martes, 17 de marzo de 2015

LA HERENCIA - SEGUNDA PARTE



            Mi cuerpo descansaba en el sillón, pero mi mente había emprendido una carrera desenfrenada por el camino de las hipótesis. No encontraba el medio para despejar aquella incógnita. Pensé en preguntar al mayordomo y al ama de llaves.

            Pero gradualmente, fui rindiéndome a la placidez del lugar, hasta el punto que continué recitando:

            Los soles ponientes
            revisten los campos,
            los canales, la ciudad entera.

            Una  dulce voz femenina, surgiendo de la nada, completó la estrofa:

            De jacinto y de oro;
            el mundo se duerme
            en una cálida luz.
            Allí todo es orden y belleza,
            lujo, calma y voluptuosidad.

            Di un salto y me puse en pie sin saber para qué. Incapaz de pensar, notaba cómo la sangre se concentraba en mi cerebro. Todas mis neuronas mantenían un diálogo alocado, incapaz de producir un solo pensamiento lógico. Mis ojos, por un momento, se inundaron de una luz cegadora. Después, todo fue oscuridad al tiempo que me desplomaba.

            Ignoro cuánto tiempo estuve allí tendido. De pronto sentí que mi mejilla se apoyaba sobre una superficie lisa y fría. Mis ojos comenzaron a vislumbrar los dibujos del pavimento. A poco estuve de desmayarme otra vez cuando la voz resonó de nuevo en mis oídos.

            — ¡Oh, perdóneme, por favor! ¡No se asuste, no tema nada de mí! Soy Lidia. Debí haberle anunciado mi presencia de otra manera.

           Su voz era pura melodía, aunque seguía sin saber de dónde brotaba. Me levanté con esfuerzo y me senté en el sillón. Confundido, turbado, todavía medroso, trataba de encontrar una explicación racional.

            La curiosidad venció sobre el miedo y, reuniendo un mínimo de valor, inicié una conversación con el vacío.

            — ¿Quién es usted, cómo es que no puedo verla? ¿Dónde estaba escondida antes de que comenzara a recitar?

            — Ya le he dicho que soy Lidia. Le aseguro que no estaba oculta en lugar alguno. Aquí me encontraba cuando entró en el salón, sentada en el sillón que hay frente a usted.

            Seguía inquietándome el no poder verla. Así que volví a la carga.

            — Mire, Lidia. Todavía no me ha dicho  porqué me es imposible verla, por qué estoy hablando con un sillón vacío. Convendrá conmigo en que es algo muy raro y que no me tranquiliza en absoluto.

           Con voz que parecía sonreír, siguió en su empeño de tranquilizarme.

            — Bueno, caballero, todo tiene una explicación. Veamos…, como le he dicho, me llamo Lidia, tengo dieciocho años y suelo estar aquí. Por otra parte, no sé porqué no me ve. Yo sí lo veo a usted. Será que padece un trastorno de visión.

            — Mire, señorita, yo me llamo Raúl, tengo veinticuatro y no entiendo nada de lo que está sucediendo.

            — Yo también estoy un tanto confusa, porque hace mucho tiempo que estoy sola, años y años…

           Lleno de aprensión, le pregunté con voz insegura.

            — ¿Pretende decirme que soy la primera visita que recibe en años?

            — Exactamente, eso es lo que trato de hacerle saber. Me ha hecho muy feliz verle entrar y oírle recitar a Baudelaire. A veces siento la necesidad de hablar con alguien.

            La voz de Lidia expresaba una alegría pura, como la de una niña. Me sentía cada vez más a gusto, exceptuando el peso de las preguntas sin responder y, sobre todo, el hecho de no verla.

            Decidí hacer un ejercicio de concentración. Apacigüé la mente, acompasé la respiración junto al resto de mis biorritmos y posé la mirada en la cabecera del sillón parlante. Tras un espacio de tiempo indeterminado, empezaron a materializarse unos corpúsculos luminosos azules. Progresivamente fueron configurando los perfiles de una persona. Finalmente, surgió de ellos una hermosa joven. No pude contener mi sorpresa y exclamé:

          — ¡Dios mío, qué maravilla! ¡Es verdad, está usted aquí! ¡No la he soñado!

          No me contestó, pero a cambio, me obsequió con una sonrisa irresistible, tras la cual aplacé las preguntas que me quemaban la boca, e inicié una singular conversación.

            — Así que le gusta a usted Baudelaire…

            — Me apasiona, al igual que Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, entre los simbolistas franceses.

            A partir de este momento, pasamos hablando un número de horas imposible de calcular. Por aquella improvisada tertulia literaria desfiló una buena parte de la literatura francesa y española. Lidia tenía una formación muy completa sobre la materia. Su memoria era prodigiosa, era capaz de recitar decenas de poemas en las dos lenguas. Yo me sentía cada vez más atraído por aquella extraña joven, hasta el punto que me atreví a romper la tregua de preguntas comprometidas y, además, tutearla.

            — Lidia, por favor, dime quién eres y qué haces aquí sola tanto tiempo. Explícamelo todo. Necesito saberlo.

            Antes de que pudiera contestarme, sonaron unos golpes insistentes en la puerta y una voz que me llamaba con tono de alarma.

             — ¡Don Raúl, don Raúl, abra la puerta, se lo ruego! ¿Se encuentra usted bien, le ha pasado algo? Es ya media noche…

            Contrariado por la interrupción y sorprendido por el rápido paso de las horas, dirigí a Lidia una mirada interrogante, preñada de súplica. A la que contestó con gesto sombrío y palabras apresuradas.

            — Raúl, debes irte enseguida. Mañana a las nueve, ve al pequeño jardín que hay junto a la fachada norte. Ahora no puedo decirte nada más.

           Muy a mi pesar, abrí la puerta  y salí al pasillo. Con ademán enojado y sin pronunciar palabra, pasé por en medio del servicio en pleno.


Kairos42


                                                                                                           CONTINUARÁ…

Primera parte: LA HERENCIA - PRIMERA PARTE

Tercera y última parte: LA HERENCIA - TERCERA Y ÚLTIMA PARTE

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