La noche fue espantosa,
apenas pude dormir, y cuando me rendía el sueño sufría unas pesadillas que
parecían reales — acaso lo fueran…—, pobladas de sombras, voces susurrantes que
pretendían atraerme hacia lugares imposibles, voces amenazadoras. Situaciones
abominables, tales como encontrarme en el interior de un sepulcro.
Por fin, la aurora me liberó
del horror y sentí que la capacidad de razonar regresaba a mi maltrecho
cerebro. Mi primer objeto de pensamiento lógico fue Lidia, como no podía ser de
otro modo. De todas formas, el número de dudas superaba con creces, al de
certezas: ¿Quién era Lidia, cómo podía estar sola tanto tiempo? Más aún ¿Existía
el tiempo para ella, o bien, discurría como el mío? ¿Por qué no parecía haber
necesitado nada hasta el presente?
Todas estas preguntas me
conducían inexorablemente a una sola respuesta, que yo me obstinaba en
rechazar. Mi mente hervía tratando de buscar otra explicación. Aún así, las
certezas eran muy firmes, poderosas, motivadoras:
Pensaba que Lidia era la
mujer más maravillosa que había conocido en mi vida. Las intensas horas compartidas
nos habían dado un tal grado de afinidad, confianza, atracción recíproca, felicidad,
de amor en suma, que había decidido no separarme de ella jamás.
Durante el desayuno, seguí
inmerso en mis pensamientos. No obstante, advertí que los miembros del servicio
presentes me miraban de una manera rara, mezcla de temor y curiosidad, al
tiempo que cuchicheaban a hurtadillas. No quise perder el tiempo afeándoles su
conducta, tanto más, cuanto ya eran casi las nueve. Abandoné el gran comedor,
salí al exterior y me dirigí adonde me había citado Lidia, el jardín junto a la
fachada norte. La brisa fresca de la mañana no conseguía aplacar el estado
febril en que me encontraba, mis pasos iban acelerándose progresivamente, las
sienes, dilatadas, amenazaban estallar.
Llegado al norte del
edificio, vi un extraño jardín limitado por un viejo muro de piedra, la propia
fachada, y sendos encinares a derecha e izquierda. La maleza crecía descuidada
hasta el punto de casi ahogar las escasas flores que sobrevivían, descoloridas
y mustias. Anduve un rato buscando a Lidia, hasta que la divisé, a unos treinta
metros, sentada en un banco bajo. Me acerqué a ella abrumado por una inquietante
mezcla de sentimientos, el corazón latiendo hasta el dolor.
— Buenos días, Raúl.
Entiendo que estés angustiado. Espera un poco y Contestaré todas tus preguntas.
Disiparé tus dudas.
Me dijo con rostro serio
suavizado por una leve sonrisa. Incapaz de hablar, quedé petrificado cuando
advertí que el improvisado asiento de Lidia era una lápida, con una modesta cruz
en el cabecero. Antes de que pudiera preguntarle nada, se puso en pie con
elegancia, se apartó ligeramente y me señaló la tumba, al tiempo que leía la
inscripción:
AQUÍ YACE DOÑA LIDIA
TIMONEDA Y ARLANZÓN (1857-1875) HIJA AMANTÍSIMA DESCANSE EN PAZ
— ¡No, no puede ser! ¡No
estás muerta! Te tengo aquí ante mí, llena de vida. Sólo un día juntos ha sido
como años de convivencia. Hemos compartido todo el amor y la belleza guardados
en nuestros corazones hasta que llegase el momento oportuno, la persona
adecuada. Lidia, sabes que te amo con toda mi alma.
— Raúl, querido, yo también
te amo con toda mi alma. No puedo hacerlo con mi cuerpo porque soy un espíritu.
Dejé el plano de existencia que llamáis “vida” a los dieciocho años de mi
nacimiento.
— ¿No has abandonado nunca
el palacio desde entonces?
Le pregunté invadido de extrema
compasión.
— No, ya te lo dije ayer,
pero tu cerebro se negaba a admitirlo. Como cuando insinué que la soledad y la
poesía habían sido mis únicas compañeras en ciento veintidós años.
Su voz no denotaba tristeza, dolor, desesperación.
Aunque todavía debía preguntarle algo.
— ¿Cómo has podido resistir
tantos años de soledad? ¿No echas nada de menos?
— No, Raúl, el tiempo no
existe para mí. Gozo de un perpetuo
presente. Pero siempre he tenido la certeza de que llegaría el amor. No sabía
de qué forma, ni quién me lo regalaría. Por eso mantenía una luz en la ventana
de mi alma para guiarlo hasta aquí.
— ¿A pesar de encontrarte en
otra dimensión existencial distinta?
Inquirí escéptico.
— Sí, a pesar de ello. Habitualmente,
se cumple la separación absoluta entre ambos planos. Ahora bien, se da un caso
entre diez millones en que, seres especiales, con una afinidad espiritual
extraordinaria, logran franquear el umbral y concebir un amor con vocación de
eternidad. Esto es lo que nos ha ocurrido a nosotros, por lo que te ha sido
posible verme desde el primer momento, como sí tuviera también una estructura material.
Por eso he sabido que eras tú a quien esperaba.
Repuso Lidia, con la cara
radiante de felicidad.
En aquel momento,
desaparecieron todos mis temores, y dudas, si bien comprendía que era yo quien
debía pasar a su plano de vida, renunciando al mío. Sabía que iba a lanzarme al vacío, mediante
un acto de fe, sabiendo que ella me recogería al otro lado.
— Lidia, amor mío, yo voy
contigo a donde me lleves. Dime qué he de hacer.
— Sencillamente, abrázame y
nos fundiremos para siempre, liberados del espacio y el tiempo.
Abarqué su nada con mis
brazos, noté que una fuerza poderosa tiraba de mí. Acto seguido, experimenté la
sensación de penetrar uno en el otro, me inundó una luz blanquísima y supe que
éramos uno.
Después nos sumergimos en
una oscuridad densa, acariciante. Repentinamente volvió la luz a iluminarnos, y
una mujer, vestida de blanco, comenzó a decirme cosas incomprensibles.
— ¡Don Raúl, don Raúl! Es la
hora de su medicación, incorpórese un poco, por favor.
Kairos42
Inicio de la historia: LA HERENCIA - PRIMERA PARTE
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