lunes, 9 de marzo de 2015

LA HERENCIA - PRIMERA PARTE



Allí, ante mí, se alzaba majestuoso el palacio de los Hermosilla. Llevaba  ciento cuarenta años deshabitado a causa de un antiguo litigio sucesorio entre las dos ramas de la familia. Un azar del destino me había convertido en el último miembro vivo de ambas, con lo que se resolvía el pleito convirtiéndome en su propietario, junto a una fortuna considerable y los títulos de Marqués de Hermosilla y Duque de Arlanzón. La verdad es que yo había sido un pequeño brote, en lo más intrincado de tan grandioso árbol genealógico, fruto de los amores ilícitos de mi padre con una funcionaria de Correos.

Tres meses hacía que dejaba el despacho del Notario con el Título de Propiedad bajo el brazo. Encargué a una empresa especializada en restauraciones que se hiciera cargo de hacerlo volver a su primitivo esplendor. No tenía prisa. Mientras tanto liquidé mis asuntos, dispuesto a comenzar una nueva vida.

El día de mi llegada, todo el servicio me fue presentado. Me sentía fuera de lugar. Lo cierto es que me esforcé por parecer desenvuelto y seguro…

 Ya en mi habitación, con una excitación casi infantil,  me aseé, cambié de ropa y llamé al ama de llaves para que me enseñara el palacio. La señora sacó un gran manojo de llaves etiquetadas y me dijo que podíamos iniciar la visita cuando quisiera, aunque advertí una cierta vacilación en ella. Le pregunté si había algún problema y me dijo que realmente no tenía importancia: durante la restauración había sido imposible encontrar la llave de una habitación del ala sur. Se trataba de una cerradura muy antigua y habían solicitado los servicios de un cerrajero especializado, que todavía no había llegado. De todos modos, dijo que tenía un cestillo con muchas llaves que no correspondían a ninguna cerradura.

Movido por una súbita curiosidad, le pedí que me diera el cestillo y le dije que, yo mismo, iba a probar fortuna con aquella puerta.

         A medida que atravesaba el interminable pasillo, mi ansia por penetrar en la habitación del fondo iba en aumento. Al ritmo de mis pasos hacía sonar el cestillo, lleno de llaves de todos los tamaños y formas. Por fin llegué a la puerta, estudié la cerradura, miré las llaves y se me antojó que la cosa no iba a ser fácil.

         Al cabo de media hora de infructuosos ensayos, empecé a pensar que quizás fuera más práctico echar la puerta abajo… Pero, por otra parte, aquella me parecía una forma salvaje de invadir la intimidad de una habitación cerrada, sería como si la violase. De modo que abandoné semejante idea y seguí probando llaves. Aún quedaban muchas en el canastillo.

         Tal vez el azar fuera más efectivo. Comencé a revolver con la mano el montón de llaves para tomar la primera que tocaran mis dedos. De pronto noté una que estaba caliente. Retiré la mano como si me hubiese quemado ¡No era posible! Se trataría de una ilusión provocada por la excitación de la búsqueda.

        Torné a meter la mano y revolví de nuevo. Tropecé otra vez con una llave que estaba a mayor temperatura que las demás. Venciendo la mezcla de aprensión y desconcierto que sentía, cogí la llave y la separé de sus compañeras.

         Era dorada, mediana, como tantas otras que había en el montón. Presa de una considerable excitación, la introduje en la cerradura y la giré a la izquierda con facilidad. En efecto, ésta era la llave. Jamás la hubiera encontrado tan pronto de no ser por la misteriosa ayuda recibida.

        Empujé suavemente, la puerta se abrió sin ruido. Una oscuridad espesa pareció salir a mi encuentro. Vencí las ganas de salir corriendo…, y busqué a tientas el interruptor, que, afortunadamente, estaba cerca del quicio. La luz reveló una sala de estar, amueblada con cierto lujo, pero, sobre todo, con ese estilo íntimo y confortable que uno asocia con la clase alta inglesa. Los muebles no estaban cubiertos con sábanas, sino descubiertos y relucientes, sin una mota de polvo, lo que no dejó de sorprenderme. Casi con reverencia, deslicé mi mano sobre el brazo del sillón que había junto a la chimenea ¡Que suavidad, qué calidez! En ese momento vinieron a mí unos versos de Baudelaire:

Muebles relucientes,
pulidos por los años,
decorarían nuestra habitación;

        Mentalmente le pedí permiso al butacón para sentarme. Así lo hice y noté que el sillón me aceptaba, se adaptaba perfectamente a mi espalda. Me sentía extraordinariamente a gusto. Con la vista fui recorriendo la estancia hasta los menores detalles. Todo era de una exquisitez suprema. El estar allí sentado constituía un valioso regalo que me hacía la persona que había decorado aquella habitación y la había dejado impregnada de su esencia.

        No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, como en éxtasis, fundiéndome con el conjunto del salón. Finalmente, la visión global se me concretó en un cuadro que había en la pared opuesta a la chimenea. Representaba un puerto, erizado de mástiles, con las masas panzudas de sus cascos, cargados de mercancías exóticas,  doradas por un glorioso poniente.

        Otra vez vino Baudelaire en mi auxilio para prestarme unas palabras que pudieran expresar lo que me sugería la pintura:

Ve sobre aquellos canales 
dormir esos bajeles
cuyo humor es vagabundo;
es para satisfacer
tu menor deseo
que vienen del fin del mundo.

Sentí la necesidad de repetir estos versos en voz alta. Me oí cálido, acariciante, como si recitara para una mujer próxima a mí. Me levanté y fui junto a la pintura, entonces reparé en que, sobre la carpeta de sobremesa del buró que había justo debajo de ella, descansaba un libro abierto. Tal parecía que alguien hubiese interrumpido su lectura, olvidándose de cerrarlo, o bien que pensase regresar enseguida para seguir leyendo.

Tomé el libro entre mis manos con la sensación de estar invadiendo la intimidad de alguien y fijé la mirada en el texto. Al leer la primera línea, lancé una exclamación, entre asombrado y emocionado. Era una antología de poesía francesa y el poema que iniciaba la la página precisamente el que había acudido a mi memoria hacía unos instantes, ¡L’invitation au voyage, de Baudelaire¡


Sentí una extraña mezcla, entre afín y cómplice, con la persona que, sentada ante aquel libro había gozado de este poema como yo. Traté de imaginarla ¿Sería hombre o mujer? ¿Joven o mayor? 


Kairos 42

                                                              CONTINUARÁ...

Segunda parte: LA HERENCIA - SEGUNDA PARTE

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