Cora se dio cuenta demasiado pronto de que era
excesivamente diferente, porque el mundo giraba descontrolado y rígido hacia la
derecha cuando su corazón lo hacía de forma vertiginosa y emocional hacia la
izquierda. Esta dicotomía de direcciones la perturbaba hasta el punto en el que
se sentía fuera de lugar, siendo una incomprendida repleta de incomprensión. Y
esto dolía, dolía mucho.
Junto a su inmensa sensibilidad, también estaba dotada de
una gran inteligencia, y después de darle vueltas y vueltas al asunto por
aquello de la aceptación social, dedujo que algo tendría que hacer para poderse
adaptar al medio, era más fácil hacer tripas con el corazón, que estar de
continuo con el corazón en las tripas.
Así que deseó, porque le dijeron que se podía si se ambicionaba
con todas las fuerzas, que su corazón fuese intestinal, pero pronto se encontró
con otros problemas: latía a intermitencias, se le obstruía, se le inflamaba y
cuando ventoseaba, acababa de todos modos con el músculo cardíaco encogido y a
lágrima tendida. Al no ser una solución a largo plazo y muy molesto, dejó de
desearlo y el corazón al paso de los días, volvió a su estado natural con todo
su nativo sufrimiento.
Un día leyendo unos artículos de Mariano José de Larra,
hubo una frase que llamó poderosamente su atención: “Es más fácil negar las cosas que enterarse de
ellas.” Si negaba todo lo que le dañaba posiblemente fuese más aceptada
y así lo hizo.
Al principio no fue nada fácil, pero consiguió endurecerse a base de mucho esfuerzo y de ponerse
capas y capas impermeabilizadoras e indiferentes sobre el pecho. Por fin su
corazón latía a un ritmo tranquilo e incesante, atrás quedaron las
palpitaciones y paradas que le hacían escapar aquellos molestos e inoportunos
sollozos, suspiros y lágrimas. Pero también se perdieron por el camino las risas,
las alegrías y ese impulso vital que todo lo mueve, llamado amor; haciendo que
las primaveras, otoños e inviernos, jamás fuesen verdaderos veranos, porque
hasta el más tímido estío había dejado de existir.
Sobre su peana ajena a la emoción humana vivió unos años.
Solo notaba de vez en cuando y muy suavemente, el soplo del viento gélido y
riguroso proveniente del juicioso y aceptado Norte, sobre todo en las noches
oscuras, pero se encogía de hombros y desechaba de inmediato la idea de volver
a sentir, así se encontraba la mar de bien.
Hasta que un día, un chico que la amaba en silencio desde
hacia tiempo, decidió declarársele, se le acercó, le expuso sus sentimientos y
al no obtener esperanza, le preguntó:
— ¿Crees que podrías algún día enamorarte de mí?
— La cuestión no es enamorarme de ti, si no enamorarme.
Al pronunciar esas palabras, echó de menos el calor que
desprenden los abrazos con los que suele obsequiarse la humanidad, se dio
cuenta de la psicopatía que la embargaba, de lo sola que se sentía y de las
excusas que para sí se repetía. Giró la vista atrás desde su pedestal y no pudo
encontrar el camino por el que regresar, todo el paisaje eran enormes
extensiones de insensibilidad, había perdido por completo su facultad de amar,
se había convertido en un trozo de esa gran parte del mundo al que detestaba,
ese que prefiere vivir su vida alejado de la única condición esencial, como el
que vive en un holograma dentro de sí mismo y de modo totalmente virtual.
Laura Mir
*Este relato participa en el juego FRASELETREANDO de la
comunidad ALMAS DE BIBLIOTECAS Y CINES con la frase de Mariano José de Larra: "Es más fácil negar las cosas que
enterarse de ellas".
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