Fue un tropiezo de tantos, de no levantar los pies por
no conocer prisa que le empuje. Nunca se lo había planteado, su imaginación
nunca le había llevado a intentar conquistar formas arrastradas por un pincel. Cuando
vio el lienzo la interrogación se escurrió dentro de su pantalón, subió
recorriendo su espalda con un calambre que fue a morir en su nuca.
Entró con decisión, como si fuese verdad que un pasado
futuro pudiese cerrarse ante sí. Escogió ese lienzo, y no quiso otro, quiso
ese, y quiso el pincel que le acompañaba, y las pinturas que se arrastraban
bajo el caballete que le apoyaba. Se sintió caballero en busca de aventuras,
aunque las aventuras fuesen con pies inamovibles, y sobre caballetes, y la
princesa se tuviera que conquistar vistiendo el blanco.
De lo que nunca se quiso aprender nunca se supo, es
por eso que su imaginación tiraba de cojera sin muleta en la que apoyarse. Fue
cogiendo los diminutos tubos de pintura y empezó a dejar pegotes sobre la
blanca pared. Los fue cruzando, mezclándolos, negros con blancos, amarillos con
rojos, marrones con azules, hasta que la pared se perdió entre borrones
degradados de colores. Sólo quedaron diminutos espacios del color original,
como si la pared fuese de ganchillo, como si pudiese entrar los paisajes,
empaparse de color y estamparse solos en el lienzo.
Si aquel manto que descansaba sobre el caballete era
un castillo que derribar, era indudable que su princesa debería habitarlo. Se sentó frente a la pared, a observar cómo
eran los colores que adornaban el mundo. Nunca hubiese pensado que la vida
pudiese tener más color que el gris. Habló con sus defectos, los mismos que
zancadilleaban su coja imaginación. Se fue presentando a cada uno de ellos,
para que los enemigos no sitiaran el castillo.
Pintó unos pómulos de suave melocotón, donde deslizara
la aspereza. El pelo de color cobre, que bajase los humos al oro del que quería
llenar sus entrañas. La piel fue en rosa pálido, del color de la misma vida que
no tenía, de buscarla sólo con una pierna sana. Pensó en el negro para
vestirla, pero quedaba muy alto en la esquina de la pared, la vida trae muchas sombras para esconderse,
mejor la frescura del melón, que traiga nuevos aires, que se puedan llenar los
pulmones como cuando se abre la nevera. A los ojos, un toque de felicidad fugaz
le vendría bien, de ahí no le importó ponerse de puntillas sobre un taburete de
tres patas para poder alcanzar el color deseado. Los labios los quiso repasar
con el color de su propio corazón pero las manos eran demasiado inexpertas para
que tomasen esa forma y ese tono. La sonrisa quedó de comisura dormida,
quedando abajo, cuando se quiso arriba. Vio que los ojos podían tener el color
de la felicidad, pero su forma era la transparencia del reflejo de un cristal.
No quiso que ningún sol fuese madurando al melocotón
ni al melón, y la envolvió de una niebla hecha con la ceniza de un cigarro
fumado por el olvido. Fue así como pintó el suelo del color de las hojas de
otoño para que no desentonara con la transparencia de la mirada ni de la
comisura dormida. Apoyado entre los colores que se iban transpirando en su piel
quiso perfilar pero su muñeca temblaba, como si el frío que llega después de
las hojas caídas ya estuviese llenando de azul sus huesos. Fue pintando pecas,
del color de los sueños escapados. Un punto, un final, punteando la cara,
viendo la puerta abierta a cada punto, a cada sueño, a cada final, en cada
huída.
No hubo manera de que la cojera remitiera, de que la
forma que dio la inexperiencia cogiese la deseada, y estaba convencido de que
por más experiencia no habría más princesa que la que se enseñaba en aquella
ventana. Quiso que sus defectos le hubiesen contestado, y que ella hubiese
despertado a su comisura, para que en la transparencia de la mirada le hubiese
preguntado si en tu soledad o en la mía.
Jaime Ernesto
Qué maravillosa forma es la de crear a golpes de pincel lo que deseamos, aunque no exista nada más que en nuestra imaginación. Estando cerca de conseguir una ilusión y no llegar, nos queda la cojera de la caída para siempre. Muy buen relato, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarSaludos