El calor del sol renueva lo caduco, llena de energía los
mermados contenidos, hace florecer tenues esperanzas, recurrentes y atrevidas,
considerándolas como novedosas. Vanguardistas ilusiones se enfrentan solas,
cara a cara, como cada verano, al azul del mar.
Seres sentados y somnolientos en la orilla, ensimismados,
sumergen los pies en el agua tibia, mientras sobre las ondas de las olas a lo
lejos, titilan como diamantes pulidos, los brillos candentes de una nueva
estación.
Despunta Junio con sigilo, emerge por la izquierda del
calendario, tímido y sonriente. Augurando sin pretenderlo un nuevo estío,
desperdigando con descaro cuerpos gloriosos por nuestras costas calmas, con la
única ambición de retener un bronce pasajero y nocivo sobre la piel.
Los niños rebozados en esa extraña mezcolanza que forman la
crema protectora y la arena fina al mezclarse, delineando sobre su blancura,
amorfos tatuajes. Juegan con cubos y conchas, reflejando la luz sobre la madre
perla, hasta formar esos ecos irisados, creando en sus vulnerables e
inmaculadas mentes, un universo para sí de fantasía.
La arena salpicada de bulliciosos chiringuitos, ofrecen una
oferta desmesurada en hostelería para un turismo cada vez más decadente. Donde
unos pobres inmigrantes, venidos desde muy lejos, partieron un día en busca del
necesitado Dorado, ya deslucido a causa de las innumerables decepciones; se
esmeran en exceso muchas veces, por unos salarios que rozan lo ridículo,
aguantando en ocasiones desaires de algún malnacido con aires de grandeza,
creyéndose casi divino en su corte particular.
Siento cierto hastío.
A lo lejos diviso el puerto, mi destino por el momento. Para
esta travesía preciso poco equipaje. Una mochila con una muda, papel y tinta.
Un pasaje en primera, porque lo digo yo, hacia Terranova. Y ganas, muchas ganas de surcar los mares en
busca de infinitas aventuras.
Marcho sin lágrimas ni pesares, hacia otro puerto, con el
sudor y el salitre pegado a la camiseta que me dan cierto apresto. Acartonada,
voy embarcando en el Slippery, qué
extraño nombre para un navío.
Echo la última mirada sobre el malecón antes de partir, por
si decidiera no volver, pero sé en mi interior que tendré la necesidad de
pisarlo algún día. Cuando naufrague en las frías aguas personales, esas que
muchas veces ahogan por exceso de sensibilidad.
Las nuevas perspectivas se abren con dinamismo e ilusión
hacia Terranova, aproximándome a lo que considero concreto y por tanto serio, y
hasta un poco más formal, encubierta siempre por el anonimato que conceden con
generosidad los murmullos de las multitudes.
Cruzar mares y océanos, explorar tierras remotas en busca de
la libertad, con ansias arrolladoras, esas ansias que experimentan los hombres
desesperados, cuando ya poco o nada tienen que perder. Se arrojan al mar
bravío, cuando creen que todo está perdido, porque ya nada se deja atrás.
El barco zarpa lento, la brisa acaricia suavemente mi cara,
hago un gesto con la mano a modo de despido, digo adiós a alguien imaginario
que espera paciente para verme partir.
Suspiro porque al fin, puedo explorar el otro lado, los
azules y turquesas, que se encuentran aguardándome tras la línea de aquel
lejano y legendario horizonte.
*****
Han pasado siete largos años de aquella mala despedida, de
la que en muchos momentos no he sido consciente, en otros era sentirla como en
carne viva, pero hoy, después de comprender lo incomprensibles, contradictorios
e imprevisibles que somos, por fin sin pesar ni angustia, vuelvo a casa.
Gracias por salir a recibirme, como bien dijiste en un ayer: Bienvenida seas.
Laura Mir