Es comprensible que esta
puerta por dentro no tenga tirador, porque el trozo de carne de aquí, de esta
cámara, no escapa, pero el que lo diseña, tendría que haber tenido en cuenta a
la niña esta, que espabilada, espabilada, no es, y a más, con la tendencia a
llevar siempre la contraria. Mala idea tuve en decirle: Vigila niña, que la
puerta no se cierre. Pero ella que anda a saber dónde, no ha vigilado y nos
hemos quedado encerrados en esta cámara frigorífica, con un frío de mil
demonios.
— Cuando estuve en Rusia, no hacía tanto frío como
aquí— dijo ella inocentemente.
— ¿Y eso
debe quedar cerca de Babia, no?— Pregunto, sin esperar respuesta, porque si las
neuronas son lentas, imagínense a bajo cero.
— Más bien queda por donde perdiste la simpatía—. Me
responde ante mi sorpresa, castañeteando los dientes y con labios azulados. Vestida con tirantes, y yo con estalactitas
en las pestañas, pero aun así, no puedo dejar de mirar sus pechos que parecen galletas Oreos a punto de escapar.
— No creas que en Rusia no pasé frío,
llegué en pleno agosto y estábamos a cinco grados bajo cero, decían que era
atípico.
— Atípico es estar aquí encerrado, sin
saber dónde acaba la carne de ternera y donde empieza la de burra.
— Esto de la carne de burra es nuevo,
no recuerdo haberla visto en la entrada del último pedido, creo que te
equivocas. Lo que hace el frío intenso— dijo la muchacha mientras se restregaba
los brazos en un vano intento de entrar en calor—. No hay forma, vamos a morir
aquí, en este infierno blanco cubiertos por una chapa de acero, que forma más
extraña de perecer.
—Y los del CSI buscando agentes. Mira,
podemos ponernos a gritar como locos, a ver si pasa alguien por aquí y le da
por mirar porque la ternera está revuelta.
— Es tarde, hasta mañana que lleguen… Seguro que
estamos muertos. Siempre pensé en morir tranquila, apaciblemente en compañía de
gente querida, y no
contigo que eres grande como un oso canoso hasta donde se pierde mi
imaginación.
— Te diría que te abrazaras a tu puñetera madre para
entrar en calor, pero es lo que tienen los deseos, que van por donde quieren. O
te coges un trozo de ternera, o te conformas conmigo. Ni tienes mucho tiempo
para pensar.
— Ni en un millón de años— dijo, girándose y
mostrándole la espalda—. Antes me agarro al cordero que al marrano.
— Veo, gata, que sacas las uñas… Tienes suerte que el
cochino no puede sacar las manos de los sobacos…
— Esta puede considerarse una situación extrema
y profunda, como si fuera invierno en pleno verano, y debería servirnos para
entender que en la profundidad del invierno finalmente aprendí, que dentro de
mí yace un verano invencible, y por ese motivo, porque no sé quien lo dijo, y
porque no quiero morir aquí y menos contigo, me abrazo con todas mis fuerzas a
ti.
¡Bendita filosofía gasta la niña!
No os voy a mentir, salimos. Entre
otras cosas, porque conseguí despegar las manos de los sobacos, y extenderle los
brazos, no sin cierto miedo de que se me clavaran las Oreos. Así fue como la
rubia se metió entre estos brazos, que aquella noche fueron zarpas, como si
fuera un oso polar, para compartir el poco calor que nos quedaba, y para
comprender que debajo de la escarcha pueden esconderse otros brotes de algo profundo
y bueno. Y desde aquella ocasión, nunca volví a ser escarcha para ella.
Jaime Ros
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