló una sala de estar, amueblada con cierto
lujo, pero, sobre todo, con ese estilo íntimo y confortable que uno asocia con
la clase alta inglesa. Los muebles no estaban cubiertos con sábanas, sino
descubiertos y relucientes, sin una mota de polvo, lo que no dejó de
sorprenderme. Casi con reverencia, deslicé mi mano sobre el brazo del sillón
que había junto a la chimenea ¡Que suavidad, qué calidez! En ese momento
vinieron a mí unos versos de Baudelaire:
Muebles
relucientes,
pulidos
por los años,
decorarían
nuestra habitación;
Mentalmente le pedí permiso al butacón
para sentarme. Así lo hice y noté que el sillón me aceptaba, se adaptaba
perfectamente a mi espalda. Me sentía extraordinariamente a gusto. Con la vista
fui recorriendo la estancia hasta los menores detalles. Todo era de una
exquisitez suprema. El estar allí sentado constituía un valioso regalo que me
hacía la persona que había decorado aquella habitación y la había dejado
impregnada de su esencia.
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado,
como en éxtasis, fundiéndome con el conjunto del salón. Finalmente, la visión
global se me concretó en un cuadro que había en la pared opuesta a la chimenea.
Representaba un puerto, erizado de mástiles, con las masas panzudas de sus
cascos, cargados de mercancías exóticas,
doradas por un glorioso poniente.
Otra vez vino Baudelaire en mi auxilio
para prestarme unas palabras que pudieran expresar lo que me sugería la
pintura:
Ve
sobre aquellos canales
dormir
esos bajeles
cuyo
humor es vagabundo;
es
para satisfacer
tu
menor deseo
que
vienen del fin del mundo.
Sentí
la necesidad de repetir estos versos en voz alta. Me oí cálido, acariciante,
como si recitara para una mujer próxima a mí. Me levanté y fui junto a la
pintura, entonces reparé en que, sobre la carpeta de sobremesa del buró que
había justo debajo de ella, descansaba un libro abierto. Tal parecía que
alguien hubiese interrumpido su lectura, olvidándose de cerrarlo, o bien que
pensase regresar enseguida para seguir leyendo.
Tomé
el libro entre mis manos con la sensación de estar invadiendo la intimidad de
alguien y fijé la mirada en el texto. Al leer la primera línea, lancé una
exclamación, entre asombrado y emocionado. Era una antología de poesía francesa
y el poema que iniciaba la la página precisamente el que había acudido a mi
memoria hacía unos instantes, ¡L’invitation
au voyage, de Baudelaire¡
Sentí
una extraña mezcla, entre afín y cómplice, con la persona que, sentada ante
aquel libro había gozado de este poema como yo. Traté de imaginarla ¿Sería
hombre o mujer? ¿Joven o mayor?
Kairos 42
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