Aunque nací en el norte y estoy acostumbrada al frío, detesto
los inviernos, son blancos e indiferentes, inmutables traen al helado viento, y
con él, ráfagas cargadas de sollozos y silencios, esos mismos que me enfrentan a
la separación y a la pérdida de fe. A veces me sorprenden las dudas de la
existencia de un Dios que permitió semejante crueldad, pero enseguida desecho
esos pensamientos y pienso, que solo era una prueba más que me imponía.
Junto al calor de la lumbre los recuerdos acuden tan vívidos
como si fuera ayer, y vuelvo a rememorar aquella noche en que llegamos a
Auschwitz, después de un largo viaje en un tren de carga, de pie y en
condiciones inhumanas.
Al llegar, me separaron de mis padres y mis hermanos, entre los
gritos, pude oír a mi madre cómo le preguntaba a un soldado nazi camino de los
crematorios, cuándo me volvería a ver, y él le contestó un “mañana” que nunca
llegó. Hasta que no me liberaron tuve el convencimiento de que mi familia
vivía.
Nunca trabajé en el campo, soy de constitución fuerte y fui
asignada a la selección de niñas a las que enseñaban bailes, gimnasia y cánticos
favorables a Hitler, para mostrar ante las organizaciones que venían a
investigar lo que estaba pasando, y hacerles ver que nos estaban educando y
entreteniendo, cuando la verdad era que nos usaban para esconder los crímenes
que se cometían.
Dormíamos todas las chicas de mi grupo en el mismo barracón,
pegadas unas a otras, casi no nos podíamos mover en aquellas estrechas literas
dobles, sin sábanas ni almohadas. Como en las duchas, que también carecíamos de
toallas. Nos restregábamos con una pastilla de jabón que nos entregaban,
áspera, amarillenta y con olor a rancio. Mucho tiempo después, supe que estaban
hechas con la grasa de la gente que cremaban en los hornos.
Éramos muchas y había que hacer cola para todo, incluso para
la única comida que hacíamos diaria, consistía en un trozo de pan y mermelada,
teníamos tanta hambre que nos comíamos la mermelada antes de que llegara el
pan.
A lo lejos se veía humo constantemente, y una vez le
pregunté a la jefa de nuestro bloque, también judía; y ella me contestó que
eran nuestros hermanos, pero nunca la creí hasta que tuve que rendirme a la
evidencia.
Mientras se sucedían los días, tristemente aprendí mucho,
entre sollozos, silencios y sufrimientos. Tanto, que en la profundidad del
invierno finalmente aprendí que dentro de mí yace un verano invencible, de otra
manera no hubiese sido posible sobrevivir a la indiferencia e inmutabilidad de
aquel viento blanco y frío, que amenazante, lo asolaba todo.
Laura Mir
Cuanta crueldad puede habitar en un ser humano, cuanta maldad, las razas..., que aún hoy nos separan pero que en este relato nos muestra una vez mas la maldad que puede anidar dentro de los seres humanos. Porque todos tenemos la capacidad de comportarnos como criminales cobardes, pero porque escogemos caminar por ese camino. Nunca lo comprenderé, y solo pido porque nunca, en la historia de la humanidad volvamos a ver semejantes atrocidades, tan monstruosas que a+un ahora me hace temer. Que la paz anide en sus corazones, un relato magnifico y escalofriante. Pero una triste verdad. Abrazos de corazón.
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