El ascensor que me lleva a la séptima planta donde está la
habitación de mi mujer hace un ruido lamentable. No puedo dejar de pensar en la
jeringuilla que llevo en el bolsillo. Los olores de esta ala del hospital me
golpean cuando se abre la puerta, sigo por el largo y pulido pasillo hasta
oncología, y me paro ante la puerta de su habitación. Soy incapaz de entrar. No
sé si tendré las fuerzas suficientes. Ojos febriles en su demacrada cara por la
enfermedad, con una súplica en la mirada
seguirán mis movimientos por la habitación. Ella espera de mí algo que no soy
capaz de hacer.
Lo miro y siento pena por él, nos
hemos querido tanto durante tanto tiempo, que todo ese amor no nos sirve ahora
de mucho, en este largo y doloroso camino hacia mi muerte, para esta enfermedad
no hay atajos, y el sufrimiento es insoportable. Quiero descansar por él y por
mí, quiero morir, pero no sé cómo. Esta ciencia nuestra nos obliga a vivir, sí
o sí, aunque no lo desees, te prolongan la vida y con ella el padecimiento. ¿Para
qué quiero vivir si en verdad ya estoy muerta?, sí, muerta y muriendo día tras
día. Ellos justifican lo que hacen con las formas convenientes, pero no ven que
ni siquiera soy sombra.
Desde que le diagnosticaron osteosarcoma hace dos años, sé y
he visto como luchaba con todas sus fuerzas. No recuerdo que haya bajado los
brazos ni una sola vez, siempre con su eterna sonrisa, ocultando su rabia
interna. Tanta lucha no ha servido de nada. Mi mujer se muere, y una parte de
mí está muriendo con ella. Me suplica a diario que acabe con ese dolor, y estos
malditos médicos sólo le dan calmantes para paliar el sufrimiento. ¿Por qué no
dejan que se vaya en paz?
A veces consigo evadirme, vuelvo a
la playa, a la casita que alquilábamos todos los veranos cuando los niños eran pequeños.
Allí era feliz, porque los veía reír mientras construíamos castillos de arena
en la orilla cerca del agua. Nos gustaba observar como las olas los
desmoronaban, arrastraban con ellas esa parte que compartíamos durante aquellos
ratos. Y qué es el tiempo si no lo disfrutas, sólo son saetas que marcan. Me
gustaría estar de nuevo en esa costa, y ser castillo construido de granos de
arena, para que una ola, quizás pequeña porque estoy muy débil, me llevará
hasta la profundidad del mar. Sería ese atajo que tanto anhelo.
Ella me mira mientras me acerco a la cama, sus ojos me
sonríen, lo sabe, le susurro al oído lo mucho que la amo, mientras mis lágrimas
pugnan por salir, las contengo, no quiero que vea mi dolor. Le inyecto el
contenido de la jeringuilla que me ha facilitado uno de los médicos del equipo
que se ocupan de ella, quizás por humanidad. La estrecho entre mis brazos y la
beso tiernamente, me mira intensamente un instante y cierra los ojos. Noto como
su vida se me escurre de entre los brazos, como toda ella vuelve al mar,
nuestro mar donde fuimos tan felices. Se me va lo único que me importa en la
vida. Su último suspiro ha roto en mí ese llanto desgarrador tanto tiempo
retenido, fluye libre y fuerte, junto con la culpabilidad que sobrellevo, me
repongo un poco. La acomodo sobre el lecho. Me acerco a la ventana y me siento
en el alfeizar, me giro para observarla por última vez, antes del reencuentro
junto a nuestro mar, antes de lanzarme… al vacío.
Laura Mir y Benjamín J. Green
* Basada en hechos reales
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