Mi cuerpo descansaba en el sillón, pero mi mente había
emprendido una carrera desenfrenada por el camino de las hipótesis. No
encontraba el medio para despejar aquella incógnita. Pensé en preguntar al
mayordomo y al ama de llaves.
Pero gradualmente, fui rindiéndome a la placidez del
lugar, hasta el punto que continué recitando:
Los soles ponientes
revisten los campos,
los canales, la ciudad entera.
Una dulce voz femenina, surgiendo de la nada,
completó la estrofa:
De jacinto y de oro;
el mundo se duerme
en una cálida luz.
Allí todo es orden y belleza,
lujo, calma y voluptuosidad.
Di un salto y me puse en pie sin saber para qué. Incapaz
de pensar, notaba cómo la sangre se concentraba en mi cerebro. Todas mis
neuronas mantenían un diálogo alocado, incapaz de producir un solo pensamiento
lógico. Mis ojos, por un momento, se inundaron de una luz cegadora. Después,
todo fue oscuridad al tiempo que me desplomaba.
Ignoro cuánto tiempo estuve allí tendido. De pronto sentí
que mi mejilla se apoyaba sobre una superficie lisa y fría. Mis ojos comenzaron
a vislumbrar los dibujos del pavimento. A poco estuve de desmayarme otra vez
cuando la voz resonó de nuevo en mis oídos.
— ¡Oh, perdóneme, por favor! ¡No se asuste, no tema nada
de mí! Soy Lidia. Debí haberle anunciado mi presencia de otra manera.
Su voz era pura melodía, aunque seguía sin
saber de dónde brotaba. Me levanté con esfuerzo y me senté en el sillón.
Confundido, turbado, todavía medroso, trataba de encontrar una explicación
racional.
La curiosidad venció sobre el miedo y, reuniendo un
mínimo de valor, inicié una conversación con el vacío.
— ¿Quién es usted, cómo es que no puedo verla? ¿Dónde
estaba escondida antes de que comenzara a recitar?
— Ya le he dicho que soy Lidia. Le aseguro que no estaba
oculta en lugar alguno. Aquí me encontraba cuando entró en el salón, sentada en
el sillón que hay frente a usted.
Seguía inquietándome el no poder verla.
Así que volví a la carga.
— Mire, Lidia. Todavía no me ha dicho porqué me es imposible verla, por qué estoy
hablando con un sillón vacío. Convendrá conmigo en que es algo muy raro y que
no me tranquiliza en absoluto.
Con voz que parecía sonreír, siguió
en su empeño de tranquilizarme.
— Bueno, caballero, todo tiene una explicación. Veamos…,
como le he dicho, me llamo Lidia,
tengo dieciocho años y suelo estar aquí. Por otra parte, no sé porqué no me ve.
Yo sí lo veo a usted. Será que padece un trastorno de visión.
— Mire, señorita, yo me llamo Raúl, tengo veinticuatro y
no entiendo nada de lo que está
sucediendo.
— Yo también estoy un tanto confusa, porque hace mucho
tiempo que estoy sola, años y años…
Lleno de aprensión, le pregunté con voz
insegura.
— ¿Pretende decirme que soy la primera visita que recibe
en años?
— Exactamente, eso es lo que trato de hacerle saber. Me
ha hecho muy feliz verle entrar y oírle recitar a Baudelaire. A veces siento la necesidad de hablar con alguien.
La voz de Lidia expresaba una alegría
pura, como la de una niña. Me sentía cada vez más a gusto, exceptuando el peso
de las preguntas sin responder y, sobre todo, el hecho de no verla.
Decidí hacer un ejercicio de concentración. Apacigüé la
mente, acompasé la respiración junto al resto de mis biorritmos y posé la
mirada en la cabecera del sillón parlante. Tras un espacio de tiempo
indeterminado, empezaron a materializarse unos corpúsculos luminosos azules.
Progresivamente fueron configurando los perfiles de una persona. Finalmente,
surgió de ellos una hermosa joven. No pude contener mi sorpresa y exclamé:
— ¡Dios mío, qué maravilla! ¡Es
verdad, está usted aquí! ¡No la he soñado!
No me contestó, pero a cambio, me
obsequió con una sonrisa irresistible, tras la cual aplacé las preguntas que me
quemaban la boca, e inicié una singular conversación.
— Así que le gusta a usted Baudelaire…
— Me apasiona, al igual que Verlaine, Rimbaud, Mallarmé,
entre los simbolistas franceses.
A partir de este momento, pasamos
hablando un número de horas imposible de calcular. Por aquella improvisada tertulia
literaria desfiló una buena parte de la literatura francesa y española. Lidia
tenía una formación muy completa sobre la materia. Su memoria era prodigiosa,
era capaz de recitar decenas de poemas en las dos lenguas. Yo me sentía cada
vez más atraído por aquella extraña joven, hasta el punto que me atreví a
romper la tregua de preguntas comprometidas y, además, tutearla.
— Lidia, por favor, dime quién eres y qué haces aquí sola
tanto tiempo. Explícamelo todo. Necesito saberlo.
Antes de que pudiera contestarme,
sonaron unos golpes insistentes en la puerta y una voz que me llamaba con tono
de alarma.
— ¡Don Raúl, don
Raúl, abra la puerta, se lo ruego! ¿Se encuentra usted bien, le ha pasado algo?
Es ya media noche…
Contrariado por la interrupción y
sorprendido por el rápido paso de las horas, dirigí a Lidia una mirada
interrogante, preñada de súplica. A la que contestó con gesto sombrío y
palabras apresuradas.
— Raúl, debes irte enseguida. Mañana a las nueve, ve al
pequeño jardín que hay junto a la fachada norte. Ahora no puedo decirte nada
más.
Muy a mi pesar, abrí la puerta y salí al pasillo. Con ademán enojado y sin
pronunciar palabra, pasé por en medio del servicio en pleno.
Kairos42
CONTINUARÁ…
Primera parte: LA HERENCIA - PRIMERA PARTE
Tercera y última parte: LA HERENCIA - TERCERA Y ÚLTIMA PARTE
Tercera y última parte: LA HERENCIA - TERCERA Y ÚLTIMA PARTE
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