Ha vuelto a despertarme otra pesadilla, un mal sueño,
mensaje sublime del inconsciente, es un decir que desdice, lo que las bocas
pronuncian y los actos contradicen.
Me equivoqué, no es nada raro y muy humano, llegué un día de
primavera buscando un curso y me topé con otro, un taller de carpintería,
concretamente para construir barcos de poco calado, más que un crucero de lujo,
la muestra a construir era algo parecido a una canoa, una canoa coja porque en
los planos no constaban los remos, cosa que me fastidia porque lo que es remar
se me da muy bien.
Después de una larga teoría, superior a la capacidad que
puede soportar un ser viviente, la instrucción duró meses, llegó el momento de
pasar al taller a construir el barco, mejor el bote de poco calado y sin remos,
justo para salvar el trasero a brazadas si se tercia, en las aguas profundas y
oscuras de la soledad.
Ese día me entregaron mi caja de herramientas, feliz suspiro
de alivio después de tantos meses anotando sobre el papel, porque aunque
parezca una cosa simple, construir un barco perfecto para la navegación con
capacidad para dos que pueda surcar todas las aguas navegables no es tarea
fácil.
Me costaba mucho trabajar la madera, el corte era imposible
hacerlo recto, aunque familiarizada con las herramientas algo fallaba, y
fijándome bien en ellas, me di cuenta de que eran defectuosas, por alguna extraña
razón que desconozco todos los pertrechos maltrechos habían ido a parar a mis
manos. La ilusión de navegar de poniente a levante se me vino abajo.
Un compañero viendo mis apuros, me prestó las suyas, pude
cortar y lijar la madera, clavé a martillazos, punta tras punta hasta montarla.
Ahora tocaba la colocación de la silicona para sellar las juntas.
La de todos mis compañeros de taller era azul grumosa y la
mía era blanca y fina, la de todos pegaban pero la mía se despegaba, perdí el
tapón, la boquilla y hasta se encasquilló el gatillo, acabé untándola con los
dedos. Sabiendo con seguridad que haría aguas, hasta el punto de encallar a dos
metros de la orilla.
Buscando en la loqura
de un mapa imaginario suaves costas para probarla, encontré una arista torcida,
tan arqueada que me dio pena, y decidí aún sabiendo de las dificultades que lo
intentaría allí, puedo asegurar que no fue buen puerto, primero porque las
aguas eran imprevisibles y traicioneras, y segundo porque la dársena estaba
ocupada por el constructor de canoas que lo único que hacía bien era dar capas
y capas de barniz, sin brocha y con muñequilla pero con demasiado esmero.
Pensé que tanto empeño por el exterior debía deberse para
ocultar algún defecto de la madera, pero allá cada uno, al fin cada cual navega
a su gusto con la canoa que construye aunque no tenga remos.
Discutimos mucho, durante bastante tiempo, por cuestiones
diversas, hablando un mismo idioma, pero sin entendernos, mientras él seguía
dando laca y sacando lustre a base de hebras y de baldeos.
— No es oro todo lo que reluce — me dijo, mientras lo
observaba pensando que si no era oro para que tanto esfuerzo en que reluciera
fulgurante una madera que desde el interior era defectuosa.
Ahora seguimos contendiendo si las dos barcas de poco calado
juntas, o si en su barca, o si en la mía. Aún sabiendo que era la misma persona
que en su momento me dio todas las herramientas defectuosas y la silicona
equivocada.
Y seguimos batallando a punto de probar los botes de poco
calado y sin remos, ante la dificultad que supone la zozobra a dos metros de la
costa, y con la certidumbre de esta pesadilla que como mensaje del
inconsciente, indica que lo que las bocas pronuncian, los actos si no son
verdaderos, en sí mismos las contradicen.
A lo que me contesta:
— Ya se verá — dice el constructor de canoas mientras
transcurre un tiempo alejado de conciencia y a favor del renovado viento que loqo sopla, en dirección incontrolable,
pero esta vez de levante a poniente.
— ¿No lo ves? — me dice él seguro y ajeno, mientras sigue
dando lustre a la madera y mi mano disimulada
se desliza buscando en vano como consuelo, palpando a tientas el cata lejos, más que nada para no perder
de vista… tierra.
Laura Mir
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