En mitad de
un mar recóndito se halla una isla de escarpados y altos acantilados, donde las
furiosas olas golpean con bravura las rocas y las tormentas son frecuentes. Es
una pequeña porción de tierra que ni siquiera consta en los mapas. A veces
verde y a veces roja, a veces blanca y a veces negra, pero siempre es
invariablemente la misma tierra.
En el punto
más alto se halla una casa, a veces grande a veces pequeña, a veces parece
nueva y a veces vieja, de amplios ventanales, a veces cristalinos y a veces con
una película que forma la sal del mar; pero siempre se encuentra sentado en su
porche desde donde otea el imprevisible horizonte.
Es un hombre
robusto fundado en un jersey de cachemir unos días gris y otros naranja. Observa
y piensa, piensa y reflexiona sumergido en su mundo e impregnado por su
entorno. A veces exhala y a veces suspira, a veces sonríe y a veces emite un
ligero sollozo, pero siempre se siente solo.
Cuando
remueve la cucharilla en el café es cuando toma contacto con la materia, con lo
tangible de su vida y por un momento sale de sus pensamientos, pero dura poco,
apenas unos breves minutos. Toma conciencia, todas las preguntas de su
existencia se concretan y obtiene las anheladas respuestas, pero enseguida cae
en el abismo de sus tormentas internas.
Tornados
incomprensibles, violentos y convulsos lo rodean, le hacen girar hasta
marearlo, pierde el aire, apenas puede respirar, se ahoga, da un paso, dos,
tres… se enfrenta a la lluvia.
Deja que la
finísima cortina de agua le moje la cara, se despeja aunque está calado, es
como si despertase de nuevo en otra tierra siendo la misma tierra, en otro
cuerpo siendo el mismo cuerpo, en otra persona siendo la misma persona. Es él,
y no otro. Convierte el recuerdo en futuro, aunque sabe que no es real;
entonces coge la escasa experiencia que puede en esos momentos de lucidez del
pasado para transformarla en la experiencia para conseguir un mejor futuro.
Es cuando se
gira y observa todo a su alrededor con mirada diferente, todo ha cambiado. La
isla de las tormentas y la soledad que conlleva ya no existe; aunque fija la
mirada al horizonte ya no puede divisar el mar, todo tiene el resplandor de las
esmeraldas, vivas y relucientes. Es un gran prado con un sendero que lo llevará
a un grupo de casas que hay más allá, las divisa, casi puede tocarlas. Camina
ligero hacia ellas, el corazón palpita fuerte pero sigue apresurando el paso
porque sabe que encontrará a otros que, no siendo conscientes de lo vivido, lo
recibirán con los brazos abiertos y podrá emplear un mismo lenguaje.
Atrás dejó su
isla, la isla de las tormentas, de escarpados y altos acantilados, de colores
oscilantes y tierra yerma, aquella isla que habitó durante muchos años, aquel
pedazo de tierra que no consta ni en los mapas.
Bonito relato
ResponderEliminarTransmite fuerza y esperanza
Albert
Nos alegra mucho que te haya gustado, Albert, y deseamos que esa fuerza y esa esperanza te sean muy contagiosas. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Me encanta!
ResponderEliminarMuchas gracias Nora a nosotros nos encanta que te guste. Un abrazo
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