lunes, 30 de marzo de 2015

Aquel largo pasillo





Te presioné porque no podía soportarlo, y te fuiste sin decirme que hacer con María. Dijiste que necesitabas pensarlo, que no tenías corazón para ello y que a la vuelta, me lo dirías. Me quedé esperando e intentando pasar los días, y día a día, como en procesión, fui recorriendo con pasos cansinos aquel largo pasillo.

Cruzando la madrugada, me despertó angustiada un sueño, no lo recuerdo bien, pero eran gritos y humo, mucho humo, se veían por entre las montañas. Pasaron unos minutos en los que estaba desconcertada, quise recordarlo entero por si era un vaticinio, al menos para serenarme un poco, pero por muchas vueltas que le di, no hubo forma, no le encontré sentido.

Me levanté dejando esa pesadilla enredada en la cabecera de la cama, entre el embozo y la perra acurrucada, no le dije nada a la oportunista, para qué, era día de cambiar las sábanas. Entonces preparé café y resignada, comencé mi jornada, poca cosa más podía hacer.

Llegó Adela para removerlo todo, tocaba limpieza general. La oía trajinar y cantar, estaba contenta. Me hacía mucho daño su felicidad en esas lentas horas de larga espera, ella no sabía que prefería el silencio y la soledad, y me preguntaba, me preguntaba hasta la saciedad, cómo lo quería todo y si hacía los cristales.

— Hoy, señora, no lloverá.

— ¿No lloverá?—. Le sonreí por no sollozar, qué me importaba lo que hiciera fuera cuando en mi interior sentía un huracán que me movía y removía, en contradicción al transcurso habitual y lento de la mañana.

Tocaron al timbre.

— Señora. ¿Va?

Era una carta del banco por la nueva ley de evasiones de capital.

 — Ya iré, no hay prisa, poco hay para evadir, puede esperar.

Llamó mi madre, otra mala noche en un estar sin estar, acongojada como siempre en su penar.

— Y María, hija mía, Dios la guardará.

No dije mucho, la entendí, la tranquilicé un poco, no pude hacer mucho más.
Llamaron otra vez a la puerta.

— Señora. ¿Va?

Dos trajes impecables, impersonales y con voz grave, me dijeron que tu avión se había estrellado entre las montañas, no volverías jamás.

— Señora, recoja el abrigo, nos tiene que acompañar.

— No, ahora no puedo—. Logré balbucear entre prisas mientras recogía el gabán.

No lo entendían, hablaban y hablaban entre ellos, como si yo no estuviera, con la rabia que eso me da. Sobre un shock, decían, en el que no era capaz de reparar, qué sabían… Nada. No sabían absolutamente nada de nuestros meses de sufrimiento.

Y seguían diciendo que necesitaba asistencia profesional. Les dije que tenía algo urgente que hacer, que no podía esperar. Se miraron indecisos, no sabían cómo actuar, mientras les seguía diciendo y rediciendo, que antes debía pasar por el hospital. Recorrer aquel largo pasillo donde cada día perdía la esperanza un poco más, y acabar de una vez. Tenía que firmar, y firmar ya, sin demora.

— ¿Firmar, señora?—. Se miraron extrañados.

— Sí, sí, firmar.

Ya no quedaba mucho por lo que luchar, por fin pude dar el paso que tanto nos costó ordenar, para que nuestra única hija, María, pudiese descansar y reunirse contigo, allá donde Dios os quisiera guardar.



Laura Mir


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